Un remoto valle al este de la sierra peruana es el lugar perfecto para el cultivo de la coca

Los jóvenes mochileros que arriesgan sus vidas en el valle de la cocaína

No hay manera fácil de contrabandearla, por lo que los traficantes contratan a jóvenes que lo hacen a pie

Los jóvenes mochileros que arriesgan sus vidas en el valle de la cocaína
Los mochileros conocen trucos para poder sobrevivir en los Andes y en la selva BBC

Un remoto valle al este de la sierra peruana es el lugar perfecto para el cultivo de la coca.

Perú es uno de los países que más cocaína produce en el mundo y es aquí donde se origina más de la mitad. Pero no hay manera fácil de contrabandearla, por lo que los traficantes contratan a jóvenes que lo hacen a pie.

Son los mochileros.

En cualquier momento probablemente hay cientos recorriendo las montañas y cruzando la selva tropical con miles de dólares en cocaína a sus espaldas.

Es uno de los trabajos más peligrosos en la industria de la cocaína.
Un adolescente arranca una hoja tropical de gran tamaño de una rama. Quita el tallo y luego con las dos manos la tuerce hacia fuera.

La humedad corre como si saliera de un pequeño grifo, pura e ininterrumpida.

En un viaje a través de la densa jungla, saber qué plantas pueden calmar la sed es una pequeña técnica de supervivencia

Daniel es un mochilero, uno de los miles de jóvenes peruanos que van de excursión con una carga ilícita de cocaína desde el valle de tres ríos -el Apurímac, Ene y Mantaro- a puntos de escondite secreto o pistas de aterrizaje clandestinas desde donde se traslada la droga por otras vías.

Conocido localmente como el Vraem -una contracción en español de Valle de los Ríos Apurímac, Ene y Mantaro- esta es una de las regiones más pobres de Perú.

Daniel vive aquí en un pueblo con sus padres y hermanos y a la edad de 18 años es un veterano del negocio de la cocaína.

«Empecé a trabajar con las drogas cuando tenía 14 años», recuerda. «Llegué a conocer el jefe local y me contrataron para trabajar en un laboratorio de producción de cocaína a partir de la hoja de coca. Aprendí a utilizar los productos químicos desde que tenía 15 años. A los 17, empecé a transportar la droga».

La mayoría de los viajes con los que Daniel se compromete son largos: dos semanas para llegar a su destino y 10 días para volver a su casa. Lleva 15 kg de cocaína. Es una carga valiosa, y su trabajo es peligroso; demasiado peligroso para que sea identificado públicamente.

En Perú, un kilogramo se vende por alrededor de US$ 1.200. Su valor es 20 veces superior en el comercio al por mayor en Miami. Vendido a los consumidores de drogas en Londres o París, ese polvo blanco que parece inocuo tiene un valor de más de US$75.000 por kilo.

Muchos mochileros se desplazan en pequeños grupos de 10 a 20 personas. Pero Daniel camina con otros, entre 100 y 150 en total, y juntos trasladan drogas en cantidades industriales.

Estos viajes lo llevan hacia el norte del valle. O viaja en una dirección sudeste, pasando cerca de la meca del turismo, Machu Picchu, hacia la ciudad de Cuzco.

Los mochileros están bien organizados y preparados para los ataques, ya sea de grupos rivales o de la policía.

«Los de la parte delantera tienen armas grandes, como un Galil de cañón largo o un Mauser. Los que están al final de la fila llevan pistolas, como una Browning. Nuestras filas son muy largas, y caminamos con dos o tres metros entre nosotros. Si hay un ataque, los muchachos delante caen primero. Cuando estás en la parte de atrás y escuchas los disparos, sólo corres y escapas».

Dice que compran las municiones de policías corruptos. A menudo estos las ocultan en los cubos con restos de comida y basura afuera de los cuarteles de la policía, de donde los mochileros las recuperan.

Pero los asaltos y tiroteos no son los únicos peligros. Los viajes en sí son físicamente exigentes, y estos jóvenes se desplazan en lo alto de los Andes por antiguos caminos incas, y hacia abajo en la cuenca del Amazonas a lo largo de rutas desbrozadas a través del bosque virgen. Pueden ser traicioneras.

«En una de las rutas, se pasa una montaña y la caída al río abajo es quizá de 800 metros. Uno va por un camino que es tan estrecho que tiene que caminar de costado con la espalda contra la montaña, llevando su mochila delante. A veces es resbaladizo, y la gente se cae».

