Desde Alcázar circulo por la autovía atravesando esta porción de la Mancha conocida como Campo de San Juan o Llanura de San Juan. Cuarenta kilómetros en los que los protagonistas son el sol y la vid; como resultado, observo en el recorrido varios tractores cargados de uva blanca.
Ya dejé constancia páginas atrás de mi pasión por la literatura odepórica, la que refleja el discurrir de los viajes, que resulta especialmente rica en el caso de España como destino. Un subgrupo importante lo integran las narraciones que glosan el periplo por la Mancha del «Quijote». Y analizando los libros «ad hoc» puede observarse que prestan especialísima atención a Argamasilla de Alba; espero que cuando cierre esta etapa quede aclarado el porqué con suficiencia.
Camino de Argamasilla, escribe Jaccaci en 1890: «El tren corría por estos paisajes africanos. La llanura, con vegetación del color del suelo, aparecía desolada bajo el cielo azul lleno del cruel esplendor del sol de mediodía. Ni pueblos, ni casas, ni un solo signo de vida que diera animación a este tórrido desierto». Y a la vista de Argamasilla: «A los dos lados del camino se extendía el mar dorado de los trigos maduros. Los tallos erguíanse recios, brillantes, al modo de lanzas. Ante nosotros, Argamasilla de Alba […], con sus casas blancas, cobijadas con humildad bajo los pomposos olmos». Cuenta Jaccaci que desde la estación de ferrocarril a la villa, en coche de caballos y al trote, tarda más de una hora en llegar.
Quince años después del viaje de Jaccaci, en febrero de 1905, Rubén Darío se desplaza a Argamasilla, donde redacta para el diario «La Nación» una crónica que titula «En tierra de don Quijote», en la que cuenta que la estación de tren se halla a tres o cuatro kilómetros de la villa, y, desde ella, debe aceptar trasladarse en un carro, «entre atados de pellejos y sacos de bacalao».
Por mi parte, accedo a la villa en fiestas. Si habitualmente debe de resultar acogedora y hermosa, hoy rebosa de alegría, de bullicio y de personas. Circulo despacio con cuidado extremo. Los olmos, poderosos, flanquean la carretera y calle principal. Luego, a mano derecha, la alameda, frondosa; después, el pósito y la iglesia; la plaza de España y, de nuevo, los olmos, que puntúan esta arteria que recorre la población. Avanzo unos cientos de metros, puede que más de un kilómetro. Aquí ya no alcanza la romería, con lo que doy la vuelta y estaciono razonablemente próximo a la almendra central.
-Y ahora, ¿qué, Manoliño?
-Pues, habrá que echar a andar.
¿Y si volviéramos la vista a los orígenes? Además de las narraciones de Inglis y Locker, para mí, y sin ánimo de resultar pretencioso ni pedante, el primer libro serio relativo a la ruta del «Quijote» es el de José Giménez-Serrano (José Jiménez Serrano en otro lugar del mismo documento). Dos palabras definen con precisión a este jienense: hombre renacentista. Y escribo renacentista porque, aun viviendo en el XIX, abarcó todo el saber: profesor y catedrático de instituto de Matemáticas y de Historia, abogado en ejercicio, poeta, autor teatral, escritor, pintor, ilustrador, fundador de periódicos, profesor en la universidad Central madrileña… y amante de los viajes y del costumbrismo. Hacia 1846, con poco más de veinte años recorre el mundo del «Quijote» como auténtico pionero. El resultado de sus observaciones se publicará en cinco artículos que integrarán el libro «Un paseo a la patria de Don Quijote». Sitúa don José a Argamasilla en el siglo XIII y cuenta que dos siglos después sufre la inundación del Guadiana; en tiempos de los Reyes Católicos, el segundo duque de Alba «reconstruyó la villa», que pasó a llamarse «Lugar Nuevo» o Argamasilla de Alba. La peste, un incendio y la Guerra Carlista derruyeron y diezmaron la población: «Penetré en sus casas mal arrecifadas [mal soladas], contemplando el triste aspecto de las viviendas, construidas de tierra y con un solo piso […], y las casas todas, exceptuando algunas que ostentan en sus portadas escudos de armas, son de miserable aspecto». Hoy, Argamasilla de Alba, con un censo superior a siete mil habitantes es población del siglo XXI, moderna, vistosa, aseada, y todo ello sin perder su tradición.
