Entre las anécdotas de gente extraña en medio de una guerra, una de las más hilarantes tuvo como escenario Bagdad en enero de 1991 y como protagonistas a los miembros de un grupo de rock español denominado ‘Hoy me Siento Italiano y Musical’.
Lo de los rockeros fue un grotesco ejemplo de lo que son capaces de hacer algunos por salir en los papeles.
A finales de 1990, al ver a la exuberante Marta Sánchez partir hacia el Golfo para animar a las tripulaciones de los tres barcos españoles destacados en la zona, los músicos se ofrecieron para algo parecido al Ministerio de Defensa.
Los funcionarios remitieron a los rockeros a RTVE, donde solo les dieron largas y buenas palabras.
Fue entonces cuando el avispado manager del grupo tuvo una ocurrencia taimada: ponerse a disposición del gobierno de Saddam Hussein para actuar ante sus tropas en las trincheras de Kuwait.
Los iraquíes reaccionaron encantados pero, alegando razones presupuestarias, aconsejaron a los músicos acercarse a la embajada jordana en Madrid y negociar allí un descuento en los pasajes de avión.
Al cabo de dos meses de arduas gestiones llegaron los preceptivos visados, aunque para desgracia del grupo la embajada hizo coincidir su viaje a Bagdad con la fecha del vencimiento del ultimátum aliado. Como de lo que se trataba era de obtener publicidad gratuita y páginas en los periódicos, los rockeros tomaron el avión.
El 14 de enero de 1991 aterrizaban en Bagdad, donde el Ministerio de Información iraquí los dotó de coche oficial, guía oficial, programa oficial y alojamiento a cuerpo de rey en el hotel Meliá Mansur.
El 15 de enero me topé los componentes de ‘Hoy me Siento Italiano y Musical’ comiendo a dos carrillos en el buffet del hotel, y uno de ellos proclamó sin ruborizarse:
«Lo nuestro no es como lo de Marta Sánchez; aunque bajemos a Kuwait, nosotros no vamos a cantar a los soldados sino a las personas; nosotros estamos por la paz.»
No bajaron a Kuwait ni a sitio alguno. Esa noche, para que no volvieran a Madrid de vacío, los funcionarios iraquíes concertaron una actuación en la Fiesta de la Victoria del Hotel Palestina, que es dónde nos alojábamos Juan María Calvo, enviado de la agencia EFE, Igor Mihalev, los periodistas soviéticos y yo.
A las doce en punto, cuando la gente creía que finalizaba el plazo del ultimátum, que en realidad vencía a las doce de la noche, hora de Nueva York -las ocho de la mañana del día siguiente, hora de Bagdad-, los músicos subieron a un sencillo escenario dominado por la efigie del presidente iraquí en uniforme de mariscal de campo.
Allí, tan panchos, interpretaron ‘Las bragas náuticas’. Dichosamente para ellos, ninguno de los piadosos musulmanes de la sala -ni siquiera los bigotudos que danzaban por su cuenta dando vivas al «Gran Saddam»– estaba en condiciones de comprender el texto del estribillo:
«Vente conmigo al malecón con un par de tías y un porrón.»
Durmieron los chavales hasta bien entrada la mañana, se pusieron morados en el buffet de nuevo y arreglaron todo para retornar rápidamente a España.
Cuando ya se las prometían tan felices, esa noche y ya muy tarde, estalló la guerra y se les vino el mundo encima.
Pasaron ocho horas afligidos, lagrimeando, implorando un taxi y, si no llega a ser por que el equipo de RTVE, del que formaban parte Angela Rodicio, el camára José Luis Márquez y Miguel de la Fuente, alquiló una furgoneta por un millón de pesetas y les hizo un hueco, se hubieran quedado en Bagdad una temporada viendo caer bombas y misiles.
El largo viaje desde Bagdad a Ruweislhid, en la frontera jordana, venía a costar unos 500 dólares en tiempos normales, pero en la desesperación de la huída, hubo equipos y grupos de periodistas, incluidos los 17 españoles, que llegaron a pagar veinticinco veces esa cantidad, a los aprovechados y voraces taxistas iraquíes, compinchados siempre con los agentes del Ministerio de Información del sátrapa.
Cuenta Arturo Pérez Reverte, en su libro «Territorio Comanche», que Márquez lloraba de rabia agarrado a la cámara «porque la Niña Rodicio no quiso quedarse» en Bagdad, cuando lo hicieron Petter Arnett, Alfonso Rojo, John Simpson y una veintena de esforzados.
