Sigüenza es ciudad medieval -no quisiera que los seguntinos me tiraran de las orejas por insistir en el apelativo de villa-, con todo lo que significan estos dos términos. Plaza fuerte, amurallada, sede episcopal por acción de los visigodos, importante centro universitario…, pero me encuentro hoy aquí porque el Cura del lugar del que Cervantes no quiso acordarse, Pero Pérez, es «graduado en Sigüenza», y se estima en la obra «que debe de tener sus puntas y collares de poeta».
-¿Cuál fue la patria chica de Pero Pérez?
-¿Importa?
Poco importa -en Esquivias volveremos a él-, pero debe de resultar curioso conocer el entorno en que se formaría el clérigo, y algo más; y es que, desde poco antes del descubrimiento americano, Sigüenza dispuso de universidad. ¿Cómo sería la formación recibida por el imaginario Pero Pérez y los reales Pero Pérez de hace cinco siglos? ¿En qué régimen? Ya adultos, ¿se sentirían satisfechos con ella?, ¿les serviría para su vida ordinaria?, ¿la mejorarían?
Desciendo con el vehículo, estaciono y pateo las calles. Disfruto de una villa sencilla, aseada, muy limpia, salpicada de edificios históricos, cargados de centurias, y entrelazada por calles que siempre suben, lo que denota que aparqué en la zona baja. Observo restos de su muralla, dotada de siete puertas en los tiempos idos, saboreo rincones…, me siento siglos atrás, en otro mundo.
Alcanzo la plaza Mayor, la vieja plaza del Mercado, con soportales, hermosa, de cuadro costumbrista, de postal.
Artística, cultural y económicamente, Sigüenza es el resultado de la acción de sus obispos a lo largo de siglos de actuación. El prelado cluniacense Bernardo de Agén, capellán de Alfonso VII, conquista Sigüenza a los árabes y el rey le concede el señorío de la conquista, con lo que reunirá en su persona el poder eclesiástico y el civil, pasando a residir en la fortaleza. Además, le otorga el beneficio de la explotación del negocio de la sal, proveniente del río Salado, mollar en aquellos siglos, e intuyo que su fuente histórica de prosperidad. El aquitano toma en serio su responsabilidad y comienza la construcción de la catedral, el otro centro neurálgico.
Cuando alcanzo el santuario experimento la misma impresión que al vislumbrar el castillo: ¡Qué magnificencia en una villa que no alcanza las cinco mil personas! Leo que toda ella cabría en un brazo de la romana basílica de San Pedro, pero a mí me resulta majestuosa. Además del calificativo que acabo de aplicarle, mi primera impresión me sugiere que su fábrica es sencilla, especialmente el frontispicio, pero sólida, defensiva, y las torres fueron construidas claramente no como campanarios, sino como elementos defensivos, dotadas de almenas, que tanta debía de ser la inseguridad que generaban los árabes en la Edad Media (fue llamada «Fortis seguntina»). Este templo, nacido a mediados del siglo XII y dedicado a Santa María la Mayor, patrona de la ciudad, se levanta a caballo entre el románico y el gótico; fue reedificado a finales del XV, tras el derrumbe de la techumbre, y decorado bajo la impronta cisterciense, traducida en solidez, austeridad, sencillez, severidad, lo que contrasta con la riqueza de la decoración interior, a pesar de todo lo cual resulta armónico. Lo conforman tres naves, crucero, cimborrio, girola, claustro…, y resulta esbelto, como que el obispo de turno decidió levantarlo un cuerpo para resaltar su esplendidez.
Pero, además, esta catedral se asocia con el Doncel de Sigüenza. La capilla a él dedicada, Martín Vázquez de Arce, fue adquirida por su hermano, obispo de Canarias y consejero del rey Católico, aquí enterrado también, igual que los padres de ambos, panteón familiar por tanto. Y ya me detengo frente al Doncel.
-¡Así que existes, eres real!
Porque, alguno de los textos de formación política que manejé hace medio siglo como bachiller incluía el término «Doncel» en su portada, tal vez el nombre de la editorial, y mostraba un perfil lineal tomado del Doncel. El caso es que el Doncel es y fue real hasta sus veinticinco años de existencia, que concluyen en 1486, en plena guerra de Granada.
