«Ni Dios podrá hundirlo», cuentan que exclamó extasiado, el 10 de abril de 1912 a mediodía, un tripulante del bellísimo R.M.S. Titanic (Royal Mail Steamer Titanic), la nave más grande, lujosa, ultramoderna, fiable y potente de su época, al zarpar desde los muelles de Southampton rumbo a Nueva York. El poderoso Titanic, con sus hermanitos Olimpic y el aún sin botar Gigantic, fueron las vanguardistas catedrales tecnológicas y osadas apuestas de la naviera británica White Star Line. Las mentes que planearon esos faraónicos proyectos pertenecían a los británicos J. Bruce Ismay y William Pirrie.
Titanic fue no sólo la estrella, el trofeo y la hazaña de Harland y Wollf, a la sazón el «astillero del mundo» (Belfast, Irlanda del Norte) que lo construyó. Concretizó los sueños modernos imperantes y fue la perla y el florón de la orgullosa White Star Line, batallando a la sazón contra dos otros gigantes del mar ideados por su competidora patria, la Cunard Line, que tampoco conocieron unos destinos envidiables: el Lusitania (torpedeado y hundido en 1918 por los alemanes en la 1ª contienda mundial) y el Mauritania (transformado en buque hospital durante el mismo periodo y desguazado después). Sin embargo, Titanic no se concibió para ser el más veloz de los transatlánticos del momento (eso era cosa de la Cunard Line), sino para ser el más espectacular, deslumbrante y seguro del mundo en su género, ya que la moda de los cruceros carísimos vivía su auge y la inmigración hacia un maná de trabajo y dinero llamado Estado Unidos igualmente. En ambos casos, un filón inagotable para las navieras.
Dos mundos opuestos viajaron por tanto en los mismos barcos, a todo lujo para unos y como parias para otros. De esos retos, logros tecnológicos y suculentos negocios nació el boom emocionante de unas fabulosas fortalezas flotantes reflejo de una generación audaz. Con la ambición mediante y la construcción del hercúleo Titanic (el 31 de marzo de 1909, quilla 401), de unos vertiginosos 53m de altura, ningún otro barco del mundo mundial podía compararse a la genialidad técnica británica ni, of course, desafiarla. Así eran las cosas, las crematísticas metas, el goloso mercado de valores y las desmedidas ambiciones. Con esas premisas empezó la forja de una leyenda de insuperable esplendor llamada Titanic, que acabó tal rosario de la aurora en la fría primaveral polar nortatlántica, produciéndose así la máxima catástrofe marítima jamás ocurrida en tiempos de paz.
A la sazón, se consideró al majestuoso barco el «objeto» móvil más imponente jamás fabricado por el hombre. Su coste, tan desmedido como sus proporciones, (unos actuales 7,5 millones de dólares de los EE.UU.) no hizo pestañear a sus constructores, visto la envergadura del jugoso negocio en juego. El billete de tercera clase, de unos 3 Euros, representaba una fortuna para los pasajeros más modestos abarrotando la incómoda tercera clase del barco, durmiendo bajo la línea de flotación del barco, en sus mismísimas entrañas, pasando frío o en camarotes atiborrados de gente. Tenían que pasar por la humillación de un riguroso examen clínico antes de zarpar, ya que por su humilde condición, podían transmitir enfermedades más que otros. No estaban sometidos a tal registro sus «compañeros» de segunda o primera. Disponían solamente de un comedor y de una sala de esparcimiento. En la Cunard Line los trataban mucho peor todavía.
Con todo y el delirio de la prensa mundial, el prodigioso «ship of dreams» (barco de los sueños), joya carísima y orgullo mayúsculo de la ingeniería de la Blanca Albión, el rey Jorge V y de sus gentiles súbditos respondieron al desafío tecnológico alemán, quien, por entonces, dominaba el mercado del transporte de inmigrantes hacia EE. UU. De ahí la despiadada competición entre ambos países e incluso, como ya indicado, con la naviera británica Cunard Line, quien, mira por donde y a resultas de la depresión de los años ‘30, absorbería en 1949 su antaña feroz contrincante.
