Esta hubiera sido una ocasión de privilegio para pernoctar en Argamasilla de Alba en fiestas y así poder palpar la cara más alegre de la villa, pero…, pero ya no tengo el cuerpo para romería. En la casa de Medrano comenté con los jóvenes que atienden la posibilidad de hacer noche en Ruidera y, exquisitos, me sugirieron opciones a partir de la información de un folleto comarcal y de alguna experiencia personal. Tras mis idas y venidas por el viejo Lugar Nuevo, telefoneo al hotel Matías, pido habitación y tomo «la derrota de la famosa cueva de Montesinos», como escribe Cervantes en el cap. XXII de la II parte del «Quijote».
Intuyo que la carretera autonómica de segundo orden por la que ya circulo sea el resultado de aprovechar el trazado existente cuando Jaccaci recorre esta comarca. Mi admirado viajero conoce en Argamasilla a Ezequiel, «viejo honrado, dueño de un carro, de una mula y gran conocedor de su tierra», y lo contrata. Aquel viaje sí que debió de ser una auténtica experiencia romántica: antes de las dos de la madrugada «… comenzamos a cargar en el carro nuestras provisiones: huevos duros, doradas hogazas de pan, botas con vino, aguas y el inseparable compañero de todo buen manchego, la escopeta».
Me encuentro de nuevo en el campo castellano, tierra quemada de color ladrillo cubierta de viñedo a raudales. Adelanto un tractor cargado de uva blanca y observo a una cuadrilla de veinte o treinta personas, cubiertas de la cabeza a los pies, que abandonan la finca en que trabajaron recogiendo, ¿qué?
A poco, el embalse de Peñarroya, que alegra la vista, y al fondo, el castillo de igual nombre. Un cartel anuncia las lagunas de Ruidera. El sol se encuentra bajo, muy bajo, y proyecta sombras extraordinariamente alargadas. Circulo como dando un paseo, respetando el límite de velocidad, parece que pisando huevos si empleo el lenguaje coloquial. Y, casi sin darme cuenta, desaparece la llanura y comienzo el ascenso a la sierra, se anuncian curvas peligrosas, la línea central de la calzada es continua indefinidamente y el paisaje se hace serrano.
¡Las lagunas de Ruidera! Desde los lejanos once años, resuena todavía en mi memoria que aquí nace el río Guadiana. ¡Las lagunas de Ruidera! Leo que este parque natural está compuesto por el conjunto del pantano de Peñarroya y la sucesión de quince lagunas intercomunicadas a través de cascadas a lo largo de veinticinco kilómetros, lagunas que, como las rías gallegas, se denominan altas y bajas. ¡Quince lagunas entrelazadas! Si se tratase de seres vivos, como lo son en alguna imaginación, podría preguntarme si se envidian. ¡La envidia! A propósito de ella, postula Don Quijote: «¡Oh, envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgusto, rancores y rabias» (II, VIII). Y también: «Los hombres famosos por sus ingenios, los grandes poetas, los ilustres historiadores, siempre o las más veces, son envidiados de aquellos que tienen por gusto y por particular entretenimiento juzgar los escritos ajenos sin haber dado algunos propios a la luz del mundo» (II, III). Sancho, por su parte, tampoco se queda atrás: «… donde reina la envidia no puede vivir la virtud» (I, XLVII).
Me hallo en la Mancha húmeda, verdadero oasis en esta estepa, alto en el camino de la migración de varias especies de aves. Pero, las lagunas son también unidad de medida. Podemos leer en el «Quijote» que en Barcelona, a la vista del mar, «Tendieron Don Quijote y Sancho la vista por todas partes: vieron el mar, hasta entonces dellos no visto; parecioles espaciosísimo y largo, harto más que las lagunas de Ruidera que en la Mancha habían visto…» (II, LXI).
-¡Excelente, Manoliño! Pero, da la cara y escribe, que no has vuelto a ver el agua desde Peñarroya.
-Solo puedo decir que yo no tracé la vía por que circulo y me limito a dar cuenta de lo que veo y de mis notas.
