Epílogo 2037 kilómetros después

Epílogo 2037 kilómetros después
Flecha amiga que señala los caminos del Camino. Manuel Ríos

2037 kilómetros después… Sí, 2037 km después porque mi particular Camino de Santiago no lo contabilizo en etapas, sino en kilómetros. ¿2037? Imagino tu gesto de sorpresa, amable lector, y no es para menos. Viajé de Puente la Reina a Compostela en automóvil, y en ese cómputo incluyo el recorrido desde mi domicilio a la villa de partida y la vuelta desde Santiago. Realizada la matización, supongo que esperas leer unas líneas que sirvan de síntesis o, al menos, que destaquen los aspectos que más atrajeron mi atención. Es lo propio y lo justo, pero, ahora que me dispongo a poner el punto final a la narración, ¡qué difícil me resulta! Igual que a los viejos peregrinos, se me agolpan las palabras, se me atropellan las ideas…, pero, déjame que ponga un poco de orden.

A lo largo de la historia, el Camino de Santiago vivió momentos sobresalientes, de esplendor (los estudiosos calculan medio millón de peregrinos en los mejores años de aquellos siglos), pero también de declive (la Reforma enfría la pasión por el Apóstol hasta el extremo de que Felipe II debió acudir en auxilio del cabildo compostelano, auténticamente necesitado). En junio de 1962, Álvaro Cunqueiro realiza el Camino de las Estrellas en un Seat 600 desde O Cebreiro a Santiago. El correspondiente relato apareció publicado por entregas en un periódico gallego y hoy puede ser disfrutado en forma de libro. En un momento de la narración, el autor pregunta a un niño si vio pasar a algún peregrino, y el muchacho le responde repreguntándole qué es eso. Y en 1970, el sistema contabiliza 70 peregrinos. A mi entender, el renacimiento que experimenta el Camino de Santiago en los últimos treinta años se debe al impulso que le imprime don Manuel Fraga desde la presidencia de la Xunta de Galicia. Y ese impulso arrastra a los regidores de las comunidades autónomas, de las ciudades, de las villas y de las poblaciones por que pasa hasta convertirlo de nuevo en la calle Mayor de Europa, como lo califica Carlos V. Da gusto ver esa senda serpenteante que discurre paralela a la carretera local o nacional, que las atraviesa, que se aleja de un lugar en busca del siguiente, que se pierde y que se reencuentra una y otra vez. Impresiona ver de modo reiterado y reiterativo esa flecha amarilla que señala la dirección correcta a Compostela: en una placa metálica específica, en el reverso de una señal de tráfico, en un muro, en un poste de cemento del tendido eléctrico, en la pared de una vivienda, en el tronco de un árbol, en el asfalto…, machaconamente una y otra vez. No es en vano que el Camino de las Estrellas se ha hecho acreedor de cinco apreciadas distinciones: Primer Itinerario Europeo al Camino Francés, por el Consejo de Europa, desde 1987; Patrimonio Cultural de la Humanidad, por la UNESCO, desde 1993; Gran Itinerario Cultural de Europa por el Consejo de Europa, desde 2004; Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, también desde 2004, y Tesoro del Patrimonio Cultural Inmaterial de España desde 2009. Y todo, gracias al impulso y a la autoridad moral de don Manuel.

Cuando recorres el Camino de Santiago te das cuenta de que visitas el más espléndido y completo museo al aire libre, un fabuloso museo integrado por puentes y rollos, monasterios, catedrales, basílicas y santuarios, templos, iglesias y ermitas, esculturas y pinturas…, que de todo hay. Pero, la vieja ruta medieval, aun siéndolo, es más que una senda serpenteante y que un admirable museo; es, sobre todo, el testimonio fiel de millones de seres humanos admirables, capaces de entregarse en cuerpo y alma a la ardua tarea de peregrinar a Compostela. Vi romeros extranjeros y españoles, mujeres y varones, solos y en grupo, jóvenes, menos jóvenes y viejos; sí, viejos también, con el pelo canoso y sin él, arrastrando los pies, cojeando al iniciar el ascenso a Pedrafita do Cebreiro o bajando de lado la escalinata de la puerta de Platerías de la catedral compostelana, y, especialmente al verlos henchidos de fervor (arrodillados ante el Cristo de la iglesia del Crucifijo, al finalizar la exhibición del Botafumeiro…), me pregunté por la razón que los mueve a acometer tamaño sacrificio. Días y días de dura caminata, de lucha permanente con los elementos, de alimentarse limitadamente, de descansar en una litera de una habitación comunal…, ¿para qué?, ¿en busca de qué? ¿Verán cumplido su sueño?

También en esta ocasión, la documentación que preparé previamente me indujo a errores serios, como habrás apreciado en el transcurso del relato. Me resulta penoso el escaso rigor observado por algún autor con ventas de miles de ejemplares a sus espaldas y que solo puedo atribuir a que, a veces, se escriba desde el cuarto de trabajo. Busqué como un tonto vírgenes negras inexistentes, hasta sentirme ridículo en alguna ocasión. Aunque el asunto de mayor calado es la fabulosa teoría tejida en torno a unas curiosas serpientes presentes en un templo del Camino. Cuál no sería mi sorpresa cuando leo en un folleto distribuido por la oficina de turismo local que aquellos ofidios son la aportación -la gracia, diría yo- de un cantero de la comarca que realizó mejoras en el templo hace un siglo aproximadamente.

