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Todo lo hizo bien

RD, Jueves, 17 de marzo 2005
¿Cómo puede uno olvidarse de sí mismo, machacar el yo, anularse, desaparecer? ¿Quién es, entonces, el sujeto de la santificación propuesta? ¿Cómo podemos concebir un “dios” que sólo crece a consta de nuestra ruina y sufrimiento? Comprendo que el lenguaje de algunos santos recoja la influencia de su época y los errores bien intencionados de su ambiente. Sin duda la “sabiduría interior” superó con creces la negatividad circundante. Es menos comprensible la rígida inercia que nos hace repetir consignas y conceptos, contrarios a la realidad de la vida y a los signos de los tiempos. Si queremos llegar a nuestros coetáneos, tenemos que hablar en positivo. Tenemos, por ejemplo, que ayudar a descubrir el yo, a construir la personalidad, a vitalizar más que a mortificar, a elevar la autoestima, a fortalecer la voluntad, a usar la libertad, a cuidar el cuerpo... Es decir, a vivir en orden y valorar la vida.
 
Seguimos pensando que al Creador le salió una chapuza, a pesar de que la Escritura nos dice: “creó al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó” (Gen. 1, 27). Y subraya: “vio Dios todo lo que había hecho y he aquí que todo estaba muy bien” (Gen. 1, 31). Sin embargo, insistimos en tener al ser humano bajo sospecha. No caemos en que, al borrar al hombre, borramos la “imagen real” de Dios y levantamos entelequias. “El que no ama a su hermano, al que ve, no puede amar a Dios al que no ve” (Jn. 4, 20). Esa certeza me empuja a repetir que necesitamos menos Teología y más Humanología. El camino para descubrir a Dios es el descenso al ser del hombre, ahí donde no llega la contaminación, donde todo es positivo, porque el mismísimo Creador lo constituye y dinamiza. Juan de la Cruz lo expresó: “¡Oh cristalina fuente / si en esos tus semblantes plateados / formases de repente / los ojos deseados / que tengo en mis entrañas dibujados!” (Cántico espiritual, v. 11).
 
No podemos seguir pensando que Dios es un alfarero fracasado al que se le quemó su primer cacharro. El Padre, “que tengo en mis entrañas dibujado”, todo lo hizo bien. Nos creó ricos, felices, equilibrados, sabios, perfectos. Nos dio todos los medios para seguir siéndolo. Pero nos creó a su imagen y por tanto libres. Como Padre amantísimo nos hizo partícipes de sus dones, incluso de su libertad. Esa es nuestra grandeza y también nuestro riesgo: podemos hacer lo que queramos, incluso despeñarnos. Podemos elegir ser hijos pobres de un padre millonario. Lo cuenta con detalle la parábola del hijo pródigo. Nunca, nunca, reprobó el Creador a su criatura, ni la olvidó, ni la abandonó, ni la castigó. Somos nosotros los que nos construimos o nos demolemos y castigamos con nuestras opciones. Y, como vivimos en grupo, nuestras decisiones también afectan a los otros.
 
Lo que conduce a la plenitud es la opción por ser uno mismo, por desarrollar todas nuestras potencialidades, por encontrar y desplegar la misión concreta para la que estamos hechos. Ser uno mismo es llegar a ser lo que descubrimos que somos en lo más profundo de nuestra persona. Esto no tiene nada de egoísta o idolátrico. Del ser, instancia profunda de la persona, brota precisamente la apertura a los otros y el don de uno mismo. Es más, a los cristianos nos evocará intuitivamente aquello de “sed perfectos…” (Mt. 5, 48) o aquello otro: “negociad mientras vengo” (Lc. 19, 13).
No hay que temer que un humanismo así se detenga en el hombre. La persona humana es un pozo sin fondo, está abierta a la Transcendencia, late en ella la “imagen y semejanza”, la nostalgia de la Madre que le amasó en su corazón. Aunque me aleje de la profundidad, aunque tapone el pozo con mis ruinas, no podré evitar oír la llamada a ser más y mejor, la dulce voz que me abraza con su paz y seguridad. Me emociona, cada vez que lo recuerdo, aquel verso de un agnóstico confeso: “Dios oscuro ven, no hace falta que digas nada…”.
 
Si queremos ser coherentes, hay que desterrar de nuestra Iglesia el lenguaje trasnochado, clerical y absurdo, que patentiza la desconfianza en la obra de Dios. No podemos seguir repitiendo benevolentes consignas raídas por la rutina. Ni abusar de grandilocuencias, florilegios, abstracciones y principios de autoridad. Nos engañamos al evadirnos de la realidad y evocar un “dios” teóricamente bueno pero inaccesible, abstracto, exigente, mortificante, ausente y silente. He aquí una de las graves dificultades de nuestra Iglesia para llegar al pragmático hombre de hoy.
 
Deberíamos volver menos la cabeza para atrevernos a mirar dentro y al frente. Atrevernos a soñar con una Iglesia -pueblo caminante- en la que prioricemos la construcción y reparación del hombre concreto, real y actual. En la que comencemos recuperando la fe en el hombre, hechura de Dios. Convenciéndonos de que realmente “somos pordioseros dormidos sobre riquezas inconmensurables, desvanecidos sobre un manantial de energía, paralizados sobre una corriente de vida” [1] Una Iglesia con menos andamio intelectual para subir al Cielo -como en Babel- y más bocamina para, por fin, descender humildemente a las entrañas del hombre y recuperar el rostro de Dios, esa “imagen” que Él imprimió al engendrarnos. No repitamos el error de San Agustín: “Tarde te amé / Hermosura tan antigua y tan nueva / Tarde te amé / Y es que Tú estabas dentro de mí y yo fuera / Y por fuera te buscaba”.
 
Puestos a soñar, soñemos con el día en que eclesiásticos y laicos nos revelemos mutuamente al Hijo del Hombre, al Humano, con el “mapa de humanidad” -su buena noticia- en las manos. Tal vez entonces podamos decirnos unos a otros, como los vecinos de la Samaritana: “No creemos ya por lo que tú nos has dicho; nosotros mismos lo hemos oído y estamos convencidos de que éste es ciertamente el salvador del mundo” (Jn. 4, 42).
 


[1] André Rochais (sacerdote católico francés, sicopedagogo y fundador del organismo de formación PRH, Personalidad y Relaciones Humanas).