Daniel no sonríe mucho. Su rostro es casi inmóvil, incluso cuando habla. Es pequeño y musculoso, como un soldado curtido en la batalla y parece mayor que la edad que tiene. En cada viaje que Daniel ha hecho, tres o cuatro mochileros han perdido la vida.

«Yo he metido familiares y amigos a este negocio. Viajamos juntos. Pero 10 de ellos han muerto. Algunos eran parientes cercanos, primos con el mismo apellido que yo. Es muy doloroso dejar atrás a un primo en un sendero en algún lugar».

De esos 10 hombres jóvenes, cuatro cayeron en el río y los otros fueron víctimas de lesiones menores que les impedían continuar. Con tratamiento habrían sobrevivido, pero solos, con comida y agua limitada, murieron.

«Tal vez te pica un insecto y tienes una infección. Hay plantas que pueden curar, pero no están disponibles en todas partes. O te caes o te cortas. Tus pies se hinchan y cambian de color. Entonces no puedes caminar. Tus pies se pudren y las hormigas entran en la herida. No puedes andar a causa del dolor. Y no hay nadie para ayudarte… los otros sólo te dejan. Así es como termina tu vida»,

relata.

«Uno trata de ayudarlos el primer día, pero luego te cansas y tienen que quedarse atrás».

«En esta línea de trabajo, nadie es responsable (de ti), o le importas, cuando te mueres».

El miedo a perder su propia vida aún no ha convencido a Daniel. El dinero es demasiado tentador. Le pagan US$2.000 por cada viaje de ida y vuelta. Más si lleva su propia arma. Es una pequeña fortuna en el valle.

«Si se piensa en los riesgos, entonces hay riesgos. Si usted piensa que podría morir, entonces usted podría morir. Pero si dices que no a esos pensamientos, la fe mueve montañas».

Valle de la coca

El arbusto de coca es una planta sin pretensiones; sus hojas no son gruesas, y no crece a gran altura. En el Vraem está en todas partes.

Las plantaciones masivas se extienden hasta donde alcanza la vista. Los jóvenes como Daniel han crecido en esta cultura de la coca, que es parte de su vida.

En cada pueblo, las hojas recién cortadas se vierten de sacos a láminas de plástico de gran tamaño. Son aplastadas con los pies descalzos, y se distribuyen de manera uniforme a secar al sol.

La mayoría de los agricultores en el Vraem cultivan coca, y eso no es ilegal. Las tiendas venden hojas por bolsas y cuando se mastica o se prepara como té es un estimulante suave y supresor del apetito, y también puede ayudar con el mal de altura.

Las hojas de coca también se pueden usar para tratar de adivinar el futuro. Para muchos peruanos la planta es venerada y sagrada. Los conecta con sus antepasados incas e incluso con aquellos les precedieron.

Pero a pesar de que no está en contra de la ley cultivar coca, es ilegal procesar las hojas y producir la base de coca de la que se hace el clorhidrato de cocaína en polvo.

Por supuesto, el suministro de las hojas a los narcotraficantes está prohibido también.

En el corazón del valle está la ciudad de Llochegua, un centro comercial que sirve pequeñas comunidades remotas.

Los únicos signos visibles de los ingresos disponibles son las caras camionetas 4×4, el vehículo por excelencia de los narcos en toda América Latina.

El alcalde, Juan Carlos Bendezu Quispe, dice que el 90% de los agricultores en su distrito cultiva coca.

«Es un gran problema, pero es el único cultivo que sustenta a las personas. La coca se cosecha cuatro veces al año. El café se cosecha solamente una vez, y su precio está por el suelo», explica.

«Estoy seguro que si usted viviera aquí, cultivaría coca para alimentar a su familia.»

«En Llochegua, por cada 100 estudiantes que terminan la escuela secundaria, tal vez 10 irán a la universidad, aunque sólo dos o tres la terminarán. ¿Y los otros 90? Terminan en el cultivo de coca».

Muchos se vuelven mochileros también. Al menos un tercio de la cocaína producida en el Vraem se transporta en sus espaldas.

Mientras que Daniel recorre largas distancias, lejos del valle, otros la llevan a las pistas de aterrizaje más de cercanas, escondidas en lo profundo de la selva.

