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La Tate londinense dedica una retrospectiva al existencialista Francis Bacon

Agencia EFE, Martes, 9 de septiembre 2008
La Tate Britain dedica una retrospectiva a Francis Bacon (1909-1992), un artista cuya desoladora visión de la condición humana, unida a su descarnado tratamiento de la homosexualidad masculina, despertó en su día fascinación y repulsa, pero cuya obra no ha dejado de ganar importancia con el tiempo.

Esta exposición del más importante de los pintores británicos del siglo XX, que podrá visitarse hasta el 4 de enero y viajará luego al Museo del Prado, comprende alrededor de setenta obras que cubren casi medio siglo de creación continua, interrumpida por el fatal ataque cardiaco que sufrió el artista en Madrid.

Nacido en Dublín de padres ingleses, Bacon trabajó algún tiempo como diseñador de interiores antes de comenzar a pintar hacia el año 1928 y, exigente consigo mismo, destruyó la mayor parte de su producción temprana.

Su auténtica irrupción en el mundo del arte contemporáneo no se produjo hasta 1945, cuando su tríptico "Tres Estudios para Figuras en la base de una Crucifixión", pintado un año antes, causó un enorme impacto en los visitantes de la galería Lefebvre, de París, donde se expuso por primera vez al público.

En ese tríptico, perteneciente hoy a la Tate, están "in nuce" algunas de las constantes de su obra: el aislamiento - más tarde enjaulamiento- de la figura, la violencia sadomasoquista, la náusea, la fascinación por la carne, elementos todos que hacen de Bacon el pintor existencialista por excelencia.

Un existencialismo visceral, viscoso y abiertamente sexual parece estar en las antípodas del existencialismo distante, ascético y casi metafísico de su contemporáneo suizo Alberto Giacometti.

Él mismo escribió en 1964 de su obra que le gustaría que sus lienzos parecieran como si hubiese pasado por ellos una presencia humana dejando su huella "como un caracol deja su baba".

Bacon fue un coleccionista de imágenes, de fotografías y reproducciones de todo tipo que veía en revistas y libros y que recortaba y amontonaba en su caótico estudio para echar eventualmente mano de ellas cada vez que lo necesitaba.

Totalmente autodidacto, pero fascinado por los momentos fuertes de la historia del arte, y en especial por la pintura de Massaccio, Velázquez, Goya, Rembrandt, Van Gogh o Picasso, Bacon no dudó en apropiarse de imágenes ajenas y manipularlas para sus propias creaciones.

Su apropiación más famosa, al margen de las de las series de fotografías de atletas y animales de Eadward Muybridge, es la que hizo del retrato del Papa Inocencio X, de Velázquez, que distorsionó hasta convertirlo en la imagen icónica del aislamiento y la desesperación más radicales.

Otra de las influencias mayores sobre Bacon es la que ejerció el Picasso de las figuras violentamente distorsionadas de los años treinta, aunque en los cadáveres de animales que aparecen en sus estudios para una crucifixión hay también claras citas de Rembrandt y Soutine.

La exposición de la Tate incluye algunos de sus trípticos más enigmáticos, como los inspirados por poemas de T.S. Eliot o la Orestíada de Esquilo, con sus cuerpos desnudos, miembros descoyuntados y sus misteriosos rastros de sangre.

Su material favorito era sin duda la figura humana: Bacon no se sentía evidentemente a gusto con el paisaje, del que hay, sin embargo, alguna muestra, muy particular, en la exposición londinense.

Pero están sobre todo sus desnudos, tanto los femeninos- por ejemplo, los de su amiga Henrietta Moraes- como los masculinos, amasijos amorfos de carne que parecen librar un combate agónico en medio de un ring.

Y están también sus retratos -y autorretratos, aunque él mismo decía detestar su rostro y pintarlo sólo cuando no tenía otro modelo- con sus rostros retorcidos y deformados por esas violentas pinceladas que hacen su estilo inmediatamente reconocible.

Entre ellos destacan sin duda los que pintó casi obsesivamente de su amante George Dyer, cuyo suicidio en un hotel parisino, la víspera de la inauguración de la retrospectiva de Bacon en el Grand Palais de esa capital, dejó en el artista un enorme vacío.

Bacon le dedicó varios trípticos póstumos, desde el más misterioso y elegíaco de todos, pintado en 1971, sólo dos meses después del suicidio, hasta los mucho más desesperados de 1972 y sobre todo de 1973.

En este último, el artista muestra a su amigo solo en la habitación de su hotel, vomitando en el lavabo o sentado en la taza del váter, rodeado de una mancha negra que se diría la muerte en trance de engullirle. Joaquín Rábago