El decálogo de la «tribu» establece que en la guerra cualquier agujero sirve de trinchera y que vale todo, al menos en lo que a la comida se refiere: «Bien frito, hasta un zapato».
A finales de enero de 1991, durante la Guerra del Golfo, era tal el hambre que Igor Mihalev, sus siete colegas soviéticos, los pocos simpatizantes del régimen que habían quedado atrapados allí y yo soportábamos en Bagdad, que bastó la sugerencia de que los de las cadenas de televisión suelen viajar cargados de provisiones para que a un nazi austro-francés llamado Nicolás Müller, que había llegado a Irak en vísperas de la guerra para mostrar solidaridad con el tirano, y al fotógrado ruso se les encendieran los ojos de gula.
En menos de tres minutos, mientras nos zampábamos una triste lata de sardinas, el perverso Nicolás elaboró un plan rocambolesco. Y esa tarde, aprovechando la hora en que Peter Arnett estaba en el jardín hurgando en su satélite, él y el ruso le desvalijaron la despensa.
La situación en Bagdad durante la Guerra del Golfo no era ni con mucho tan dramática como la de San Petersburgo en tiempos de la contrarrevolución blanca, pero tampoco era envidiable.
El 22 de enero de 1991, inaugurando lo que después sería práctica habitual, realicé en Irak el milagro de afeitarme, lavarme el pelo y ejecutar un simulacro de ducha con una sola botella de agua mineral: la última.
Es curioso como consigue uno ir adaptándose a las circunstancias por adversas que sean. En menos de una semana de penalidades adopté una rutina inflexible, de presidiario.
No funcionaba la lavandería, no había agua corriente y no había manera de asear la ropa, por lo que establecí un turno rotatorio con las camisas, calzoncillos y calcetines.
Al desnudarme por la noche colgaba las prendas que había llevado durante el día en un extremo del armario. Por la mañana me encasquetaba las del otro lado, y así iba alternando. Llegué incluso a darle la vuelta a algunas piezas para experimentar cierta sensación de alivio.
En cualquier caso y aunque el común de la gente ni siguiera lo sospecha, mucho más que la comida lo que te angustia y mortifica, cuando estás como reportero en Territorio Comanche es la ausencia de una de las modernidades que disfrutamos a diario, sin darnos cuenta.
Me refiero a ese paradigma de la Civilización que es el cuarto de baño.
Como españoles, pertenecemos al 5% privilegiado de la Humanidad. Y no sólo porque en nuestra sociedad rigen los derechos humanos, hay democracia y no se deja reventar al menesteroso.
También, porque habitamos en una zona del planeta donde le das la interruptor y se enciende la luz, giras el grifo y sale agua o tiras de la cadena y todo se va por el alcantarillado.
Pero imaginen que son periodistas y les pilla el zafarrancho en Kabul, Grozny, Sarajevo o Bagdad, que fue donde yo me doctoré ‘cum laude‘ en este delicado asunto.
Todo se inicia con un bombardeo que hace fosfatina las fuentes de energía y los centros de comunicaciones.
Lo del teléfono, ahora que hay iPhone6-S y tarjetas 4G no es un escollo insalvable. Tampoco la electricidad. Ni siquiera el ordenador, porque lo puedes recargar usando el mechero del coche.
Lo serio, lo paralizante, lo estremecedor es que deja de fluir el agua y no funciona ni la cisterna del váter. Y en enero de 1990, en Bagdad, una ciudad plana como un plato y donde todo -desde las cañerías al alcantarillado- funcionaba gracias a equipos de bombeo, nos quedamos a cero.
Ahí, el que es pardillo, cuando llega el apretón, usa el inodoro de su habitación y a los tres días comienza a padecer los efluvios letales. Sometido a ese tipo de intoxicación, no hay quien aguante dos semanas.
Yo, advertido por Igor, que en su etapa de militar en el Ejército Rojo había pasado por situaciones equivalentes, no cai en la tampa.
Una inconfesable alternativa consiste en iniciar una ronda por los cuartos de los colegas, lo que exige cierta maldad. Otra, -como hicimos en 1990 en Bagdad durante los 55 días de bombardeo aliado- atesorar periódicos y usar las hojas como recipiente.