Pero fue contar sin Dios… y/o, según los credos, el menosprecio de unos rebeldes elementos, en forma de infranqueable muro helado, ya que el desafiante Titanic, cuya capacidad podría absorber dos veces y medio el moderno Santiago Bernabéu, a pesar de su contundente tecnología revolucionaria, se enfrentó inesperadamente a otro gigante marino, ese fatídico 14 de abril de 1912, a las 23h 40, cuatro días después de su triunfal viaje inaugural celebrado por todo lo alto. Tendría que haber alcanzado Nueva York alrededor de la madrugada del 17 de abril. El transatlántico, estandarte del know-how británico, colisionó con un monstruoso iceberg a unas 600 millas de la isla canadiense de Terranova. Rajado el casco, tal como lo hubiera hecho un vulgar abrelatas, la insumergible nave se abrió, se inundó, se rompió con un corte de «banana» y se hundió popa en alto, dos horas y 40 minutos más tarde, a las 2h y 20′ del lunes.
De las 2228 personas a bordo, sólo 705 sobrevivieron para contarlo. Tres perros (un pekinés y dos «loulous» de Pomerania) también engrosaron la lista de los salvados. Varios «reyes» hipermillonarios fueron engullidos por las abismales profundidades oceánicas: un magnate los tranvías (George Widener), otro de los ferrocarriles (Charles Hays) y del cobre (Benjamin Guggenheim). El dramático naufragio del Titanic es perfecta parábola de la efímera condición humana y de sus desmedidos propósitos.
La elegantísima, modernísima y permanentemente alumbrada «ciudad flotante» era todo un alarde modernidad con sus 52.310 toneladas, 269,10 metros de largo, 28,50 de ancho, 53 de alto, 3 chimeneas inclinadas, una cuarta para la ventilación y distinguirse de los demás barcos, diez puentes, veintinueve calderas, baños turcos, piscina, atracciones de lujo, sala de lectura, escalinata de primera clase, pista de squash, café-veranda, jardín exótico, sala «Marconi» dotada de telegrafía, chimeneas empotradas, frontones, gimnasio, peluquería, cúpula de cristal, piscina, comedores (separados según la condición social del pasajero) y tres ascensores (innovación para la época). Por lo tocante al paladar, albergaba una impresionante cantidad de víveres entre sus descomunales flancos refrigerados y bodegas. Pasen y vean:
Carne fresca: 34 toneladas; jamón y tocino: 3,4 toneladas; pollo y aves: 11,3 toneladas; pescado fresco: 5 toneladas; pescado seco y salado: 1,8 tonelada; salchichas: 1,1 tonelada; huevos frescos: 40.000; azúcar: 4,5 toneladas; cereales: 4,5 toneladas; patatas: 40 toneladas; cebollas: 1,6 tonelada; guisantes: 1 tonelada; 7000 lechugas; 800 manojos de espárragos, 50 cajas de limones, igual de pomelos, 180 de naranjas y 3.180 de manzanas; uvas pasas: 450 kilos; tomates: 2,8 toneladas; 7.000 litros de leche fresca, 2.700 de leche condensada y 1.400 de nata; 2,7 toneladas de mantequilla, 200 barriles de harina, 500 kilos de mermelada, 360 de té, 1000 de pan de molde y 1 tonelada de café, 1.500 litros de helado fresco, 20.000 botellas de cerveza, 1500 de vino, 850 de licores, 15.000 de agua mineral y unas cisternas conteniendo bastante agua dulce para garantizar un abastecimiento cotidiano de 64.000 litros.
De la última cena a borde del increíble palacio titánico, sólo existen tres ejemplares del menú, uno de ellos rescatado del bolsillo de Adolfo Saafeld, superviviente de primera clase (precio estimado a subasta: entre 80.000 y 100.000 dólares). Sus delicadas propuestas se inspiraban del suntuoso recetario del superlativo Augusto Escoffier, a la sazón star de los fogones y paradigma de la excelencia gastronómica. Su lustroso apodo resume su definitiva influencia en la cocina de su tiempo: «Rey de los cocineros y cocinero de los reyes».
