La realidad es horrible mas allá de lo que puede soportar la naturaleza humana

REPORTERO DE GUERRA: La era del periodista-propagandista (XXXVIII)

La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: La era del periodista-propagandista (XXXVIII)
Soldados británicos marchan hacia la muerte en las trincheras de la I Guerra Mundial. GM

Por Alfonso Rojo

En el caso de Gran Bretaña, las autoridades se dieron cuenta apenas iniciarse la Primera Guerra Mundial de que los medios de comunicación -cuyos integrantes sabían como explotar el vocabulario y los prejuicios del hombre de la calle- eran un vivero fértil donde reclutar expertos propagandistas.

Los editores del Times, Express, Daily Mail, Evening Post, Chronicle e incluso de la Agencia Reuter, que puso todos sus recursos a disposición de la causa aliada, aceptaron sin rechistar la propuesta.

La práctica les había enseñado que, para convencer al público, es menos importante apelar a la lógica que desgranar una buena historia, y aplicaron su talento sin excesivos miramientos.

Como reacción al horror de la guerra de trincheras, se amplificó la cobertura de la guerra del aire.

Asqueados por una inmolación descabellada en la que apenas se ganaba un metro, muchos corresponsales encontraron cierto alivio en escribir sobre una actividad bélica que todavía no había mostrado su pavoroso poder letal.

La consecuencia fue convertir en románticos caballeros del aire a personajes como el barón Manfred von Richthofen, Rene Fonck o Albert Ball.

La mortandad siempre ha sido un buen negocio para los medios de comunicación. Los combates no solo producen noticias.

También estimulan su demanda y disparan las ventas. Desgraciadamente para los reporteros, las autoridades militares no cooperaban.

Lord Kitchener, que en Sudán saludaba a los periodistas al grito de «¡fuera de mi camino!» adornado con el calificativo de «patanes borrachos», se resistió cuanto pudo a dejarlos pasear entre las tropas francesas y británicas del frente occidental.

Los oficiales zaristas no permitían a los corresponsales rusos aproximarse a las trincheras durante los combates.

Los alemanes ni siquiera autorizaban las visitas en momentos serenos e intentaron que toda la información se canalizase a través de las dos ruedas de prensa que semanalmente conducía el Estado Mayor.

El contenido de estas conferencias era supervisado previamente por seis censores y se organizaba bajo el lema:

«Es menos importante la exactitud de una noticia que su efecto.»

En el frente austriaco los corresponsales neutrales -españoles, holandeses, suecos, suizos y sudamericanos- recibían todo lo que deseaban menos noticias.

Para superar el muro de las prohibiciones, algunos editores británicos acudieron en demanda de auxilio a Winston Churchill, ex reportero de guerra y flamante lord del Almirantazgo. No tardaron en descubrir que no hay mejor cuña que la de la misma madera.

Churchill, que había sufrido en carne propia la intransigencia de Kitchener, les clarificó que los navíos de la flota británica no llevaban camarotes específicos para periodistas, que la guerra debía librarse en la penumbra y que el sitio idóneo para un corresponsal era Londres.

Hubo periodistas arriesgados que intentaron romper el cepo de la censura y se expusieron en los campos de batalla a la caza de noticias, pero la máquina propagandística era demasiado poderosa.

Las páginas de los diarios aparecían plagadas de adjetivos, sentimientos y proclamas, pero vacías de hechos.

Nadie narró que los franceses despacharon a primera línea compañías de novatos negros procedentes de sus colonias africanas, que ni siquiera sabían lanzar una granada o encastrar la bayoneta en el fusil.

En la Batalla de Stalingrado, durante la Segunda Guerra Mundial, la Wehrmacht alemana desplegó 230.000 hombres.

Solo en la Batalla de Verdun, durante la Primera Guerra Mundial, los germanos sufrieron 350.000 muertos y heridos. Por cada soldado británico caído entre 1939 y 1945, fallecieron tres entre 1914 y 1918.

Los franceses perdieron medio millón de hombres en los primeros cuatro meses de combates. Esa cifra había subido al millón a finales de 1915 y alcanzó los cinco millones en 1918.

¿Cómo hubiera reaccionado la gente si le hubieran dicho que los aliados habían sacrificado estúpidamente seiscientas mil vidas en la Batalla del Somme?