El paquete se lanza después por la ventana. Ventilas el cuarto, difuminas el olor a mierda y a escribir, que son dos días.
Ya no quedan restos en Irak de nuestra tropelía, pero en aquellas fechas había circulando por las casi desiertas calles de la capital por los menos una veintena de taxis con ‘regalos‘ malolientes en el techo.
PRICE Y EL RIESGO DE DORMIR CON EL ENEMIGO
Sobre Price se sabe lo que comía en San Petersburgo, pero se desconoce como se las arregló con el vestuario o el cuarto de baño.
Desde el primer instante los comunistas hicieron gala de una de sus grandes obsesiones: el control de los medios de comunicación.
En sus desvelos por evitar informaciones no deseadas, el comisario Maksim Maksímovich Litvínov negó visado de entrada a todo periodista extranjero cuyos puntos de vista no simpatizaran con el nuevo sistema. Durante bastantes meses ningún corresponsal pudo acceder al interior de Rusia.
El que todo el peso de la cobertura informativa de la Revolución bolchevique recayera sobre los hombros de un solo hombre hizo imposible la objetividad, sobre todo cuando comenzaron a brotar los fantasiosos informes que redactaban los corresponsales que acompañaban a las fuerzas expedicionarias.
Price fue constantemente criticado como «aliado objetivo del enemigo», y eso contribuyó a escorar sus artículos a favor de los revolucionarios.
Las crónicas de la época son un repertorio de inexactitudes donde lo más destacado era el inconsistente optimismo sobre la inminente victoria de los contrarrevolucionarios y el habitual rosario de horrores.
Una de las salvajadas más citadas fue que los soldados rojos martilleaban clavos en los hombros de los oficiales blancos… un clavo por cada estrella de las charreteras.
Aunque en el proceloso mundillo periodístico no siempre se reconocen los méritos, Reed, Price y Ransome -los tres únicos reporteros que asumieron su deber profesional- tuvieron su cuota de gloria.
John Reed contrajo el tifus en 1920, falleció en Moscú cuando acababa de cumplir los treinta y tres años y fue enterrado en el muro del Kremlin, junto al mausoleo de la plaza Roja donde todavía reposa la momia de Lenin.
Su ‘Diez días que estremecieron al Mundo’ figura entre los grandes clásicos del reporterismo.
Arthur Ransome, el hombre del Daily News, escribió dos libros sobre sus experiencias, fue contratado por el Guardian, se casó con la secretaria de Trotsky y falleció en 1967, a los ochenta y tres arios.
Price salió de Rusia tras el armisticio, se instaló en Berlín como corresponsal del Daily Herald, retrasó su regreso a Gran Bretaña a la espera de que se aplacase la animosidad contra él, fue elegido diputado laborista en 1929 y estuvo en el Parlamento casi treinta años. Murió en 1973, totalmente convencido de que siempre había actuado correctamente.
Un fenómeno como el de Price -durante dos años fue el único reportero internacional en el bando ganador de un conflicto de trascendental relevancia- parece irrepetible.
ESTO YA NO ES LO QUE ERA
Esto ya no es lo que era. En la actualidad, por culpa del avión a reacción y de instituciones como el Club Mediterráneo, puedes encontrarte cuerpo a tierra en las Chimbambas, aterrorizado por el fuego graneado de los morteros y que surjan como salidos de la nada varios médicos, abogados y expertos fiscales, acompañados por sus respectivas esposas.
Todos impecablemente embutidos en primorosos chalecos y esmerados pantalones adquiridos con tarjeta de crédito en una de las tiendas de la cadena «Banana Republic».
Tampoco se puede descartar la aparición de un grupo de voluntarios de una organización no gubernamental, entre los que es posible encontrar desde sinceros «objetores de conciencia» hasta caraduras de tomo y lomo.
Chris Lafaille, ahora al servicio de la revista Paris Match, y Etienne Montes, que ha postergado la fotografía de guerra para cultivar sus viñas en Perpignan, suelen comentar que siempre será más divertido pasear por Mostar en un coche financiado por la Unesco, comer filetes de buey a cuenta de la solidaridad internacional y acostarse con rollizas alemanas con la cabeza llena de pájaros que quemar la juventud estudiando con vistas a los exámenes de septiembre o apretando tornillos como un autómata en una fabrica.