No es casualidad que los mitos anteriores fueran mantenidos por un "inspector de nubes", por un soñador que cree que la Tierra es del viento
En la política española seguimos siendo «fulanistas«, como ya indicaba el ácido Unamuno. Es decir, lo que nos sigue preocupando es quién manda, quién va a mandar, quién va a dejar de mandar.
Pero lo interesante es «para qué» van a mandar los que sean. No importa que algunos hablen del «debate de las ideas»; suelen ser los más «fulanistas» de todos.
Es evidente que se diluye pacíficamente un Gobierno, seguramente el más aciago que ha tenido la democracia española.
Sin embargo, persisten algunos de sus mitos. Por ejemplo, está el mito del calentamiento global por la acción del hombre.
Se trata de tener amedrentada a la población. La razón es que así se desplaza la preocupación por resolver los problemas reales.
Con miedo se dirige a la población con mayor irresponsabilidad. que han servido para ahondar más la crisis económica.
Por ejemplo, la decisión de no seguir con la energía nuclear, la menos contaminante. No hay ninguna evidencia seria que demuestre el calentamiento de la Tierra más allá de la tendencia general desde el siglo XVII.
Es tan lento y tan antiguo ese proceso que parece un engreimiento estúpido la noción de que se debe a la acción del hombre.
Para contaminación, la que había hace un siglo en las grandes ciudades por el uso intensivo del carbón y la convivencia con los animales domésticos.
El mito se mantiene porque detrás de él está el conglomerado de los grupos ecologistas, el conjunto de presión más potente en todos los países. Detrás hay muchos intereses económicos.
Un segundo mito, impulsado por el Gobierno anterior y mantenido por una buena parte de la opinión pública, ha sido la infausta alianza de civilizaciones.
Recuerda al tópico franquista de «nuestros amigos los árabes». En la práctica quiere decir la sumisión a la influencia islámica en el mundo, mantenida por el dinero del petróleo y por la amenaza terrorista.
Ese mito no ha beneficiado nada a los españoles. Ha sido inútil embarcarse en guerras para llevar la democracia a algunos países musulmanes.
Incluso la alianza con Turquía ha sido un fracaso. El Gobierno otomano se encuentra en un proceso de involución hacia formas cada vez menos secularizadas. Es lo que ocurrió en Irán y va a suceder también en Egipto, Túnez y Marruecos, entre otros.
Por ese lado nos espera un verdadero conflicto de civilizaciones. Más que nada porque la islámica no acaba de secularizarse, de admitir los derechos que llamamos universales.
El mito más dañino es también el más nebuloso. Procede la antigua idea del «reparto«, asociado a su fuente anarquista. Ahora consiste en la creencia de que hay que forzar el gasto público para lograr más empleos.
Ese argumento fracasó en la Unión Soviética y en los satélites que hoy perduran. No hay manera.
Muchos socialistas siguen confiando ingenuamente en que, con más gasto del Erario, y por tanto más impuestos, se crea más empleo. Lo contrario es más cierto.
Pero los mitos se basan precisamente en que son inconmovibles ante las realidades.
No es casualidad que los mitos anteriores fueran mantenidos por un «inspector de nubes», por un soñador que cree que la Tierra es del viento. Frente a esas ensoñaciones se impone una política desmitificadora que atienda a la realidad.
El primer giro que se impone es el de una Administración mucho más eficiente con personas instruidas y honradas.
Parece obvio exigir una cosa así, pero la realidad nos dice que nos han gobernado muchas personas poco preparadas y, a veces, corruptas. El mantenimiento de un Gobierno con ese tipo de personal resulta muy caro.
No es que haya que copiar a los italianos con la vuelta a los tecnócratas. Basta con que los políticos tengan carreras profesionales y experiencia de dirigir organizaciones. Añádase el detalle de la honradez.
De poco sirve lo anterior si no se promueve una política de efectiva austeridad con la administración de los dineros públicos, es decir, los de todos. Es aquí donde deben empezar los famosos recortes.
Los coches oficiales y otros privilegios del mismo estilo deben reducirse a un mínimo protocolario.
Resulta escandaloso que un decano universitario o un concejal puedan disponer de sendos coches oficiales con los gastos que a ellos se adscriben.
Más efectiva sería la supresión de las subvenciones a los partidos políticos, los sindicatos, las asociaciones empresariales y las cuadrillas de amiguetes.
No estaría mal que, como símbolo, las comidas oficiales se redujeran al equivalente del menú del día en un restaurante medio.
Muchos viajes al extranjero de los ministros con sus respectivos séquitos podrían ser sustituidos fácilmente por la presencia de los diplomáticos y cónsules. Deben desaparecer las famosas «embajadas» que mantienen las comunidades autónomas.
En todas las Administraciones sobran muchos asesores, cuyas funciones podrían ser desempeñadas por los funcionarios de plantilla. Y así sucesivamente.