Una fuente policial describió cómo, durante un período de dos semanas en octubre, vigilaron siete columnas móviles, cada una de alrededor de 100 mochileros, «alineadas como vagones de tren».

Los vuelos llegan con miles de dólares en efectivo a bordo, y despegan cargados con más de 300 kg de base de coca o cocaína.

En el último año y medio, más de 250 pistas de aterrizaje ilegales han sido destruidas por la policía antinarcóticos y los militares del Perú.

Pero la reparación de las pistas de aterrizaje toma sólo unos pocos días, y las nuevas siguen apareciendo en lugares cada vez más remotos. Durante el día se escucha el zumbido de los aviones en camino a Bolivia, el punto principal de distribución de cocaína desde el Vraem.

Las drogas también se trasladan por carretera. Pero hay controles militares y policiales, y los deslaves pueden bloquear carreteras en la temporada de lluvias.

Un mochilero en buena forma física y comprometido -como Daniel- bien puede ser la mejor opción para garantizar la entrega de uno de los productos de consumo más caros del mundo.

Capturar a los correos

El comandante Luis Enrique Díaz se asoma por debajo de una gorra de camuflaje con visera, inspeccionando una plantación de coca que se desliza por el valle hacia el río debajo.

Díaz, de la policía antinarcóticos de Perú, es serio, robusto… y el adversario de Daniel.

«Necesitamos información de inteligencia para saber dónde pasarán los mochileros, y ser capaces de cortar sus rutas», dice.

«A menudo es muy lejos y muy inaccesible. Entonces nos escondemos y esperemos para tenderles una emboscada. A veces nos quedamos allí durante cuatro o cinco días. Esa es la única manera de hacerlo».

«Esas personas están armadas y preparadas para defender las drogas. Así que tanto agentes de policía como mochileros mueren en esos enfrentamientos».

La mayoría de la gente en el valle sabe de alguien que desapareció sin explicación, o cuyo cadáver ha aparecido en un lugar remoto.

Fue lo que le pasó a Alain León, de 23 años de edad, quien vivía lejos de su familia en Ayacucho, una ciudad en los Andes.

Pero Alain no fue asesinado en un tiroteo, sino que fue apuñalado.

A su familia se le dijo simplemente que la gente en un pueblo lejano habían encontrado un cuerpo con heridas de arma blanca.

«Cuando llamamos a la estación de policía nos dijeron que teníamos que venir en los próximos dos días a recogerlo, de lo contrario, sería enterrado en una fosa común», rememora el hermano de Alain, Richard.

Pero la familia era demasiado pobre para recuperar su cuerpo de la ciudad del altiplano donde había sido llevado, y nunca han conseguido averiguar dónde fue enterrado exactamente.

La ausencia de un funeral apropiado intensificó el trauma, especialmente para la madre de Alain, Eduarda Ramírez de León, que a medias cree que su hijo sigue vivo en alguna parte.

Es causa de pesadillas.

Alain le había dicho a su familia que estaba trabajando como chofer de transporte de mercancías por carretera entre los pueblos del altiplano.

«Alain decía que quería dinero sin importar cómo, y estaba decidido a conseguir su propio auto».

«Era un joven muy ambicioso», asegura Richard.

No tenían ni idea de que pudiera estar mezclado con las drogas, pero el pueblo donde fue encontrado está en una de las rutas utilizadas por los mochileros.

Probablemente estaba trabajando como mochilero y murió en una escaramuza con un grupo rival o en el intento de una banda de delincuentes de robarle su carga.

Hay otros peligros también que pueden poner fin pronto a la carrera de un mochilero.

La ciudad de Andahuaylas tiene un apodo, «Ciudad Blanca» y es fácil adivinar por qué.

Alrededor hay casas nuevas, modernas, muchas de ellas vacantes y con avisos pegados que declaran que han sido incautadas por las autoridades. La propiedad es una forma de lavado de dinero del narcotráfico en Perú.

La prisión está en los límites de la ciudad. A pesar de sus torres de control y alambre de púas, las paredes azules y amarillas cuidadosamente pintadas le dan un aspecto alegre en las tardes, a la luz del sol.

En el interior hay un gran mural de Cristo pintado en una pared. De los 332 presos aquí, más de la mitad están cumpliendo condenas por delitos de drogas, y de ellos, la mayoría son mochileros.

Treinta y siete son mujeres, en edades que oscilan entre la adolescencia, la madurez y la ancianidad, y han sido declaradas culpables de transportar la cocaína a pie y por carretera.