En el mágico «Restaurant à la Carte«, reservado a los pudientes «first class» y naturalmente apodado «El Ritz«, se sirvió esa trágica noche del 14 de abril de 1912, un menú de aúpa entre derroche de narcisos, rosas y margaritas frescas, lujosos cubiertos de plata y destellos de finísima cristalería. Regados por los vinos y champañas más exquisitos y «armonizados«, pollo, ostras, foie gras y salmón, súmmum del lujo en la época, deleitaron a los maravillados clientes. Otra noche ideal, con lujos desmedidos, sin luna, pero mecida por la luz cimbreante de miles de velas. Una velada memorable para recordar en círculos mundanos y aristocráticos o para contar a los nietos. Fuera, todo respiraba paz bajo la quietud de un cielo aterciopelado cuajado de estrellas. Barco, pasajeros e ilusiones vogaban serenamente sobre el gélido gigante oceánico dormido, quién, pocas horas más tarde sería su tumba, 3.280 metros más abajo.
El precio de los ágapes no consta, puesto que el costo de las comidas no se incluía en el de la travesía y se pagaba aparte. El mítico restaurante (18m de largo y 14 de ancho, abierto de las 08h a las 23h), templo soñado por los gourmets más exigentes, podía acoger unos 137 privilegiados, hambrientos a partes iguales de delicatessen exclusivas como de inéditos lujos comestibles.
Una exquisita orquesta de ocho miembros (pasajeros de segunda clase), conducida por Wallace Henry Hartley amenizaba el ambiente. Todos perecerían en el naufragio más sonado, tocando heroícamente y hasta el último segundo para sostener anímicamente a los atemorizados pasajeros. De la gestión del establecimiento y protocolo de fastos culinarios se encargaba un italiano, Luigi Gatti, ayudado por un personal franco-italiano de 72 personas (sumilleres, cajeras, secretarios…).
Entre fogones reinaba un jefe francés, Pierre Rousseau (pereció en el naufragio), apoyado por un equipo de quince miembros, galos todos y preceptivo de la época: un recepcionista/secretario, once cocineros y tres camareros-ayudantes. La hora de las comidas se anunciaba al son de una de las más populares canciones inglesas tradicionalmente tocada a bordo de los barcos de la White Star Line, «The Roast Beef of Old England«.
Hace cien años exactamente, después de zarpar a bombo y platillo bajo nubes de flashes, flores, cantos y vítores a las 12h 15 desde Southampton (Reino unido), casi chocar con el barco New York, percance que retrasó su salida de más de una hora, el Titanic realizó dos escalas: una en el llamado «Puerto de París«, Cherburgo (que ese año le consagra una expo en su Ciudad del Mar, y Cobh (Irlanda). A continuación, el barco puso rumbo a Nueva York y a su fatal destino, naufragando tal funesta metáfora de los excesos humanos y de una cercana atrocidad letal que acontecería dos años después, verbigracia la sangrienta Primera Guerra Mundial.
A veces la ficción se adelanta a la realidad, ya que catorce años antes, en 1898, una inquietante novela (eso sí, con final feliz) de Morgan Robertson, antiguo oficial de la marina mercante estadounidense y posible inventor del periscopio, relataba el hundimiento de un barco, presuntamente insumergible, bautizado Titán, al chocar con un gigante helado, superior a su fuerza y altura. Nada menos que un mega iceberg derivando por el Atlántico Norte.