Toca referirme ahora a lo que no quisiera tener que referirme. Las personas que me halagan leyéndome saben que, por principio, escribo con actitud positiva. Hacerlo así, no obstante, no es óbice para que me muestre crítico cuando las circunstancias me lo demandan. Entiendo que lo uno no debe estar reñido con lo otro. Después de unos días de seudoperegrino, debo consignar con tristeza que, por momentos, tengo la sensación de que el Camino de Santiago hubiera sido montado para explotar al peregrino, para abusar de él, para aprovecharse de él, como ya previene el Códice calixtino largamente. Imagino, estimado lector, que esperas razones. Pues, ahí van. ¿Resulta entendible que la estancia en dos habitaciones de similares características cueste un cincuenta por ciento más una que la otra? Insisto, similares, igual categoría y un cincuenta por ciento más cara. Otro caso: por un café con leche de calidad (no sé por qué destaco lo de la calidad, que debería ser la norma) y un poco de aire en forma de cruasán pagué tres euros en una cafetería de una villa media; en la madrileña calle de Serrano, de las más caras de la capital, me hubieran sobrado unos buenos céntimos. Ya sé que vivimos en una sociedad liberal y que nadie me obligó a aceptar ese cincuenta por ciento de más (siempre pregunto el precio por adelantado) o los tres euros por una apariencia de desayuno, pero, en todo caso, esto no resulta admisible. Ya sé que actitudes así forman parte de nuestra cultura, y así nos va, y peor que nos va a ir porque desde otros lugares ya nos pisan los talones, y nos quejamos como sociedad, y más que nos quejaremos, pero no adoptamos prácticas comerciales honradas y razonables; antes bien, ¡a por la gallina de los huevos de oro!

Por desgracia, mi queja no se limita al mundo de los posaderos, por utilizar el lenguaje del Calixtino: debo extenderla al plano eclesial, y me explico. Desde que conservo memoria, y así continúa, todo ciudadano puede acceder libremente a la basílica compostelana desde que abre sus puertas hasta que les echan el cierre, recorrer sus naves, participar de la misa, dar el abrazo al Apóstol, visitar su cripta, disfrutar de la experiencia del Botafumeiro… y quien, además, quiere visitar el museo, recorrer su claustro, subir a la cubierta, ver de cerca las campanas…, abona lo establecido al efecto. Esta es una actitud, y otra, censurable a mi entender, es la de catedrales cerradas a cal y canto a media tarde o cerradas pero visitable el museo previo pago; o catedrales a las que únicamente puedes asomar la nariz y visitar una capilla o aquellas que ni siquiera eso, salvo que te rasques el bolsillo: son prácticas todas ellas que atentan contra la buena fe del peregrino de corazón y del simple visitante. Imagino que su mantenimiento debe de resultar mayúsculo, ya sé que lo que no cuesta no vale, ya sé que lo que es ofrecido graciosamente acaba siendo tomado por un derecho; acepto y comparto estas razones, pero, a pesar de todo, mi percepción es que sobran mercaderes del templo, a menudo bazar oriental en que adquirir muy caros los productos más peregrinos, incluidas botellas de vino con denominación de origen (me entretuve un buen rato en un establecimiento religioso analizando etiqueta y contraetiqueta y no pude apreciar que procedieran de monasterio alguno, sino de unas bodegas), y ofertas: por una adquisición a partir de equis euros, regalo de una tanda de diapositivas ad hoc.

Otro botón de muestra. Mientras tomaba fotografías en el claustro de un monasterio, el religioso que actuaba como guía contaba con regocijo una anécdota allí acaecida. Como un visitante desconociese el castellano, preguntó al monje si hablaba inglés, y el interpelado se respondió a sí mismo: «Pues, que aprenda español y así se enterará». Aquel ser, soberbio e indocumentado, parece ignorar que, en siglos pasados, los frailes porteros de los grandes hospitales del Camino de Santiago hablaban otras lenguas además de castellano y latín.

Nueva reflexión. En Navarra, con la inconcebible excepción de Viana, pude visitar todos o casi todos sus templos del Camino, lo que me resultó imposible de todo punto en muchos otros lugares. Cuando lo comentaba con un vecino de Sahagún, me miró con gesto de sorna y me apostilló que «Esto es Castilla». Y yo me pregunto: ¿es que Viana y otros lugares no disponen de una docena de vecinos voluntarios que, por parejas, se responsabilicen de cuidar a ratos que sus templos puedan ser visitados con orden? Todo lo demás es desconsideración hacia peregrinos y visitantes.

Por último, permíteme un circunloquio de tipo personal. Hace tres décadas participé en una convocatoria de ayudas a la creación literaria formulada por el ministerio de Cultura, y lo hice con el mismo proyecto que acabo de realizar, solo que con el planteamiento de su ejecución a pie. Semanas después, se hizo pública la resolución y mi proyecto no se encontraba entre los seleccionados. Analicé los títulos elegidos con la objetividad de que fui capaz, concluí que el mío nada tenía que envidiar a los premiados y unos días después, literalmente, quemé las fichas que ya tenía preparadas; puse fuego a las papeletas, pero no a las naves, y hoy me alegro de que la vida me hubiera premiado con aquel traspiés; el resultado, un relato diferente, un relato elaborado al socaire de la experiencia de toda una vida y confío en que mejor compuesto.

Si estas páginas cubrieron tus expectativas, mi satisfacción será doble. Gracias, y ¡hasta la próxima!
Pero, no puedo ni quiero poner el punto final a este relato sin reiterar también mi gratitud a Alfonso Rojo por brindarme esta plataforma para su difusión, a Javier, el webmaster, por el mimo con que cuida las entradas, a los amables lectores que se interesan por la narración, y, de estos, doble gratitud si cabe a los que, además, la comparten en las redes sociales. Gracias a todos de corazón.

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Imagen editada por Asier Ríos.
© de texto e imágenes Manuel Ríos.
Twitter @boiro10
depuentelareinaacompostela [arroba] gmail.com

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