El haber estado realmente en peligro acerca humanamente a los viejos soldados, a los viejos marinos, a los viejos pilotos e incluso a los viejos corresponsales en un sentido que no es comprensible para los que no han compartido ese sentimiento»
La reflexión de la valiente Marguerite Higgins sobre la noble hermandad que se establece entre los reporteros de guerra es muy acertada, pero no justifica que ni ella ni los hombres de trinchera esquivaran como periodistas el racismo imperante en la Guerra de Corea o la rampante corrupción de los surcoreanos.
Tampoco revelaron, y podían haberlo hecho, que las tropas de la ONU habían dinamitado el hielo en el rio de Seúl para evitar que cruzaran los refugiados civiles y atestaran la carretera por la que planeaban viajar los militares en retirada.
Una noticia que jamás se filtró fue que hubo dos ocasiones en que faltó muy poco para usar la bomba atómica.
La primera vez, el general Douglas MacArthur, presionó infructuosamente al presidente Harry Truman y en la segunda estuvo a punto de convencer al presidente Dwight D. Eisenhower, quien habría dado su autorización si los norcoreanos no hubieran aceptado el armisticio en 1953.
Al margen de los terribles sufrimientos infligidos a millones de civiles inocentes, otro aspecto del conflicto en el que los reporteros apenas hicieron hincapié fue el volátil comportamiento bélico de miles de soldados norteamericanos.
Una de las quejas más frecuentes de los militares aliados fue que los estadounidenses no eran fiables. En el caso concreto de los prisioneros, la vacilación adquirió proporciones bochornosas.
Un hecho -no desvelado hasta el fin del conflicto- fue que, aunque chinos y norcoreanos mantuvieron a más de diez mil soldados aliados en campos carentes de alambradas o barreras físicas, ni un solo cautivo logró escapar en tres años.
La cooperación con los carceleros era tan estrecha y entusiasta que estos sabían todo lo que ocurría al instante.
De los siete mil reclusos estadounidenses, muchos abandonaron toda esperanza y se dejaron morir.
El 70% colaboró con el enemigo en algún grado, escribiendo cartas favorables a los comunistas o haciendo sonrojantes declaraciones por la radio.
El deterioro de la moral fue total y los soldados se negaron desde el principio a obedecer a sus oficiales también prisioneros y a ayudar a los mas débiles o necesitados.
En contraste, los miembros de la Brigada Turca, la menos sofisticada del contingente de la ONU, se negaron a hablar con sus captores, mantuvieron una disciplina estricta, cuidaron a sus enfermos, se resistieron a doblegarse y no perdieron un solo hombre en cautiverio.
Los chinos y norcoreanos encerrados en la isla de Koje llegaron a abrir un segundo frente en el campo de concentración, atraparon al general Frank Dodd, le obligaron a firmar un documento cediendo a sus demandas y solo se rindieron cuando el mando estadounidense envió desde Japón carros blindados y paracaidistas para sofocar la revuelta.
En lugar de ahondar en las causas profundas de este colapso moral sin precedentes en la historia militar de Estados Unidos, la mayor parte de los corresponsales aceptó de buena gana la versión oficial que atribuía lo ocurrido a las técnicas de «lavado de cerebro», la tortura y la «maldad comunista».
La única excusa al desconcierto de los soldados es que reflejaba en cierta medida la confusión existente en torno a los objetivos de la intervención.
Aunque los reporteros de Corea hicieron gala de un admirable coraje físico en el campo de batalla, en su inmensa mayoría carecieron del valor moral o la inspiración imprescindible para preguntar y preguntarse sobre las causas de la guerra o su naturaleza.
Una de las excepciones fue Randolph Churchill, hijo del ex primer ministro británico y evidente heredero de parte de sus genes. Hasta que fue herido en una pierna y transferido a un barco-hospital, Randolph solía pasear por el frente embutido en un uniforme diseñado por el mismo.
El atuendo despertaba invariablemente la rechifla de sus colegas, lo que nunca arredró al joven Churchill.
«Vosotros, los americanos, podéis parecer mecánicos de un garaje – decía en un tono suficientemente alto para que le oyera todo el mundo-. En mi caso es distinto; yo debo ir siempre adecuadamente vestido.»
Salvando las distancias, es casi lo mismo que replicó a un desastrado novato el distante Hermann Tertsch, por aquel entonces delegado en Europa Central del diario ‘El País’ y ahora eurodiputado por VOX en Estrasburgo, cuando el ahora analista se personó en el Holiday Inn de Sarajevo a mediados de 1993 ataviado con su sempiterna corbata y un impecable chaleco antibalas.