Y por la tradición, continuaré. Habíamos dejado a Cervantes en Toledo con la intención de dirigirse a Andalucía con premura, con prisa, sin despedirse de su esposa, en busca de nuevos horizontes. Pues bien, Drake asalta Cádiz y Felipe II, dando un puñetazo en la mesa, decide escarmentar a la pérfida Albión e inicia la preparación de una Gran Armada que haga morder el polvo a los ingleses. Operación de tal envergadura requiere de medios, y Cervantes participa de la puesta en marcha del encargo de requisar el cereal, a excepción del indispensable para alimento y siembra. Eficiente en su labor, dos meses después de contratado, retira de los graneros eclesiásticos el 80% de lo embargado, lo que le vale la excomunión. Hoy puede parecer una menudencia la excomunión, pero en aquellos tiempos, además de cerrar las puertas del más allá, el Derecho del momento establecía que, tras un año sin arrepentimiento, el excomulgado se hacía sospechoso de hereje, lo que ponía en marcha la maquinaria del Santo Oficio, y esto son ya palabras mayores. Sigue el comisario regio con las requisas y en Castro del Río es excomulgado de nuevo y por las mismas razones que en Écija. En el verano de 1588 se produce la debacle que conocemos como de la Armada Invencible para los ingleses y Gran Armada para nosotros, pero Miguel continúa comisionado. En 1590 recibe respuesta en negativo a su pretensión de responsabilizarse de ejercer algún cargo en las Indias. El caso es que los «oficios» se vendían por parte del rey y representaron un pellizco respetable en los ingresos del Estado, como ya consigné. Además, la ley prohibía conceder cargos relevantes a descendientes de conversos. En 1591 lo encontramos afanando grano en Úbeda, Baeza, Estepa, Teba y Montilla. En 1592 continúa la labor por otros lugares andaluces. Tiene tropiezos con la presentación de las cuentas, probablemente no imputables a su acción, e intenta volver a su faceta de hombre de comedias, y le encargan seis respetando las condiciones que él propone, pero no hay quien compita con Lope. Los tropiezos con las cuentas, probablemente administrativos, le llevan a la cárcel en Castro del Río, y no debió de ser ninguna broma porque este año fueron ahorcados en Puerto de Santa María varios comisarios por el delito de apropiación de parte de lo requisado. ¡Vaya ejemplaridad! Continúa como comisario en 1593, en cuyo invierno fallece su madre, excepcional matriarca. En 1594 es comisionado para cobrar impuestos, «alcabalas y tercias», en el Reino de Granada. Deposita lo recaudado en casa de un banquero que se levanta con el santo y la limosna, lo que acarrea problemas serios a Cervantes en 1595. Conoce la cárcel de Sevilla en 1597, donde conviven criminales de la peor estofa con hombres azotados por la vida, como Cervantes, un auténtico infierno, y vuelven a pedirle cuentas atrasadas y ya presentadas. Le crecen los enanos cuando en 1598 muere Ana, la madre de su hija, Isabel, de 14 años en ese momento, que entrará al servicio de Magdalena, la hermana de Cervantes, en Madrid. También este año de 1598, fallece Felipe II el trece de septiembre en El Escorial. En el verano de 1600, año en que fallece su hermano Rodrigo -¡cuánta muerte, Dios mío!-, Cervantes abandona Sevilla. Dura quince años su aventura por tierras de Andalucía y, en algún momento de estos quince años, nuestro autor sufriría el encarcelamiento por un año en Argamasilla.
¿Encarcelado aquí? ¿Por qué? ¿Dónde? Jiménez Serrano cambia impresiones con un clérigo de la villa, natural de El Toboso, cuyo padre le refirió que el escribano viejo contaba que tiempo atrás llegó a la casa de Dulcinea, en El Toboso, «un viejo, con trazas de soldado, muerto de fatiga y de necesidad» en solicitud de posada. El labrador le dio de cenar, le escuchó acerca de su participación en campañas practicadas en tierras lejanas y le dejó que reposara en un pajar. Unos mozos, tal vez en connivencia con Dulcinea, condujeron al soldado a Argamasilla de Alba, donde al alcalde, a falta de cárcel, lo prendió en la cueva de su casa (entre los mozos estaría el hijo del alcalde). El viajero, además, relata otra versión, recogida de labios de un «capitán retirado, vecino de Argamasilla»: un pariente de Catalina se opondría a su boda con Miguel, poca cosa para el linaje de ella. Y cuando Cervantes llegó a Lugar Nuevo a recaudar las contribuciones, el pariente maniobraría para que encarcelaran a nuestro autor. Y todavía una tercera versión: El Cervantes alcabalero, recaudador de impuestos, no debió de ser nada bienvenido en aquellos tiempos en que se ocupaba de misión así de ingrata. Y aquí debió de exigir su contribución al señor del lugar, el señor Medrano, o tal vez a la mismísima Orden de San Juan. Y para colmo, debió de pretender, o lo que sea, a una hermosa noble del lugar, tal vez la sobrina de la autoridad. Alguna de estas piezas del puzle, todas ellas o incluso alguna irregularidad en tarea tan poco grata llevó a nuestro autor a dar con sus huesos en la cárcel, una cueva en la casa de Medrano, por espacio de un año. ¡Qué largo debió de resultarle!
