A Ernest Hemingway no se le puede echar en cara que no se acercara a la batalla, la condición inexcusable según Robert Capa para ser buen reportero, sino que su imaginación y sus pasiones se sobreponían a menudo a la obligada fidelidad con los hechos.
El periodismo de guerra profesional tiene tres siglos de existencia y rebuscando en los nombres de los grandes reporteros no se me ocurre nadie, ni siquiera el mítico William Howard Russell autor de una crónica memorable sobre la malhadada carga de la Brigada Ligera en Balaclava o el pequeño Ernest Pyle muerto en Okinawa el 18 de abril de 1945 tras firmar los despachos más emotivos de la II Guerra Mundial, que tuviera ni de lejos el talento literario de Hemingway.
Si hay, sin embargo, muchos que han hecho realidad la máxima de Capa, incluidos de forma notable y reciente varios españoles.
A vuelapluma se me ocurren nombres como Julio Fuentes, Javier Espinosa o Miguel Gil Moreno.
A Julito, un tipo que se vestía por los pies y murió en 2001 acribillado por mujaidines talibanes en Afganistán, ya le hemos dedicado un capítulo.
De Javier, corresponsal de ‘El Mundo’, secuestrado en 2013 por una banda de psicópatas musulmanes europeos cerca de Raqqa, la capital del llamado Estado Islámico y mantenido en cautiverio 194 días, hablaremos más adelante.
Hoy toca Miguel Gil, uno de los personajes más notables que han pasado por el periodismo español en la últimas décadas.
Miguel era amigo mío. De verdad, mucho más allá del sano pero tenue afecto que existe entre colegas.
Cuando se adquiere veteranía, lo que no está necesariamente relacionado con la edad, sino con la experiencia, se establece entre los corresponsales de guerra esa camaradería de vestuario que sólo tiene parangón en el Ejército o entre los marineros.
En esas memorables ocasiones en que se coincide, para cenar, bromear y perder el tiempo, la charla es mucho menos una conversación que un concurso: una serie de monólogos sucesivos cuyo objeto es dejar patente quién ha visto las escenas más horrorosas o asumido los mayores riesgos. Miguel no era así.
A él no le gustaba hablar de la guerra, de las exclusivas o de sus éxitos, que fueron muchos. Detrás de su estampa acipresada y cervantina, escondía un alma tierna, casi infantil.
Citaba con frecuencia a Pato, que era como llamaba a su madre, hablaba de su hermana pequeña, soñaba con tener hijos, preguntaba por la gente, por los compañeros, por la familia y hasta buceaba en los recovecos del alma propia y ajena.
Miguel no era de los que se asustaban con el mínimo latido irregular de su corazón, pero sabía preocuparse de la gente y jamás dejaba tirado a un compañero.
Había nacido en Tarragona, el 21 de junio de 1967 y era el segundo de cuatro hermanos.
A finales de 1980 su padre falleció en un accidente de tráfico y la familia se trasladó a Barcelona, donde él terminó el bachillerato y estudió Derecho.
Una vez licenciado, realizó prácticas en un bufete laboralista, pero pronto abandonó su labor como abogado, soñando con ser corresponsal de guerra.
Recuerdo nítidamente el día en que vino a verme a la redacción de ‘El Mundo’, contó que había estudiado en la Universidad, que estaba ejerciendo de picapleitos y me dijo con ojos brillantes como ascuas que se iba a Yugoslavia a hacerse corresponsal.
Conservaba cierto aire adolescente y mucha blandura en el corazón, pero en su interior alimentaba una confianza ciega en su buena fortuna.
Me impresionó, porque llevaba su destino escrito en el rostro, demacrado y largo, como los de los personajes de El Greco.
Le expliqué que era complicado, que la prensa española es cruel y miserable con el colaborador, que las transmisiones son costosísimas y que la competencia de las agencias es despiadada, pero Miguel era inasequible al desaliento.
Partió encaramado en su moto y llevando por todo equipaje un par de botas, un saco de dormir, alguna camisa, una cazadora de cuero, una radio de onda corta, un casco militar y poco más. Se sentía eufórico.