Para Ángela Rodicio, que había iniciado su relación laboral con Televisión Española en 1989, cubrir la Guerra del Golfo -a pesar de esa pifia inicial- fue la rampa de lanzamiento de una notable carrera profesional.
Retornó a Bagdad, con los equipos de BBC, ITN y France Press, cuando ya iban tres semanas de bombardeo aliado, y tras el conflicto se convirtió en corresponsal de TVE para el centro y el este de Europa, con despacho en Budapest, la capital de Hungría.
Desde allí fue siguiendo la guerra de Bosnia, pasando la mayor parte del tiempo en Sarajevo, hasta enero de 1996.
Fue en esa guerra donde coincidió con Arturo Pérez Reverte, reportero de TVE en la zona por aquel entonces.
En «Territorio Comanche», publicado en 1994, Pérez Reverte dedica un párrafo demoledor a Ángela Rodicio. Comienza recordando la figura del periodista Paco Eguiagaray, a quien se refiere como «el gran especialista» en el este europeo.
A continuación explica cómo Eguiagaray solía referirse al tema mientras invitaba a champaña helado en Viena, Zagreb o Budapest a los colegas más jóvenes, que recurrían a él en busca de doctrina y experiencia.
«Acudían todos, salvo la Niña Rodicio, que después de sólo dos años de periodismo activo se había transformado directamente de modosa becaria en pozo de experiencia, y no necesitaba doctrina de nadie, ni siquiera cuando confundía los calibres, hablaba de los B-52 bombardeando en picado, o permitía que Márquez o los cámaras que trabajaban con ella le sacaran las castañas del fuego».
«Quizá por eso -continúa Pérez Reverte- la Niña Rodicio hablaba mal de Paco Eguiagaray, de Alfonso Rojo, de Hermann Tertsch y de todo el mundo, y trataba a patadas a la gente de su equipo. Como decían Miguel de la Fuente, Fermín, Álvaro Benavent y los que tuvieron el privilegio de vivir de cerca el asunto, trabajar con ella era igualito que hacerlo con Ava Gardner«.
EL BELLO RODOLFO VALENTINO
La satisfacción de Morgan Philips Price por su cobertura de la Revolución Bolchevique estaba justificada, pero no oculta que el reporterismo no brilló excesivamente durante esa etapa.
Analizados con perspectiva histórica, los años transcurridos entre 1914 y 1920 fueron uno de los puntos mas bajos de esta profesión. A partir de ahí, solo se podía ir hacia arriba, y eso fue lo que ocurrió cuando una nueva generación de corresponsales comenzó a empujar.
Los años veinte, con todo su esplendor, fueron una época de desquiciada extravagancia.
En 1923, debido a la sensación creada por la película ‘The Sheik’ de Rodolfo Valentino, el Chicago Tribune envió a su mejor especialista, Floy Gibbons, al Sáhara con la misión de hacer reportajes sobre verdaderos jeques y reflejar su sex appeal ante las mujeres norteamericanas.
Durante tres meses Gibbons surcó las arenas del desierto en una caravana de camellos. Bajó hasta Tombuctú y culminó su odisea desilusionado:
«En ningún lugar encontré deslumbrantes y bellos jefes, capaces de arrebatar el corazón a las anglosajonas… los jeques reales son muy poco románticos.»
Una experiencia muy similar sobre los encantos del desierto fue la que obtuve yo en 1981, cuando entré en Mauritania para hacer un reportaje sobre los últimos esclavos y terminé enrolado en una caravana que acarreaba piedras de sal desde la remota población de Tichit hasta Nioro, en Mali.
Por esa ruta discurrió en enero de 1995 una etapa del rally Granada-Dakar.
Además de ser de una guarrería extrema, los cuatro moros no entendían una palabra de francés, me hicieron padecer un hambre inenarrable y se pasaron los catorce días de travesía dando estacazos a los cerriles camellos.
Para colmo, resultó un viaje de una monotonía aniquiladora. Ir bamboleándose en la joroba de un dromedario no es una experiencia recomendable y caminar varias horas detrás de una fila de treinta animales imprevisibles provoca alucinaciones.
Los reporteros surgidos en los años veinte, entre los que el más sonoro fue Ernest Hemingway, tenían el firme propósito de informar a la opinión publica de forma veraz, objetiva y brillante, pero, como se demostró muy pronto en Abisinia y posteriormente en la Guerra Civil española, no siempre fueron capaces de cumplimentar esos tres requisitos.