Para mi satisfacción, y espero que también de mi otro yo, alcanzo Ruidera. Mas, ¿se habrá vuelto loco Google? Porque Google Maps me desvía a la derecha y me aleja de la villa. Me aleja de la población y me permite disfrutar, también a la derecha, de una laguna, tal vez Morenilla o Cueva Morenilla, relajante, hermosa, como para detener el vehículo y dejarme seducir por la naturalidad y el embrujo de este paisaje. ¿Detener el vehículo? Pues, lo detengo y pregunto por el hotel Matías a unas ciudadanas que caminan; debo avanzar un poco y girar a la izquierda, me dicen; así lo hago y, poco después, tomo posesión de la habitación comprometida.
No podría concretar desde cuándo, pero, en algún momento tras mi pase a la situación profesional de jubilado nació en mí la sensación de que mi tiempo es finito, limitado, y debo aprovecharlo, exprimirlo, agotarlo. Así que, a caballo entre el día y la noche, vuelvo a la villa, que se extiende a lo largo de la carretera general. Pregunto al joven que atiende la gasolinera y me destaca como atractivo local las lagunas. Avanzo, estaciono y curioseo. El edificio anunciado como ayuntamiento resulta espectacularmente atractivo, de factura reciente y con una de las aguas del tejado cubierta de placas solares. Por contra, la iglesia, de Santa María la Blanca, de 1958, debe de observar poca actividad porque únicamente ofrece dos misas semanales, en sábado y en domingo.
Ruidera es villa de seiscientos habitantes, con lo que ello significa de positivo y de negativo. Sé por mis notas que Carlos III puso en marcha aquí una fábrica de pólvora ubicada en un edificio trazado por el insigne Juan de Villanueva, del que perviven restos, y que los borbones propiciaron la repoblación de moreras, alimento de los gusanos que proporcionarían la seda demandada por las fábricas regias de tapices. Escribe Jaccaci que «Los labriegos de ahora [1890] no son muy distintos a los de entonces [de tiempos de Cervantes]; el estilo de vida de hoy, las ideas, los sentimientos, no difieren en nada a los de hace tres siglos…».¿Y hoy? Hoy, Ruidera es municipio independiente desde hace un cuarto de siglo, segregado de Argamasilla, pero respetuoso con los ancestros. Y así, procede a la quema de hogueras las vísperas de la Candelaria y de San Antón, y mantiene la tradición de la cañada real, que discurre por el centro de la villa, a través de la calle principal, utilizada en junio y en noviembre en régimen de trashumancia por ganaderías de toros.
Madrugo, bajo al comedor y desayuno de modo frugal. Sé que Ruidera y la cueva de Montesinos están separadas por dos leguas y no deberían presentárseme inconvenientes, pero, para mayor tranquilidad, programo la ruta en Google Maps y me encuentro con una primera sorpresa: la aplicación me advierte de que mi destino pudiera encontrarse inoperativo al llegar, lo que me pone en guardia y me inquieta porque, en mi experiencia, Google lo sabe todo.
Inmediatamente antes de acceder al cogollo de Ruidera, me detengo frente a la laguna y tomo unas fotografías de un curioso mural que representa a Don Quijote y a Sancho con sus cabalgaduras y a Ruidera y a alguna de sus hijas y sobrinas.