El rostro de Roxana tiene la frescura de la inocencia.

Tiene 26 años, habla suavemente, y está cumpliendo una condena de 12 años sin remisión por tráfico de base de coca. Fue detenida con ladrillos de droga atados a su cuerpo bajo la ropa.

«Estaba en una universidad privada para estudiar contabilidad, y necesitaba dinero para los materiales de la universidad. Mis padres no me podían ayudar porque son pobres, y en todo caso yo quería ser independiente», comenta.

Una mujer que Roxana conocía le ofreció un trabajo de llevar coca de Andahuaylas a Cuzco. Había tres mujeres. Primero tuvieron que caminar un par de horas fuera de Andahuaylas en las montañas y en el medio de la noche para llegar al punto de recogida.

Una vez que tuvieron la carga, viajarían por carretera en vehículos diferentes. El viaje de ida y vuelta tomó una semana, y para Roxana fue el primero de varios.

Cuando la policía la detuvo en un taxi hace cinco años, llevaba 12 kilos de base de coca por valor de miles de dólares. Pero sólo le pagaban US$100 por estos viajes.

«Sólo necesitaba dinero para pagar mis cuentas. Pero fui usada por esa organización, ahora lo puedo ver».

Roxana se arrepiente mucho. «No hay nada más hermoso que la libertad», dice.

En la instalación de al lado, para hombres, 139 presos han sido condenados por delitos de drogas, la gran mayoría de ellos mochileros.

Hace dos años, una organización antidroga, Cedro, financiada a través de la Embajada de Estados Unidos en Lima, realizó un estudio en los mochileros jóvenes y encontró que la mayoría no habían terminado la escuela secundaria y no tenían conocimiento de las sanciones que enfrentaban.

«La mayoría sabía que estaban cometiendo un delito», explica la autor del informe, Laura Barrenechea. «Pero no entendían que el delito se agravaba si viajaban en un grupo de más de tres, o si alguno de ellos llevaba un arma. Así que podrían terminar con una condena de hasta 15 años».

Barrenechea señala que aunque las cárceles están llenas de mochileros, ninguno de los capos de la droga ha sido capturado.

En el Vraem el negocio de la cocaína se controla a nivel de la comunidad, por clanes y familias. Los residentes locales tienen una idea acerca de quiénes son, pero los narcotraficantes importantes siempre parecen escapar de prisión.

«Y hay un detalle importante», dice Laura Barrenechea. «La mayoría de los mochileros nos dijeron que cuando fueron capturados por la policía fue a causa de una delación».

«A menudo habían declarado su intención de dejar el negocio, de hacer su último viaje. Eso los hizo vulnerables. Y sospechan que sus jefes fueron quienes los entregaron a la policía».

Así que si algunos mochileros quieren retirarse, corren el riesgo de convertirse en prescindibles.

También pueden ser objeto de operaciones de la policía si su jefe les traiciona y busca distraer la atención de un cargamento mayor que viaja por una ruta diferente.

«Eso es lo que muchos de ellos creían», dice Barrenchea. «Que su pequeño grupo fue sacrificado para que una carga más importante de cocaína pudiera trasladarse libremente fuera del Vraem».

¿Coca o cacao?

En una ladera por encima de la ciudad de Pichari, el suelo tiene el color de las galletas de jengibre.

Francisco Barrantes y su esposa, Victoria Canchari, están inspeccionando sus cultivos de coca. Él frota las hojas entre el pulgar y el índice, y una nube de mariposas emerge de un arbusto.

Esa es una mala señal -las hojas se están destruyendo.

Significa que Enaco, agencia estatal de coca de Perú que compra las hojas para hacer productos de legales, no las querrá. Los únicos compradores de las hojas estropeadas son los narcos.

Pero Francisco Barrantes no sólo vende la coca masticada por las orugas a los narcotraficantes, sino que les vende la mayor parte de su cosecha.

«De acuerdo con la ley, los agricultores de coca deben vender su coca a Enaco. Pero la agencia paga mucho menos que los narcos. Y los narcotraficantes vienen al campo y la compran aquí, así que es mucho más fácil para nosotros»,

dice.

«No tiene sentido vender nuestra coca a Enaco a un precio más bajo».

Como secretario general de la Federación de Productores de Coca en el valle, es muy consciente del panorama. Conoce familias cuyos hijos han muerto trabajando las rutas para mochileros.

