La historia, los secretos, los vicios y las virtudes de los corresponsales

REPORTERO DE GUERRA: Los canibales profesionales (XLVII)

Los trucos y las trampas son tan comunes en periodismo como en política

REPORTERO DE GUERRA: Los canibales profesionales (XLVII)

No hay nada que estimule mejor el talento inventivo de un enviado especial que la posibilidad de entrar a saco en las cuentas de gastos.

El ‘mal‘, que germinó al calor del hambre y la necesidad durante la Guerra de Secesión americana, se ha convertido en epidemia con momentos álgidos a lo largo de la historia.

Uno, casi fundacional, se produjo durante la conquista de Abisinia y no precisamente de la mano de los italianos que después han demostrado ser los grandes maestros del género, sino de los pudibundos periodistas anglosajones.

En el telégrafo se pagaba por palabra y los corresponsales destacados en Addis Abeba elaboraron un complicado diccionario para engañar al operador del morse.

Así, frases como «mientras caía la lluvia», quedaron reducidas a «mienlluv» y «los soldados partieron hacia el frente» era transmitido como «solparfre».

El duce Benito Mussolini conquista Abisinia.

El ingenio de los reporteros permitió a estos embolsarse algo de dinero con el que ir tirando sobre el terreno, pero se convirtió en un quebradero de cabeza en las redacciones, donde hubo que buscar a toda prisa «expertos decodificadores» y reinventar crónicas íntegras porque muchas eran ininteligibles.

Uno de los que tuvo peor estrella con el telégrafo y las transmisiones fue Evelyn Waugh, quien se enteró de que la invasión italiana era inaplazable y maquinó escribir su despacho en latín para desorientar a sus competidores.

Ninguno de los colegas de Waugh que husmearon en la estafeta etiope, descubrió lo que decía aquella extraña nota, pero lo mismo ocurrió en la redacción londinense del Daily Mail, donde uno de los editores arrojó furioso la preciosa crónica a la papelera.

Cónica de la guerra en Abisinia, en el Daily Mail.

Los trucos y las trampas son tan comunes en periodismo como en política.

Proteger una exclusiva se considera un acto de legítima autodefensa profesional. Se admiten cosas que en otras circunstancias serían inaceptables.

Harold King, uno de los pilares de la Agencia Reuter durante la Segunda Guerra Mundial, estaba en Moscú cuando Winston Churchill acudió a la capital rusa a entrevistarse en secreto con Joseph Stalin.

Para evitar riesgos al premier británico, se prohibió taxativamente informar de la visita mientras Churchill estuviera al alcance de la Luftwaffe. A la espera de la luz verde, King despachó dos diligentes secretarias hacia la oficina de correos soviética.

Allí solo había dos taquillas y las muchachas las coparon y empezaron a remitir al unísono y sin tregua complicados telegramas a todos los parajes del mundo. Cada vez que veían asomar la cara de un periodista, las secretarias entregaban un nuevo mensaje.

Pagaban en cada ocasión con un billete de mil rublos, lo que obligaba al funcionario a perder mucho tiempo buscando cambio.

Stalin y Churchill.

Cuando la embajada británica levantó el embargo sobre la visita de Churchill, el competitivo King lanzó su telegrama y mantuvo bloqueadas las líneas largo rato, lo que le granjeó el odio eterno de sus competidores pero supuso para su agencia una primicia mundial.

Un scoop significa poseer en exclusiva una información. Para ello hay que luchar sin tregua contra todo el mundo, especialmente contra los colegas, aunque sean amigos o compatriotas. No hay enemigo pequeño.

Una variedad de competidor aparentemente inocua, que florece en los bares de los hoteles y es muy dañina si tiene buena pluma, se caracteriza por cubrir los acontecimientos entrevistando a otros periodistas o canibalizando en las imágenes que captan los equipos de televisión.

Sus antecesores, ya desaparecidos, eran los expertos en descifrar la cinta amarilla del telex. Había picaros capaces de leer a la perfección los agujeros de la banda amarilla que habías dejado tirada al terminar.

La estudiaban, ‘traducían‘ y te hacían un traje porque contaban lo mismo que tú y a veces mejor.

Hace treinta años, en la era pre ordenador personal, estos granujas pululaban entre las máquinas de telex husmeando disimuladamente en las papeleras, como hacían los rivales de Waugh en Abisinia.

El periodista Laurence Stallings antes de salir para Abisinia.

Laurence Stallings, el norteamericano llegado en moto con sidecar a la Guerra de Abisinia, se dedicó en los primeros días de su estancia en Adis Abbeba a colocar carteles por la ciudad en los que se proclamaba textualmente:

«O.K. boys, podéis empezar la guerra porque Stallings ya esta aquí, ya me he gastado mil dólares y todavía no he oído un tiro.»

La técnica del cartel-octavilla hizo escuela y se duplica en casi todas las contiendas.

En Sarajevo, durante los meses más terribles del asedio serbio, el francés Paul Marchand solía recorrer a toda velocidad la azarosa ‘Sniper Alley’ la letal ‘Avenida de los Francotiradores‘- en un desvencijado Peugeot blanco sobre el que había rotulado con pintura negra:

«No malgastéis vuestras balas. ¡Soy inmortal!»

El coche de Marchand fue ametrallado a mediados de 1993 cuando cruzaba el aeropuerto de Sarajevo y «el inmortal», con un brazo semiseccionado y el otro hecho astillas, fue evacuado en un avión de la ONU a Paris.

Dandy, bocazas, muy fanfarrón y amante de los habanos y de una buena copa, tenía horror a los memos y a los mangantes.

Marchant, que se terminó instalando en Canadá y haciendo apariciones explosivas en televisión, se suicidó el 20 de junio de 2009. Era un buen amigo.

El periodista francés Paul Marchand.

Otra de las peculiaridades de la cobertura de la Guerra de Abisinia, que después se ha convertido también en pauta general, fue la dependencia de los guías-intérpretes locales.

De todos los periodistas extranjeros destacados en Addis Abeba, solo un lituano que trabajaba para la Associated Press hablaba amárico.

Durante la Guerra del Golfo, prácticamente ninguno de los corresponsales extranjeros en Bagdad dominábamos el árabe.

Todos estuvimos estrechamente controlados por los minder que nos asignaba el Ministerio de Información de Saddam Hussein.

Reportero con chaleco antibalas, herido en combate.

Los minder iraquíes configuraban un mundo muy peculiar.

Dependían de Naji Sabri Hadizi, viceministro de Información que terminó revelándose como agente de la CIA, y en segunda instancia de Sadun Al Janabi, el corpulento jefe de Protocolo, pero entre ellos había diversas categorías.

Básicamente se dividían en tres grupos. Los intérpretes del Ministerio, los periodistas procedentes del Bagdad Observer y los agentes de la Inteligencia.

Llevarse bien con el intérprete-guía-censor no era todo, pero ayudaba bastante. Algo parecido ocurre con el conductor.

Por chocante que suene, lo mismo que el cuarto de baño se convierte en una pieza clave de tu existencia cuando estás en zona de guerra, los taxistas, telefonistas, camareros, peluqueros, médicos y sacerdotes que te cruzas, terminan por ser vitales para tu supervivencia profesional.

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Autor

Alfonso Rojo

Alfonso Rojo, director de Periodista Digital, abogado y periodista, trabajó como corresponsal de guerra durante más de tres décadas.

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