Vuelvo a circular por paisaje de sierra con el sano deseo de acceder a la cueva de Montesinos. Sancho siente preocupación por la integridad de Don Quijote: «Mire vuesa merced, señor mío, lo que hace: no se quiera sepultar en vida…» (II, XXII). ¿Será auténtica o interesada esa inquietud? Porque, si faltase el caballero, ¿quién compensaría al escudero? No aspiro a ver en el interior de la cueva el prado más bello, ni el palacio de paredes de cristal, ni a Montesinos, ni a Durandarte, ni a Belerma y a sus doncellas, ni a desencantar a los seres en que se fijó Merlín. Porque, siguiendo a Sancho, prefiero mantener el juicio; en todo caso, tal vez pueda ofrecer a la Dulcinea encantada los dos reales que su rendido caballero dejó en suspenso. Y es que, Don Quijote, tras conocer por sí mismo la cueva, relata las maravillas que ha conocido, fantasías inspiradas a Cervantes por varios libros de caballerías: los personajes encantados en la cueva confían en las hazañas de Don Quijote para volver a la realidad. Y dice Montesinos que
… solamente faltan Ruidera y sus hijas y sobrinas, las cuales llorando, por compasión que debió de tener Merlín dellas, las convirtió en otras tantas lagunas, que ahora, en el mundo de los vivos y en la provincia de la Mancha, las llaman las lagunas de Ruidera; las siete son de los reyes de España, y las dos sobrinas, de los caballeros de una orden santísima, que llaman de San Juan. Guadiana, vuestro escudero, plañendo asimismo vuestra desgracia, fue convertido en un río llamado de su mesmo nombre; el cual cuando llegó a la superficie de la tierra y vio el sol del otro cielo, fue tanto el pesar que sintió de ver que os dejaba, que se sumergió en las entrañas de la tierra; pero como no es posible dejar de acudir a su natural corriente, de cuando en cuando sale y se muestra donde el sol y las gentes le vean… (II, XXIII).
Ingeniosa y espléndida la leyenda que crea el autor para explicar la existencia de las lagunas y el nacimiento del río.
Y ya me encuentro estacionando en el área exterior del recinto de la cueva de Montesinos; en realidad, todo el área está a mi disposición porque soy el único visitante. Una caseta situada a la entrada se encuentra cerrada; abrirá, según un cartel anunciador, a las 10,30 y la primera visita a la cueva se realizará a las 11. ¡Razón tenía Google! Marco un teléfono de contacto y, con dificultades imagino que derivadas de una deficiente cobertura, una voz que identifico como joven me confirma los datos que acabo de recoger. Le muestro mi sorpresa, mi desazón, mi incomprensión, mi sensación de desconsideración hacia el visitante, mi enfado; pero la voz, no solo no quiere entenderme ni muestra tipo alguno de comprensión, sino que justifica el horario. ¡Dios mío! Primera quincena de septiembre, dos pases por la mañana y el primero a las once; y todo, en pleno siglo XXI: definitivamente, ¡no tenemos remedio! Me quedo con la apreciación de Durandarte en el capítulo a que acabo de aludir: «… cuando así no sea, ¡oh primo!, digo, paciencia y barajar».
Tomo unas imágenes de Don Quijote y Sancho, subo al automóvil, le pido a Google Maps que me encamine a Villahermosa y, desilusionado, reemprendo la marcha a mano derecha, en el sentido que traía, ¿hacia la sierra?, ¿hacia el parque? Circulo por un entorno natural lleno de vida que me subyuga; poco después, la carretera se hace ignominiosamente estrecha y las ramas de uno y otro lado llegan a cruzarse dando lugar a un arco triunfal que en nada me estimula, sino que me agobia. Por su parte, Google pretende que me desvíe por una pista forestal sin asfaltar, y aquí, me planto. Doy la vuelta y retrocedo en sentido civilización.
Camino de Alcalá (I) | Camino de Alcalá (II) | Sigüenza (I) | Sigüenza (II) | Esquivias | Toledo (I) | Toledo (II) | Quintanar de la Orden | El Toboso (I) | El Toboso (II) | Campo de Criptana (I) | Campo de Criptana (II) | Alcázar de San Juan (I) | Alcázar de San Juan (II) | Argamasilla de Alba (I) | Argamasilla de Alba (II) | Ruidera. Lagunas. Cueva de Montesinos | Villahermosa – Villanueva de los Infantes | Miguelturra | Ciudad Real | Daimiel – Puerto Lápice – Consuegra (I) | Daimiel – Puerto Lápice – Consuegra (II) | De nuevo, Madrid (I) | De nuevo, Madrid (II)
© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
Twitter: @boiro10 / Email: porlacastilladedonquijote [arroba] gmail.com