¿Que habrían dicho los británicos si hubieran sabido en 1915 que habían perdido más oficiales que en todas las guerras de los anteriores cien años?

Había que ocultar la verdad y el testimonio directo más usual de un reportero solía circunscribirse a puntualizar que el clima era bueno aunque las noches seguían frías, que los cadáveres enemigos continuaban en tierra de nadie o que los soldados habían recibido su bautismo de fuego (El bautismo de fuego y la inmortalidad).

Lloyd George, por aquel entonces primer ministro británico, confesó en 1917 al editor del Guardian que si los ciudadanos supieran lo que estaba ocurriendo la guerra finalizaría inmediatamente.

«La realidad es horrible más allá de lo que puede soportar la naturaleza humana. Los corresponsales no escriben y, si lo hicieran, la censura bloquearía sus textos.»

Hubo individualidades como Luigi Barzini, el antiguo enviado del Corriere della Sera a China y a la Guerra Ruso-Japonesa, que redactaron crónicas memorables.

El australiano Charles Bean efectuó un trabajo eminente en la Península de Gallipoli, negándose a aceptar información de segunda mano.

Ernest Hemingway bastante hizo con sobrevivir a la campaña italiana y con escribir ‘Adiós a las armas’ con la experiencia acumulada al volante de una ambulancia.

El norteamericano Hanry Wales, al que ya nadie recuerda, tuvo el privilegio de asistir a la ejecución de Margaretha Zelle, una danzarina holandesa fusilada por los aliados bajo la acusación de espionaje, y fue el creador de ese mito eterno que es la legendaria y fatal Mata Hari.

El británico Philip Gibbs percibió todo el espanto y no se dejó engatusar, pero la forzada proximidad entre Estado Mayor y corresponsales fue devastadora para los periodistas y el periodismo.

No es asequible escribir sin tapujos sobre la labor de alguien que es a la vez tu amigo, confidente y censor.

Las historias impresas en los periódicos y las que narraban los mutilados que retornaban del frente tenían muy poco en común.

En unas se describía a muchachos ansiosos por lanzarse al asalto, vibrantes de patriotismo e ilusión. En otras se transparentaba la angustia y el sufrimiento sin esperanza de toda una generación condenada a muerte.

El efecto de la distorsión fue inmenso. Hasta la Primera Guerra Mundial, el lector británico consideraba que el simple hecho de que algo apareciera en letra de molde era sinónimo de veracidad.

Ahora, sumergido hasta los corvejones en el acontecimiento mas grandioso y terrible de su vida, descubría que la verdad de la prensa tenia poco que ver con su propia experiencia o con la de sus parientes, amigos y conocidos.

Se produjo una pérdida de confianza de la que jamás se ha recuperado nuestra profesión.

EL EFECTO RONALD REAGAN

Aunque no son magnitudes comparables, lo ocurrido durante la Primera Guerra Mundial recuerda lo que pasó en Estados Unidos durante los años en que Ronald Reagan ocupó la Casa Blanca.

En 1983-1984, cuando estuve como corresponsal de Diario 16 en Nueva York, una de las cosas que más me llamaban la atención era que la opinión publica creía más a Reagan que a los medios de comunicación.

Al presidente-actor le bastaba enviar un mensaje directo a la ciudadanía usando la pantalla para contrarrestar las críticas de analistas, columnistas y programas de debate.

En el momento en que Reagan accedió a la presidencia existían ya centenares de emisoras locales de televisión. Raro era el norteamericano que no había sido en alguna ocasión objeto, sujeto o testigo de las noticias que divulgaban los informativos.

Todos nos vemos mejor de lo que nos representan. Si a eso se añade la alteración ocasionada por los cortes del montaje y la simplificación del mensaje televisivo, se comprende que mucha gente no se reconozca en el reportaje o considere que se ha alterado la realidad.

En 1984 bastantes estadounidenses saltaban de lo particular a lo general y concluían que no se podía confiar en los medios de comunicación, porque ellos habían sido testigos directos o protagonistas de una noticia alguna vez y lo que vieron no se ajustaba a la realidad.

Si eso ocurre cuando la polémica afecta a una huelga laboral, un atasco de tráfico o un expediente escolar, no es difícil imaginar lo que cavilarían hombres que veían morir como moscas a sus compañeros y permanecían meses enterrados en el fango de las trincheras.

Un desastre para el periodismo.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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