«Lamentablemente soy un socio a regañadientes en este negocio. Sé que la coca que vendo termina en las mochilas de mochileros jóvenes en esta área. También soy consciente del impacto de todo esto en otros países».

Así que Barrantes está pensando en unirse a un programa de sustitución de cultivos patrocinado por el gobierno. El gobierno enviará a agro ingenieros para asesorar el cambio de la coca a café y cacao.

Irónicamente, esos son los cultivos que solían crecer aquí hace 30 años.

Él los abandonó por la coca, que necesita menos cuidados, cuando el Vraem se convirtió en una zona de guerra en la década de 1980.

Durante años, Sendero Luminoso, una organización guerrillera maoísta, combatió a las fuerzas armadas de Perú.

El valle y sus pobladores se vieron en medio de un caos sangriento.

Un pequeño número de guerrilleros de Sendero Luminoso aún opera en el Vraem. Ellos también están involucrados en el tráfico de drogas, y controlan algunas de las rutas mochileras.

Su presencia explica por qué no ha habido erradicación forzada de la coca en el valle, que ya se ha producido en otras partes de Perú.

El año pasado, más de 300 km cuadrados de coca fueron destruidas en otras regiones de cultivo más al norte.

Perú fue elogiado por Estados Unidos, a pesar de que el programa no parece haber reducido visiblemente la producción de cocaína.

No es sorprendente, dada la supremacía económica de la coca en el valle, que los agricultores sean resistentes a la erradicación.

Francisco Barrantes dice que podría haber disturbios sociales si se implementa. Durante la guerra, él fue uno de los cientos de campesinos que se unieron a las milicias locales para luchar contra Sendero Luminoso.

Ahora las alianzas han cambiado: Sendero ha declarado que apoyará a los cultivadores de coca si los agentes del gobierno llegan a erradicar los arbustos.

Por tanto hay un estancamiento en torno al tema. La producción de coca continúa en el valle, y Daniel, el mochilero, todavía está en el negocio.

Pero quizás no por mucho tiempo.

«Cuando haya ahorrado lo suficiente lo voy a dejar», asegura.

El dinero que Daniel hace con el negocio de la droga alimenta a su familia, pero al igual que muchos otros mochileros que conoce, el principal motivo para hacer ese trabajo es pagar por su educación.

«Mi familia me está apoyando. Ellos dicen que debería continuar en el negocio por ahora, y el año que viene puedo dedicarme a estudiar».

Hasta ahora Daniel ha acumulado US$ 15.000; compró un pedazo de tierra y una pequeña casa. Ha evitado la vida normal de un adolescente y se mantuvo enfocado por completo en su objetivo.

«No tengo tiempo para pasar en la calle. Tenía una novia, pero no ahora. Cuando usted tiene este trabajo, su novia no es feliz. Y si usted no la saca a pasear, ¿con quién saldrá ella? Podría terminar traicionándolo. Así que es mejor estar solo y concentrarse en el trabajo».

La ambición de Daniel es estudiar derecho en la Universidad de Ayacucho. Después quiere volver a su pueblo y llegar a ser alcalde.

«En cinco años, habré terminado la universidad y voy a estar trabajando para cambiar primero a mi pueblo, después el valle, mi región y el resto del Perú. No voy a estar involucrado en el negocio de las drogas, voy a estar pensando en cómo cambiar mi país «, dice con valentía.

Y tiene una visión radical no sólo para el valle, sino también para Perú.

«Lo que tengo en el fondo es un sueño de cambiar todo esto, de modo que no sólo estemos produciendo drogas. En cinco años, podríamos legalizar la coca y buscar nuevos mercados productores y exportadores de medicamentos a otros países».

Ese es el plan de Daniel.

No hay duda de que ha pasado mucho tiempo pensando en ello en las arduas caminatas a través de algunos de los terrenos más difíciles del Perú.

Pero el negocio de la cocaína se ha convertido en parte del ADN de Daniel. Ha crecido con la coca -la ha recogido, secado, procesado, envasado, transportado, arriesgado su vida por ella, e hizo un montón de dinero.

¿Será capaz de salir de esta vida? ¿Se lo van a permitir? Hay fuerzas poderosas trabajando en el valle. Algunas personas pueden decidir que Daniel sabe demasiado.

¿Y cuáles son las posibilidades de que sobreviva como mochilero hasta fin de año?

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