Así que me dirijo a la actual casa de Medrano, centro cultural local y polo de atracción de visitantes. El entorno resulta agradable, acogedor, con una selección de espléndidas imágenes retroiluminadas tapizando una de las paredes. Atiende una señorita, exquisita, mientras su compañero, que no pierde ripio, se pelea con un ordenador. Escribe Jiménez Serrano que la casa de Medrano es pobre de aspecto y que en el doblado se abren dos huecos protegidos por rejas desiguales: «… la de la derecha, que es mayor, está adornada con una larga caña de la que pende un manojo de brezos y juncos secos, especie de muestra jeroglífica adoptada en la Mancha por todos los taberneros y cosecheros de vino…». Tiempo hubo en que la puerta de acceso al histórico sótano fue deshilachada «astillita a astillita» por visitantes extranjeros que guardaban las esquirlas como auténticas reliquias. Don José describe el horror de la cueva y añade: «Profundamente conmovido, con religioso respeto abandoné aquel lugar donde había estado preso Cervantes…». Resulta de dominio público que esta casa de Medrano es recreación de la originaria, lo que no es óbice para que efectúe el abono correspondiente y acceda a la cueva tras atravesar el patio interior de la finca. Por esos azares, el sótano se halla dispuesto para mí en exclusiva; de suerte que, tras un primer y rápido análisis, tomo fotografías. Luego, observo para llevar al papel: una estera en que moler los huesos, una mesa, un banco, una banqueta, la bacía, la lanza, la espada, un jarrón, luz difusa, pavimento de diseño…; si esta fuese la cárcel de Miguel, al margen de la pérdida de libertad, viviría de hotel. Seguidamente, me siento en el suelo de la cueva de Medrano, apoyo la espalda, me relajo, intento mantener la mente en blanco y dejo que a ella fluya lo que fluyere. Reflexiono en torno a cómo debieron de marcar al Cervantes hombre sus cautiverios. Prueba de ello son las alusiones a la libertad que encontramos en el «Quijote». En el capítulo XXII de la primera parte, a propósito de la aventura de los galeotes, escribe: «… me parece duro caso hacer esclavos a los que Dios y naturaleza hizo libres». En el capítulo XXXIX y siguientes, también de la primera parte, el Cautivo narra su vida y sucesos, refiere especialmente sus más de veinte años en la milicia, donde Cervantes recoge y pone en su boca sin duda experiencias personales. Dice el Cautivo: «… no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale a alcanzar la libertad perdida». Y más adelante, «… jamás me desamparó la esperanza de tener libertad…» Y en el capítulo LVIII de la segunda parte, una intervención antológica de Don Quijote:
La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres. Digo esto, Sancho, porque bien has visto el regalo, la abundancia que en este castillo que dejamos hemos tenido; pues en metad de aquellos banquetes sazonados y de aquellas bebidas de nieve, me parecía a mí que estaba metido entre las estrechezas de la hambre, porque no lo gozaba con la libertad que lo gozara si fueran míos; que las obligaciones de las recompensas de los beneficios y mercedes recibidas son ataduras que no dejan campear el ánimo libre. ¡Venturoso aquel a quien el cielo dio un pedazo de pan, sin que le quede obligación de agradecerlo a otro que al mismo cielo!
Valoran los estudiosos el que la cárcel en que Cervantes dice que nació el «Quijote» sea la de Argamasilla de Alba (Fernández de Avellaneda deja constancia expresa de que la patria chica de Alonso Quijano es esta villa; y llega más lejos al aseverar que este es el lugar de la Mancha que Cervantes prefiere olvidar). Estiman otros que lo fue en la de Sevilla, y no falta quien vea en la confidencia una metáfora alusiva a la cárcel de la vida. En todo caso, dudar siquiera de que el «Quijote» fue imaginado aquí es injuriar a los argamasilleros.
¿Y cómo fue puesto en libertad Miguel? Una vez más, haciendo uso del ingenio: escribiendo al conde de Lemos, primer ministro a la sazón, con el que simulaba tener gran amistad, y dándole cuenta del atropello de que era objeto. Ni que decir tiene que la misiva fue abierta por el «sistema», no salió de la villa y Cervantes fue liberado sin más trámite.
Llegan unas personas. Sin otra información más que la sola vista de la cueva, hablan entre sí respetuosa y admirativamente hacia el Manco de Lepanto y, sin encomendarme, no puedo evitar terciar sacando mi vena de maestro. Lamento haber intervenido porque, sin pretenderlo, les situé en mi realidad. Todavía me falta aludir a que en 1863 el editor Rivadeneyra imprime en esta casa dos celebradas ediciones del «Quijote».
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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