Desde el Exilio

Miguel Font Rosell

Problemas crónicos, partidos amortizados

Siempre se ha dicho que la guerra es el fracaso de la política.

Por otra parte, las guerras suelen ser confrontaciones armadas y cruentas entre distintas potencias, o bien guerras internas, las llamadas guerras civiles, como nos ocurrió a nosotros en 1936, o como es posible que ocurra ahora en Venezuela, aunque también el término guerra se utiliza para confrontaciones no necesariamente armadas.

En cuanto a estas últimas, a las llamadas guerras civiles, quizá el término no sea demasiado afortunado, ya que lo de guerra y civil parecen dos términos que no encajan demasiado. Si nos centramos en el término “civil” y las distintas acepciones que contempla la RAE, ya en su primera se refiere a los ciudadanos, a lo perteneciente a la ciudad o a sus ciudadanos, mientras que en la sexta se refiere a lo que no es militar o eclesiástico, por lo que este tipo de guerras quizá deberíamos llamarles guerras intestinas o internas, ya que en toda guerra civil el componente militar está siempre presente, aunque sean los civiles los que acaben pagando el pato.

Así las cosas y si pensamos en confrontaciones no armadas y entre ciudadanos en defensa de sus particulares intereses, bien podríamos considerar el actual conflicto del taxi como una especie de guerra civil, de difícil solución de por si, pero agravado como consecuencia del fracaso de la política.

No voy a entrar aquí en un estudio en profundidad sobre la razón o no de cada una de las partes implicadas, ya que creo que se trata más de razones que de una única razón. Unos defienden un monopolio consentido durante décadas y otros una libre competencia, amparados ambos en razones de las que se han ido cargado gracias a la negligencia de los partidos al tratar el asunto.

Hoy las calles, tanto de Madrid como de Barcelona, las ciudades en las que el problema se hace más patente, han sido tomadas como campo de batalla de ambas posturas, olvidando que este tipo de conflictos no son nunca entre dos partes solamente, sino al menos entre tres, siendo esta última la fundamental, los usuarios, el llamado pueblo, la ciudadanía, quien al menos en teoría está representada en la pugna por sus representantes políticos (…así nos va).

España sufre desde siempre de un problema crónico que acaba castigando siempre al ciudadano. La ausencia de una ley de huelga que, sistemáticamente los distintos partidos que se han ido alternando en el poder se han negado a elaborar, por miedo a los sindicatos, por ser esta un arma arromadiza entre los mencionados partidos, y porque también, sistemáticamente, los partidos al uso han demostrado desde sus inicios que anteponen siempre sus propios intereses a los de los ciudadanos que les votan, les mantienen, y les delegan su representación, ha impedido la solución consensuada y bien gestionada de infinidad de conflictos.

Como consecuencia de ello, todas las “guerras civiles” las acabamos pagando siempre los mismos, los ciudadanos que vemos como siempre somos utilizados en cualquier confrontación, atropellando nuestros derechos como medida de presión en todos y cada uno de los conflictos habidos y por haber, ya que una huelga, no deja de ser otra guerra como fracaso de la política de negociación entre partes.

Desde el advenimiento de la llamada democracia, hace ya casi 45 años, salvo en los primeros años, en el resto hasta ahora, dos partidos se han ido alternando en el poder: el PP y el PSOE, quienes no solo no han tenido la decencia de regular la huelga, un derecho constitucional pendiente de su regulación, por medio de una ley que amparase la defensa de los distintos intereses en litigio y que preservase, como valor supremo e inexcusable, la defensa del ciudadano ajeno a tales conflictos, sino que han llegado a un pacto, no escrito, de no abrir la caja de Pandora en este asunto.

No solo nos han dejado desamparados en este aspecto, sino que incluso han tenido la desvergüenza de demonizar los llamados escraches, es decir, la posibilidad de que el huelguista, en lugar de perjudicar con sus acciones al ciudadano, lo haga con el político, políticos o partido de turno, que considera culpable de la situación.

Es lo mismo que ocurre con las guerras, cuando dos políticos son incapaces de entenderse, por negligencia, odio, ambición o lo que sea, quienes para solucionar el asunto deciden que sus respectivos ciudadanos, que nada tienen unos contra otros, acaben matándose entre ellos, convirtiéndose en asesinos a su pesar, odiándose, destrozando familias, paises, patrimonios, derechos de todo tipo, y generando un sin fin de duraderas miserias, mientras ellos ven los toros desde la barrera, guerras que antiguamente se evitaban a base de un duelo o algo parecido y que hoy podrían evitarse simplemente con obligar, pasado un mínimo tiempo sin encontrar solución, a cada uno a irse a su casa y dejar su puesto a quienes si puedan solucionar los problemas civilizadamente.