La portada es plateresca y, en una primera mirada, observo estatuas tendidas, leones que semejan gatos, laurel…, oropel en una palabra. El enterramiento del Doncel, de autor desconocido, pasa por ser obra maestra del arte funerario. Lo primero que me llama la atención es que la figura no es yacente, la disposición clásica, sino que aparece recostada, cruzada una pierna sobre la otra, y en actitud de leer un libro. Me dicen que está integrada por dos piezas de alabastro, y añado yo que lo retratan para la eternidad. Destaca igualmente la armadura y la cruz de Santiago. Y para que resalte más, está situada en una hornacina limitada por un arco de medio punto. En la base, su escudo de armas, sostenido por dos pajes.
Igualmente, disfruto de la visita a la sacristía. Me detengo en los armarios, de madera noble y centenaria, y también en un espejo dotado de soporte para vela, capaz de alumbrar la amplia estancia. Pero, sobre todo, miro a la techumbre, ilustrada con más de trescientas cabezas diferentes, de todo tipo de personas, lo que da a la estancia el nombre de sacristía de las Cabezas. ¿Seguirá algún orden su distribución? ¿Serán simple ornamento o mostrarán algún mensaje a quien sepa leer en ellas?
Y otras curiosidades: leo que el rosetón de la zona sur del crucero, sobre la puerta del Mercado y lindero con la torre del Gallo, es de los más hermosos. Tiempo ha, existió una capilla, llamada de los clérigos mercenarios porque los sacerdotes que celebraban la misa en ella percibían en el acto el estipendio establecido. La incivil Guerra Civil deterioró notablemente el monumento; superada, fue restaurado, añadiéndosele el cimborrio. A la puerta de la entrada meridional, al pie de la plaza del Mercado, se administraba justicia.
En una próxima visita espero poder pasear el claustro, ver el cementerio y disfrutar del museo.
Sigüenza es sede episcopal centenaria, plaza fuerte… y ciudad universitaria desde 1489 por concesión del cardenal Mendoza, titular de la villa y su benefactor durante treinta años, y al que su responsabilidad como primado toledano no le permitió disfrutar de ella más de dos meses distribuidos en cuatro visitas. ¡Lástima! Lo siento por él.
Y ahora, una digresión en torno a la tercera esposa de Felipe II, la otra razón que me trae a Sigüenza. Acabo de escribir que los matrimonios reales de aquellos tiempos eran auténticos tratados de paz entre países. Isabel de Valois y de Médicis, nieta del francés Francisco I, enemigo acérrimo de Carlos I, con cinco años, es objeto de alianza entre Francia e Inglaterra como futura esposa de Eduardo VI. Tres años después, la tuberculosis lleva a la tumba a Eduardo y da al traste con el trato largamente muñido. Y he aquí que España entra en acción. Felipe II infligió a Francia severas derrotas en San Quintín y Gravelinas. Los dos países viven desgastados económicamente y deseosos de paz. Tras los correspondientes tira y afloja y la mediación del papa y de algún otro intermediario relevante, convienen que Isabel se casará con el príncipe Carlos, primogénito de Felipe II. Pero se precipitan los acontecimientos tras la muerte en Windsor de María Tudor, lo que deja viudo al rey Felipe por segunda vez. El príncipe Carlos es enfermizo y no garantiza la continuidad dinástica, con lo que Felipe debe casarse de nuevo. Y Francia y España ven con los mejores ojos la boda de Felipe II con Isabel, él con casi 32 años y ella, de doce. Cerca de trescientas mulas transportan los baúles que contienen el ajuar de la joven reina. Por otro lado, y esto sí resulta todavía más relevante, la razón de ser de las reinas era garantizar la continuidad dinástica, e Isabel, en cuanto pasa de niña a mujer, se pone a ello. Sufre un primer aborto tras el que milagrosamente conservó la vida; fruto de un segundo embarazo trae al mundo a una infanta; uno tercero, a otra; y un cuarto embarazo da lugar a un parto prematuro que, complicado con algún otro padecimiento, la lleva a la tumba. Contaba veintidós años y era querida por su carácter alegre, cálido y encantador. Sucedió en 1568.
Cervantes, con veintiún años y probablemente admirador de la soberana difunta, escribe cuatro poemas con motivo de las exequias de Isabel de Valois y los dedica a don Diego de Espinosa, señor de Sigüenza y su obispo entre otros floridos e influyentes títulos. Desde su cautiverio en Argel, escribirá al secretario de este príncipe en demanda de auxilio, y su decepción debió de ser inmensa porque sigue esperando respuesta a esa petición. Claro que cada cual puede preguntarse si el señor de esta hermosa ciudad tenía algún tipo de obligación con Miguel, un poeta que años atrás le dedicó unos versos en busca de su protección -la costumbre en la época-, y prisionero de los corsarios; además, si el obispo hubiese de atender las necesidades de la cristiandad de que era señor…
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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