Aquí tienes por entregas y en forma de serial, como los antiguos folletines pero en clave casi académica, una obra sobre esa figura tan mítica del periodismo que es el corresponsal de guerra.
Capítulo a capítulo, Alfonso Rojo va desgranando la historia, los secretos, los vicios y las virtudes de ese reducido, complicado y privilegiado grupo de profesionales que consumen su vida saltando de un extremo a otro del planeta, para ser testigos directos y poder relatar en vivo los horrores, calamidades y espantos que provoca la estupidez humana.
Por Alfonso Rojo
El teléfono, el satélite, el ordenador e Internet, primero por separado y hoy integrados para poder informar en directo desde cualquier punto, haya o no conexión eléctrica, explican que las noticias sobre los triunfos y derrotas de Napoleón tardaran hasta 10 días en llegar a los ávidos lectores parisinos.
Los británicos esperaron 17 largos días para saber que habían ganado en Trafalgar, mientras las crónicas de los 50 españoles que cubrimos ‘in situ’ y desde distintos frentes la invasión de Iraq en 2003, lo hacíamos en directo, en segundos o en minutos.
Esa es la gran diferencia entre la información de guerra del siglo XIX y a comienzos del siglo XXI. La forma de trabajar y de buscarse la vida han variado muy poco.
El cambio radical comienza en el momento de transmitir. La tecnología ha puesto en nuestras manos un arma para informar más rápido y mejor, pero el uso que se está haciendo de ella empobrece muchas veces, en vez de enriquecer, la información y las murallas que levantan los gobiernos y los ejércitos no sólo no se han reducido sino que se han multiplicado, pulido y reforzado.
«Hubo un tiempo en el que los corresponsales extranjeros hablaban el idioma y conocían la historia del país al que eran enviados».
El que escribe eso es Marvin Kalb y lo hace en The Media and Foreign Policy.
«Eran verdaderos académicos en gabardina. Sus crónicas, elaboradas y documentadas cuidadosamente, se transmitían por cable o teléfono a través de líneas defectuosas y luego alguien en la redacción las repicaba. Había tiempo para revisar y cambiar frases o ideas. Todo eso se acabó. Las comunicaciones son instantáneas. Al corresponsal se le niega la labor de reflexionar. Forman parte del nuevo y espectacular circuito global de la información».
El cambio, a ‘grosso modo’, se produjo en el mundillo periodístico con el cambio de milenio.
Cuando se inició la Guerra del Golfo, en enero de 1991, y los únicos corresponsales occidentales que permanecimos en Bagdad fuimos Peter Arnett y yo, arropados por Igor Mihalev y otros ocho corajudos ‘soviéticos‘ a los que los sicarios de Sadam Hussein no dejaron trabajar porque no tenían dólares para pagar ‘mordidas‘, la capital iraquí estaba sin suministro eléctrico.
Igor, a quien me une para siempre una amistad de acero, fue quien desde la terraza del Hotel Palestina, hizo las fotos del primer bombardeo de la capital iraquí, que después se publicaron en medio mundo y que algún desaprensivo intentó apropiarse.
El ruso, a quien la víspera de la guerra ayudé a comprar unas cámaras Nikkon de segunda mano, chalaneando a la española con los peristas locales que trataban de dar salida al botín tecnológico -incluidos relojes Brietling y Rolex- que los soldados de Saddan se habían traído del saqueado ‘duty free’ de Kuwait unos meses antes, me ayudó como un hermano y eso forjó un lazo que persiste intangible tres décadas después y que se ha ido renovando cuando hemos ido juntos a Bosnia, Kosovo, Chechenia, Georgia, Kazastán, Afganistán e incluso Sudáfrica.
En el Bagdad de las dos primeras dos semanas de guerra, yo tampoco gozaba de conexión telefónica tradicional con parte alguna. Los cazabombarderos norteamericanos habían pulverizado concienzudamente centrales, repetidores y antenas y tuve que buscarme la vida.
Gracias a que contaba con un pequeño generador y un teléfono portátil adaptado para conectarse al satélite, el corresponsal de la CNN fue capaz de enviar cotidianamente, durante los primeros 12 días de guerra, crónicas habladas a los estudios de su cadena de televisión en Atlanta, que los televidentes de medio mundo podían escuchar y a los que los espabilados empleados de Ted Turner metían imágenes para que aquello pareciera reportaje en directo.
Yo carecía de un utensilio electrónico análogo. Debido a que el competitivo e implacable Arnett se negó en redondo a permitirme utilizar el suyo -ni siquiera me dejaba arrimarme al invento-, me veía obligado a teclear los textos en mi ordenador personal, a transcribirlos manualmente en papel de carta, meter el resultado en un sobre, sobornar a un taxista iraquí -casi siempre el de la CNN que me salía más barato porque ya había cobrado el viaje- para que recorriera los quinientos kilómetros de desierto que hay hasta la frontera jordana.
Una vez allí, sobre la raya, el ‘correo‘ negociaba con un conductor del otro lado, que este aceptase acarrear las misivas hasta la embajada española en Amman. La factura final, siempre inflada, me caía a mi que andaba ‘canino‘ y hasta pasé un hambre atroz.
A pesar de todo, de la falta de una impresora, de las ingentes dificultades para recargar periódicamente la batería del ordenador, del pésimo estado de las carreteras, de la pereza congénita de los cocheros locales y de las naturales reticencias burocráticas de los diplomáticos españoles, mis escritos llegaban vía fax al Ministerio de Exteriores en Madrid y aparecían a toda pagina en El Mundo, The Guardian, Observer, Corriere della Sera y en una docena de exóticos rotativos menos de veinticuatro horas después de ser rematadas en la semipenumbra del hotel Rachid de Bagdad.
La demora era considerable, pero insignificante si se compara con el colosal desfase entre los hechos y su publicación que era habitual en los albores de esta seductora profesión.
El asunto se aligeró ligeramente cuando a las dos semanas de conclicto, los iraquíes permitieron la entrada de varios equipos de televisión -de los que habían huido en desbanada cuando comenzó el bombardeo y rumiaban en la vecina Jordania- pero poco.
El suplicio de tener que despachar las crónicas escritas a mano y en taxi, al estilo I Guerra Mundial, fue sustituido por el tormento de tener que implorar a los recién llegados y sobre todo al equipo de TVE que encabezaba Angela Rodicio, unos minutos en sus paelleras. A menudo sin éxito alguno.