La obra profética, titulada «Futility or the Wreck of The Titan» («Futilidad o el naufragio del Titán«), parecía anticipar la tragedia que terminaría con el buque británico. Fecha del hundimiento, nombre, peso, longitud, lujos, excesos, fallos en botes salvavidas (el verdadero Titanic sólo dispondría de veinte), carencias en procesos evacuatorios, amores, pasiones, rescate infantil y número de pasajeros del barco imaginario coincidirían con el desastre ocurrido más tarde en el malogrado Titanic. Igualmente el apellido de su capitán, Smith, ya que Edward John Smith, de 62 años, el marinero mejor pagado, requerido y respetado de su época, fue el primero y único capitán del Titanic. De hecho, esa travesía inaugural en el sublime buque estrella sería su trabajo final antes de jubilarse.
Apodado «el capitán de los millonarios«, ese diestro marinero solía mandar en los barcos más caros, punteros y glamurosos de su época, predilectos de una clientela riquísima, ociosa, despreocupada y viajera, ya que, a la sazón, tours y cruceros se consideraban un must inconturnable de la gentry más sofisticada, adinerada y poderosa. Para ese experimentado lobo de mar, perfecto conocedor de la zona que atravesaría el buque invencible, ese encargo suponía la joya fabulosa coronando su brillante experiencia laboral. Por tanto, sin dudarlo, Smith aceptó el encargo, selló su destino subiéndose al Titanic y el mar, que toda su vida fue su hogar, devinó su eternidad.
Empero, hubo quién se salvó gracias a un providencial proceso gripal, como el propio dueño de la White Star Line, J.P. Morgan, acostumbrado a presenciar cada travesía inaugural de su línea. Disgustado, aquejado de una fuertísima fiebre, se quedó en la apacible Londres, esperando, qué más remedio, el segundo periplo del Titanic. Otros, avisados por sueños premonitorios adornados de miles de cadáveres pudriéndose en los fondos marinos, prefirieron sabiamente la seguridad hogareña a la grandiosidad del gigante flotante.
Hoy día el fenómeno del Titanic y su fuerza mítica prosiguen su trágica singladura a todo lujo y pantalla, a lomos del colosal largo metraje de James Cameron (1997), obseso del barco legendario. Titanic vende, mucho y tanto que es una barbaridad. ¿Explicación de dichos engancho y tirón mediático? Su irresistible combinado de poder, glamour, clasismo y espanto, fascinando a medias y mente colectiva, unidas para siempre en inútiles vestigios de oropeles, horror, fatalidad y una igualitaria muerte, las distintas clases sociales viajando en el barco. En ese apartado, cuentan que por la tremenda presión de una ola gigante la muerte de muchos fue instantánea. Para otros, las gélidas temperaturas hicieron el resto. Bastante cuerpos desaparecieron comidos por los peces o lacerados por las aves marinas. Las chaquetas salvavidas permitieron la localización de los cadáveres flotando en el mar, empero, después de repescarlos, regresaron a las andadas clasistas, ya que los cuerpos identificados como pasajeros de primera clase se embalsamaron y se colocaron en ataúdes de madera cerca de la proa; los de segunda, envueltos en un sudario, se apilaron en el centro del barco; los de tercera no tuvieron derecho ni a una cosa ni a la otra: almacenados tales fiambres en la bodega entre hielo, se embalsamaron sólo en tierra. Sociológicamente hablando, la fulgurante desaparición planetaria de Titanic supuso un revulsivo brutal, una mirada amarga de la traumatizada franja rica, optimista y prepotente del aquel entonces, para quien Titanic simbolizaba un paradigma de próspera modernidad. Nada ni nadie ya serían iguales después de dicho crucero maldito.
En una colina del campo santo de Fairview Lawn, sin definición religiosa (Halifax, Nueva Escocia, Canadá), reposan 121 de sus víctimas, cuyos cuerpos más o menos identificables devolvío el mar pocas horas después del naufragio. Sus sencillas tumbas de granito, consideradas como un potente reclamo turístico por unos avispados tour operadores, reciben la visita puntual de muchos turistas, ya que es parada -y atracción- obligadas de los actuales cruceros recorriendo dicha zona. Así sigue en activo también, ese horrendo testimonio de sueños rotos, historia cruel y tremenda tragedia marítima de dantesca magnitud. Ese lugar-recordatorio de un desastre naval abrumador es tan ligado al malogrado barco que se le conoce coloquialmente como el «Cementerio del Titanic«, aunque dos otros, el católico de Mount Olivet (19 víctimas) o el cementerio judío Baron de Hirch (10 víctimas), ambos perteneciendo a la misma ciudad, alberguen también los cuerpos de demás ahogados de credos distintos.
