Aunque por estas fechas se cumple el primer aniversario de la Revolución de los Jazmines tunecina, basta con observar casos como el de Siria o Yemen para convenir que la Primavera Árabe dista mucho aún de poder darse por cerrada. Aún así, por las noticias que leemos a diario, parecería que no sólo no ha concluido ya, sino que además ha derivado hacia lo que algunos no dudan en anunciar como un largo y penoso invierno islamista.
Tal vez convendría explicar primero, aunque sea muy brevemente, qué es el islamismo, pues éste no es comparable con el cristianismo como religión ni con la democracia cristiana como concepción política.
De hecho, el Islam no entiende de distingos entre religión y política, entre otras cosas porque en su historia no hay una fecha clave como la de 380, cuando por el Edicto de Tesalónica el emperador Teodosio convirtió al cristianismo en la religión oficial del Imperio Romano, colegiando así las jerarquías religiosas y estatales.
El Islam, por el contrario, no se fundió con las realidades políticas preexistentes, sino que impuso un nuevo modelo, que con los años ha sido idealizado por muchos, siendo el más extremista el caso de Al Qaeda. Un modelo que ciertamente no es el que desean todos los musulmanes hoy día, pero que sí es al que aspiran los movimientos islamistas.
Tampoco esto significa que el islamismo forme un bloque unido, ni mucho menos, aunque sí se presenten más cohesionados que los liberales o los socialdemócratas musulmanes.
La razón de esto puede estar en su pasado reciente: dependiendo del régimen y de sus padrinos extranjeros, todos los dictadores árabes se apoyaron en liberales o en socialistas, o en ambos, pero nunca en los islamistas, si exceptuamos el Egipto de los primeros momentos de la Revolución de Nasser, nada más que un breve idilio, que finalmente acabó en un baño de sangre y represión.
Así, mientras los más prooccidentales dentro de las sociedades musulmanas tienen a su espalda algún borrón, los islamistas pueden presentar un historial de lucha, al que se deben sumar sus constantes esfuerzos por la mejora en la vida de los más desfavorecidos, en forma de una larga y tenaz obra social y caritativa que en muchos casos ha llegado a suplir completamente la incapacidad del Estado de turno.
A esto hay que sumarle que los modelos tradicionales a seguir por los intelectuales musulmanes hacen aguas desde hace años: la aislada Irán cabalga hacia la bancarrota, Arabia Saudita se enfrenta a fuertes tensiones internas y Egipto hace años que perdió su papel protagonista. Y aunque surgen otros modelos como Catar, muy atractivo para las monarquías que quieren abrirse sin perder el trono, o Turquía, tal vez ejemplo favorito de los islamistas más moderados, aún les faltan años para cuajar con fuerza.
En cambio, conflictos enquistados como los de Palestina o Cachemira y la constante presencia de la red Al Qaeda entre las sociedades árabes, ejercen una presión continua hacia una deriva más radical del modelo de Estado a construir tras la Primavera Árabe. Una presión que no tiene porque ser decisiva, no debe forzosamente conducir a la creación de un régimen taliban en cada esquina, pero que en todo caso supone una amenaza real que no podemos soslayar.
Por esto, es normal que se enciendan algunas alarmas y, desde luego, supone una buena razón para que Occidente no decida mirar hacia otro lado. En todo caso, de ninguna manera puede considerarse como una excusa para combatir a los islamistas sino, al contrario, para atraerlos hacia la causa del respeto a las libertades individuales junto a los liberales y los socialdemócratas musulmanes. Paso previo necesario a la creación de unas nuevas bases justas que garanticen los derechos de cada ciudadano para que luego ellos puedan decidir su futuro en pie de igualdad y sin miedo.
El hecho de que Egipto o Túnez no sean países exportadores de petróleo, sino que vivan del intercambio con Occidente, es una baza decisiva para ganarse a sus nuevos gobiernos. Ninguna de estas naciones podría sobrevivir aislada del mundo como Irán o Arabia.
Sin embargo, el apoyo dado durante décadas a diversos dictadores debe ahora ser limpiado con una política de igual a igual con los representantes de la ciudadanía de cada nación árabe o musulmana, que permita llegar a esos mínimos de consenso que desactiven la creación de nuevas dictaduras, ahora de otro sesgo, pero igual de criminales.
Y de paso, las posteriores guerras con las que siempre queremos arreglar lo que nosotros solitos hemos sembrado con gran estulticia en los tiempos de paz y esperanzas.
Carlos Aitor Yuste Arija
Historiador
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