Estoy absolutamente convencido que si mañana los controladores aéreos, por poner un ejemplo, vuelven a reivindicar sus peticiones y consecuencia de ello deciden paralizar Barajas, perjudicando a millones de usuarios con toda la casuística de calamidades que ello comporta, en su lugar impidiesen el vuelo simplemente a los aviones oficiales del gobierno, el asunto se solucionaba en menos de 24 horas. Lo grave es que ese remedio ha sido tachado de políticamente incorrecto, por la dictadura que, tanto partidos como prensa apesebrada sostienen, cuando se trata de defender los intereses de nuestros “representantes” en perjuicio de sus representados, pues perjudicar a miles o millones de ciudadanos es comunmente aceptado, pero hacerlo con uno de ellos resulta ser una canallada imperdonable.

Hoy el llamado conflicto del taxi pone de relieve un buen número de carencias de nuestro sistema. Estamos en Europa pero aun seguimos atados a ciertas prácticas muy asentadas, como son las de la prevalencia de determinados monopolios, que Europa no consiente y que por dar una larga cambiada disfrazamos de lagarterana. 

Hoy en Europa impera la libre competencia, y en aquellos sectores en los que no se produzca, los gobiernos están obligados a reconvertirlos, se trate o no de una patata caliente que nadie quiere en sus manos, pero que cualquier gobierno responsable ha de afrontar, y no con bobaliconas ocurrencias estilo Ada Colau, que conducen a la eliminación de parte del sector y a las indemnizaciones posteriores que dentro de unos años Europa nos impondrá, por haber hecho el pinzo, marginando la solución efectiva del problema, aunque cuando ello llegue, esos políticos tan ocurrentes ya no estarán en sus puestos, ni nadie podrá pedirles responsabilidades en forma de irle a su bolsillo, algo que, como siempre, acabaremos pagando entre todos.

El citado conflicto, no es nuevo, aunque ahora, por no haberlo solucionado en su momento e ir agrandando la brecha, haya surgido con la mayor crudeza.

Ni PP cuando pudo hacerlo, ni PSOE ahora, tienen ni han tenido la valentía ni la responsabilidad de coger el toro por los cuernos, por lo que ni por ello, ni por ser capaces de afrontar nunca una ley de huelga, que al menos pusiera las bases para un entendimiento, ahora de nuevo nos vemos los usuarios, los ciudadanos, pagando las consecuencias.

Por si no faltasen pruebas más que suficientes, tanto PP como PSOE son partidos ya ampliamente amortizados, incapaces de anteponer los intereses ciudadanos a los suyos propios, a sus propias ambiciones y a su incapacidad.

Si lo del PP, en estos últimos años, ha sido la apoteosis del pasotismo, lo del PSOE pasándole la patata a las autonomías, es no solo de una cobardía vergonzosa, sino de una falta de responsabilidad y una caradura indignante.

De un problema crónico no resuelto por conveniencia particular, ahora crean 17 problemas a resolver cada uno a su antojo, hasta el punto que alguno de esos 17 y siguiendo la linea de actuación del propio gobierno, pasa de nuevo la patata caliente a los ayuntamientos, multiplicando con ello los problemas hasta conseguir que lo del taxi se haya convertido en una epidemia de arbitrariedades irresolubles, ya justificadas por algunos en base al derecho de decisión descentralizado que ampara la Constitución y bla, bla, bla.

Siempre he sostenido que uno de los principales problemas de España han sido las autonomías, creadas en su momento por lo mismo que ahora ocurre con lo del taxi, por pasar la patata caliente y no afrontar valientemente una transformación del Estado que nadie estaba dispuesto a resolver desde gobierno alguno, que afrontase los problemas, contando con la peculiaridades que fueran surgiendo en algunos casos concretos y en algunos lugares concretos, desde legislaciones que atañen a todos, con los mismos derechos, de forma más sencilla y lógica, lo que se evitó en aras de dar  poder a los independentistas, algo cuyas consecuencias todos hemos pagado, y estamos pagando, a lo largo de todos estos años, no solo políticamente, sino con 17 leyes para cada sector a regular, leyes que solo se diferencias entre ellas en verdaderas gilipolleces identitarias, perfectamente contemplables como disposiciones adicionales en una ley única para todo el territorio. 

Este conflicto, como tantos otros, solucionado desde un Estado central, como ocurre con nuestros vecinos los franceses o los portugueses, atendiendo a las premisas antimonopolio que nos imponen desde Europa y con una ley de huelga que canalice pacíficamente las negociaciones, se hubiese solucionado hace ya tiempo y hoy no tendríamos porque asistir a este despropósito de fracaso político, causa de esta “guerra civil” que no sabemos hasta donde puede llegar, con la amenaza incluso de 17 ó 700 ocurrencias diferentes, se trate de autonomía, ciudad, pueblo, aldea o portal de vecinos de que se trate, que hasta ahí puede llegar el asunto si seguimos con esta dinámica de balones fuera, de derechos decisorios y de libertad de criterio de todos y todas, ciudadanos y ciudadanas, miembros y miembras, taxistas y taxistos.

País.   

       

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Miguel Font Rosell

Licenciado en derecho, arquitecto técnico, marino mercante, agente de la propiedad inmobiliaria.

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