Y mientras tanto, los corroídos y frágiles restos de la auténtica nave, localizados al suroeste de Terranova el 1er de septiembre de 1985 por el oceanógrafo-arqueólogo marino, el norteamericano Robert Duane Ballard, duermen su sueño eterno en las negras profundidades líquidas del temible Atlántico. Arropados por largas cabelleras de fantasmagóricas algas, comidos por los hongos, lúgubres e inquietantes, aureolados de negras leyendas urbanas, miles de bulos, blogs, libros, películas, supuestos atentados y múltiples misterios aún sin dilucidar, se resisten a desvelar sus últimos secretos. ¿Sabremos un día la verdad, toda la verdad sobre el legendario Titanic? ¿Será alguna vez un caso cerrado? ¿Podremos hablar de él con verosimilitud?
Ese artículo es nuestro pequeño homenaje a todas sus víctimas. Especialmente a las más desfavorecidas, ya que siempre se asocia el barco con millonarios, celebridades y famosos luciendo joyas, pudiente fondo de armario y palmito en ese hotel flotante calificado de «éden sobre aguas«. En realidad, eran minoría, ya que el grueso de los pasajes correspondía a gente modesta de clase media y a pauperísimos inmigrantes. Ellos, más que otros a la busca y captura de una existencia mejor en suelo norteamericano, huían del imparable paro europeo y buscaban una oportunidad en tierras norteamericanas. Muchos pasaron hambre, desesperación y frío, trabajaron tales esclavos modernos, sufrieron, ahorraron día a día para pagar su billete al edén lejano para lograr su lugar en un mundo menos inhóspito, persiguiendo hasta las últimas consecuencias el «american dream«. Así embarcaron sus ilusiones, cuerpos y fuerzas en exiguos compartimentos despojados de la más mínima comodidad para gente de su condición, en el buque supuestamente más seguro de su época, para alcanzar una soñada tierra de libertad y pujanza económica, los Estados Unidos de América, que soló en su imaginación pisarían. En efecto, «ir a hacer las Américas» representaba, para las capas sociales más desamparadas, la mejor de las soluciones. Por tanto ese imponente flujo migratorio harapiento, malviviendo entre los flancos del opulento Titanic resulta una atroz realidad y la perfecta metáfora del clamoroso mapa de la pobreza en la Europa de 1912.
Una aciaga realidad en sepia, con encadenamiento fatal de sucesos, calcada sobre nuestra convulsa actualidad empujando tantas personas desesperadas a viajar al continente europeo en pos de existencias y trabajos dignos que tan pocos, por la indomable crisis imperante, logran. Por tanto, en esa fecha precisa, es importante honrar la memoria de esos desafortunados pasajeros, quienes, aferrados a un deseo de trabajo y futuro, depositaron sus perspectivas de supervivencia en ese viaje titánico, donde sólo les esperaba la muerte a bordo de esa nave-ataúd.
Según las listas de pasajeros, diez españoles embarcaron en el Titanic. Siete sobrevivieron al famoso naufragio. Una obra minuciosa relata sus vivencias: «Los Diez del Titanic» (escrita por Javier Reyero, Cristina Mosquera y Nacho Monter, LID Editorial).
Un crucero conmemorativo se realizará en memoria de los desaparecidos, con algunos de sus descendientes vestidos de época
Proteger los restos del Titanic, cosa hecha gracias a la Unesco
Nostálgicos y apasionados del tema titánico podrán bucear a sus anchas, sin riesgo y en un clic, para ilustrarse sobre su historia y desenlace, descubrir sus entresijos y evaluar la realidad de una época convulsa.