Era libre, tenía el destino en sus manos y ni siquiera se le pasaba por la cabeza la posibilidad de fracasar.
Le asaltaron en una carretera y le robaron la moto, pero no se arredró. Tiró para delante y poniéndose el planeta por montera, empezó a mandar reportajes al diario ‘El Mundo’ y a la Cadena SER.
Sufrió lo indecible, acosado por burócratas cicateros que desde el periódico y la radio se negaban, por el simple placer de parecer importantes, a decolgarle el teléfono o pagar sus llamadas.
Pasado el tiempo resulta inevitable volver la vista atrás, con tanta nostalgia como rencor, hacia aquellos días, en los que todo parecía volverse contra él y durante los que Miguel tuvo que hacer de conductor para las cadenas de televisión en Sarajevo.
Arriesgó la vida cotidianamente saliendo y entrando de la ciudad sitiada y cruzó una y otra vez líneas de combate, que los demás sólo osábamos atravesar aterrorizados, cuando llegábamos de nuevas y el día que nos ibamos.
Sobre el terreno, trabajaba con escalofriante seriedad, pero siempre encontraba un hueco para el afecto y eso le hizo enormemente popular, tanto entre los extranjeros, que le llamaban ‘Migüel’, con acento inglés, como entre los españoles, para los que siempre fue ‘Miguel‘.
Que hubiera llegado a su primera guerra, la de Bosnia, en moto, y tuviera las pelotas de sortear cada poco a los letales francotirados apostados en los vericuetos de los senderos del Monte Igman, contribuía a la leyenda.
Fue en Sarajevo, durante esa etapa crucial, cuando Miguel se asomó por vez primera al abismo de la muerte, descubrió la naturaleza atroz de la guerra y forjó la estructura profesional de lo que iba a ser poco después.
Era uno de los periodistas más populares de la ‘tribu‘. Tenía facilidad para los idiomas, se enamoraba locamente en cada conflicto, volvía periódicamente a su Barcelona natal a lamerse las heridas del corazón y era muy valiente.
Siempre se dice que hay que ir «lo más rápido y lo más lejos posible», pero eso no vale de nada si no vuelves al hotel en condiciones de escribir y transmitir tu crónica.
Miguel lo sabía, pero amaba ir hasta el fondo de las historias y no se dejaba intimidar.
El perenne dilema en ‘territorio comanche‘ es que demasiado lejos no consigues la imagen y demasiado cerca no queda salud para contarlo.
El afán de estar cerca le hizo quedarse en Pristina, la capital de Kosovo, cuando la OTAN inició los bombardeos sobre Serbia y todos fueron expulsados; lo que le empujaba a permanecer durante meses en las heladas montañas de Chechenia.
En el Zaire, cuando se desmoronaba el régimen de Mobutu, casi lo mataron a culatazos los sicarios del dictador, pero no se arredró. Volvió a los pocos días y siguió informando.
Para poder trabajar a conciencia, el reportero de guerra necesita moverse autoconvencido de que circula por el mundo envuelto en un aura de inmortalidad.
Es algo irracional, que no soporta la mínima prueba estadística y se viene al suelo si se repasa la larga lista de periodistas caídos en acción; pero todos los que se dedican a esto lo dan por supuesto.
El 24 de mayo de 2000, mientras desarrollaba su labor profesional para Reuters y se encaminaba en Sierra Leona en un camión hacia el volátil frente rodeado de soldados, una emboscada guerrillera acabó con su vida y con la de su colega y amigo Kurt Schork.
Tras su fallecimiento, las autoridades de Sarajevo entregaron a la directora de su agencia en Bosnia el pasaporte de Miguel como ciudadano bosnio.
Tanto él como Kurt eran dos profesionales de verdad. Tenían la piel curtida por el humo de mil combates e instinto para barruntar dónde hay que parar y dar media vuelta.
Eran los mejores y por eso su muerte fue tan tremenda, tan injusta, tan dolorosa para todos los que los habíamos conocido.
Miguel, a diferencia de lo que se estila en la profesión, era creyente. Yo estoy seguro de que está en el cielo.