Julio Fernández Gayoso, imputado por la Audiencia Nacional por delitos que revuelven el estómago, que producen arcadas, en una sociedad que lleva cuatro años coqueteando con la pobreza, sigue negándose a dimitir de su cargo como Presidente de Novacaixagalicia.
Esta misma mañana del 28 d ejunio de 2012 presidirá el Consejo de esa institución financiera residual, en proceso de extinción, en un arrebato de locura temporal transitoria que sólo puede obedecer a una de estas tres razones: soberbia enfermiza, demencia senil no diagnosticada o un reto a todos los políticos, a todos los empresarios, a todas las personas que saben que, si abre el cajón, saca los papeles y tira de la lengua, no queda ni el apuntador.
Si le hablo hoy de Vigo a los lectores de Periodista Digital de toda España, no es porque me haya invadido la nostalgia pensando en la ciudad donde han soñado, amado, llorado y he despedido y le he dado la bienvenida al mundo a cuatro generaciones de mi familia. Se me ha ocurrido que, haciendo una biopsia de este tumor urbano de 300 mil habitantes, podríamos hacernos una idea generalizada del cáncer, que algunos días nos parece terminal, que padece España.
El socialismo vigués está secuestrado por un alcalde acomplejado cuya estatura moral le permite competir con los pigmeos. Cuanto más le he conocido más aprecio tengo a mis perros. Y confieso que, algunos días, tras algunas convocatorias electorales, me aterra la idea de que en Vigo se pueda estar cumpliendo una máxima popular que resume la servidumbre humana: en la ciudad de los ciegos un tuerto es alcalde.
Su socio, su sostén en el gobierno, es un nacionalista de dudoso pedigrí que ha estado a punto de vender su alma al diablo tentador de una representación de los Populares vigueses. Llegaron a ofrecerle cifras obscenas para que dejase a Abel Caballero en la estacada. Pero, Santi Domínguez Olveira, teatral abogado de los afligidos, acabó confesándole al Fausto con carné del PP, mientras le resbalaban dos lágrimas de codicia por las mejillas:
«¡Es que los del partido me matan. Tendría que exliarme de Vigo!»
La derecha viguesa no es propiamente la sucursal de un partido, sino una agencia de colocación, un «chiringuito» de favores, una factoría de nepotismo y, con honrosas excepciones, el avispero humano con mayor densidad de chapuceros, frívolos e incompetentes que pueda imaginar el más pesimista de los desencantados ciudadanos.
El sindicalismo fue en una fuerza bruta y radical que, con razón y a veces sin ella, transmitía frescura en una ciudad donde el trabajo dignificaba al ser humano. Pero se ha amanerado, sus líderes se han convertido en «yonquis» de la prensa, y han montado shows callejeros a cuyo paso no crecía la hierba del empleo y se cernía sobre Vigo el apocalipsis de los ERES, de la crisis casi mortal del Naval y del pavor de capital foráneo para invertir en el área Metropolitana.
Los empresarios, por llamarles de alguna manera, advenedizos e hijos y nietos de empresarios cuyos pasos si dejaron huella, se han convertido en pedigüeños de las administraciones públicas, en bocazas mediáticos, en tipos que hacen mucho ruido y cascan pocas nueces, en corruptores profesionales de un poder casi siempre dispuesto a dejarse corromper, mientras las empresas de la ciudad, que fue el pulmón industrial de Galicia, presentan síntomas irreversibles de anorexia galopante.
Vigo se muere aferrada a un rancio patriotismo chico, a un viguismo prefabricado y manipulado, en el caldo de cultivo humano de una sociedad que no acepta su responsabilidad colectiva y busca disculpas en enemigos exteriores, agravios comparativos, males de ojo, con una enfermiza manía persecutoria que ha fomentado el alcalde más miserable, más manipulador, más rastrero que se ha colado por la puerta de atrás de un sistema en crisis con un insostenible déficit democrático.
Esta ciudad que tanto amé, ha caído en manos de un triunvirato que apenas ha dejado piedra sobre piedra: Abel Caballero, Julio Fernández Gayoso e Isidoro Nicieza, amigos y residentes en Vigo. Entre los tres, el poder municipal, el poder financiero y el poder mediático, se han montado un cártel que mantiene sometida a una ciudad de 300 mil habitantes.
El primero desde la alcaldía, el segundo manejando a su antojo los ahorros de los vigueses y, el tercero, vendiendo las páginas de Faro de Vigo, los elogios y los silencios, por una parte alícuota de las arcas municipales y los fondos de Caixanova, o sea, vendiendo a Vigo como Judas vendió a Jesús por treinta monedas.
De este personaje, Isidoro Nicieza, al que temen tantos vigueses susceptibles de acabar saliendo en los papeles, acabará acordándose la ciudad cuando su enfermedad sociológica, económica, democrática y mediática esté ya en estado terminal.
Perro fiel de su amo Javier Moll, para el que Vigo sólo es otra vaca a la que hay que dejar sin una sola gota de leche, en cuanto acabe su misión y haya cumplido sus objetivos de recaudar de las instituciones públicas y privadas, se irá por donde ha venido, a practicar la trata mediática a otra incauta localidad donde el tal Moll decida explotar otra mina.
El paradigma de todo este desolador paisaje humano, es Julio Fernández Gayoso, al que algunos siguen llamando Don Julio, como en la célebre película llamaban Don Vito al padrino. Tiene 80 años, hijos y nietos que quizá ha sentado conmovedoramente en su regazo.
Pero no deja la silla, no aplaca la soberbia, no resiste el mono de la vanidad, mientras le quede el último recurso legal y reglamentario. Quizá no recuerde que polvo somos y en polvo nos convertimos, y que va dejar cenizas contaminadas y contaminantes en la historia de Vigo y de Galicia.
Es un claro arquetipo de los españoles que en las últimas décadas han hecho descender a España a la regional preferente europea. Otro déspota, otro ególatra, otro analfabeto emocional convencido de que está siendo víctima de la conjura de los necios, o sea, de los insignificantes y anónimos seres humanos.
Nunca me quedará suficientemente claro que le indujo a Sartre a escribir y describir su «náusea». A mí me la producen tipos como Abel Caballero, Gayoso, Isidoro Nicieza, y todas las réplicas que andan sueltas por la geografía española, miradles, que atrincherados en la hermosa palabra democracia, practican la vil dictadura que se puede ejercer en un Ayuntamiento, en el puente de mando de una institución financiera o desde un periódico implantado en una ciudad.
Con el Faro de Vigo, con este Faro de Vigo administrado por un mercenario, la ciudad está condenada a acabar encallada en las rocas de la historia.