Quiero reconocer con humildad que, mientras preparaba este viaje, me planteé un itinerario ambicioso. Próximo a la hora de la verdad y tras iluminar en mi mapa los nombres de todos los lugares, debí aplicar tijeras a la ambición y limitar el recorrido. En esta área geográfica, quiero visitar Villanueva de los Infantes, pero también Villahermosa.
Me encuentro circulando en pleno Campo de Montiel, rodando probablemente por los caminos que empleó Jaccaci hace siglo y cuarto, solo que actualizados. En algún punto de este recorrido, Ezequiel y él se hospedan en una posada: «Llamamos a la puerta y entramos en la casa, de dimensiones reducidísimas, en la que nos vimos forzados a pasar la noche. Quedé sorprendido de hallar en ella el lujo de sábanas limpias bien estiradas sobre mullida colchoneta de paja puesta sobre uno de los poyos de la cocina». ¡Bien por nuestro admirado viajero y por su imparcialidad! Por cierto, don Augusto reflexiona en torno al carácter manchego de aquellos tiempos – reservado, sombrío, taciturno, según él-, y lo atribuye a la aridez del entorno.
El paisaje, paulatinamente, va perdiendo su carácter serrano para hacerse castellano tópico. Debo de hallarme a unos cuatro kilómetros de Villahermosa cuando al fondo emergen imponentes la iglesia y su torre, y es que, este monumento es lo que me trae a la villa. ¡Villahermosa! ¿Puede ser un nombre más explícito? Las «Relaciones» de Felipe II dejan constancia del «… buen orden que hay entre los vecinos, que nadie deja de atender a sus trabajos, que en las calles hay poco con quien conversar y que las mujeres son muy trabajadoras y virtuosas, honestas y castas, que no se casan con moros ni judíos, que no hay San Benitos ni se haya haber penitenciados por el Santo Oficio», lo que da idea del rigor de los villahermoseños. Villahermosa censa hoy dos mil almas, pero hace un siglo rondaba cinco millares y medio. Ya es media mañana, luce en lo alto un sol justiciero y observo movimiento de personas. Sin mayor dificultad, aparco en la plaza de España, lindando con el atrio de la iglesia, frente al ayuntamiento.
Efectivamente, el templo, de Nuestra Señora de la Asunción, resulta majestuoso. Me llaman la atención la torre, de 45 metros, la preciosa portada de la cara sur, los diecinueve metros de altura interior de su nave, las tres veneras representativas de la Orden de Santiago, dispuestas en triángulo, la magnificencia de su órgano, que debe de sonar a gloria…
Si me dejo llevar por la observación de la presencia de dos oficinas bancarias en esta plaza mayor -vi alguna otra en el paseo por la villa-, tengo que escribir que la población debe de resultar solvente económicamente. El análisis del despoblamiento que experimentó a lo largo del último medio siglo se traduce en el número de hombres mayores que disfrutan de la solana. Me rehidrato en la cafetería, atendida por chicas jóvenes de buen ver, recorro las calles del entorno y continúo hacia Villanueva de los Infantes.
Quince kilómetros me separan de mi próximo destino. Sé por la documentación que a mano izquierda se halla Montiel, a tiro de honda de ocho kilómetros, y mientras circulo, dejo que mi cabeza se vaya a esta villa.
En la Edad Media, la vida humana carecía de valor -¿lo poseyó en algún momento, incluido este?-. Y, en muchos casos, quienes ejercían el poder abusaron de quienes vivían a sus pies, y lo hicieron de modo brutal, inmisericorde, inimaginable. Pasa a la historia como uno de los personajes más sanguinarios y temerarios el rey de Castilla desde 1350 Pedro I el Cruel, sobrenombre ganado a pulso al decir de las crónicas, aunque no le faltan partidarios que le denominan Justiciero. Ya me referí a él en Sigüenza. La naturaleza no se puso de su parte: tiene cráneo deforme, habla torpemente y cojea y es enfermizo y sádico, lo que no obsta para que sea reconocido monarca a los quince años. Disfruta ordenando matar y aun matando él mismo. Usa de la crueldad gratuita como arma política, lo que lleva el terror a la población, incluida la nobleza y el estamento eclesiástico: sin duda, se adelanta a Maquiavelo cuando prescribe que es preferible ser temido que ser amado. A poco de acceder al trono sufre una grave enfermedad y aparecen como hongos posibles sucesores: su padre dejó diez hijos naturales al menos, de los que cinco son varones, y el mayor, Enrique. A partir de esta incidencia comienza la caza de brujas, un auténtico baño de sangre que conlleva la ejecución de varios hermanastros, nobles, clérigos…, de modo paranoico hasta crear una tremenda inseguridad y auténtico pánico, lo que no le impide pronunciar esta máxima: «Los reyes y los príncipes viven é regnan por la justicia, en la cual son tenudos de mantener é gobernar los sus pueblos, é la deben cumplir é guardar». A los dieciocho años se casa con Blanca de Borbón y, como no recibiese la dote convenida, la abandona dos días después, como ya escribí, la encarcela y entretiene su tiempo con la amante de turno. El papa condena los hechos y lo excomulga. Y Pedro continúa con su actitud. Realiza matanzas en distintas ciudades dejando un reguero de sangre desde Burgos a Sevilla, ejecuta a Blanca y se internacionaliza la guerra civil que hizo estallar. Para no alargar el relato de los hechos, reseño que en 1369 se enfrentan definitivamente los dos bandos (partidarios del rey Pedro I y de su hermanastro Enrique, aspirante a derrocarlo) aquí al lado, en Montiel. La fortuna da la espalda a Pedro en el campo de batalla y los dos hermanastros, engañado el rey, se encuentran en una posada, y el bastardo, con la ayuda de uno de los suyos, francés, lo acuchilla; luego, el monarca será decapitado y expuesta su cabeza. El «ayudante» de Enrique pronunciaría la vieja sentencia: «Ni quito ni pongo rey, solo ayudo a mi señor». Estimo que Don Quijote apreciará que recoja aquí esta sentencia suya: «el andar a caballo a unos hace caballeros; a otros, caballerizos» (II, XLIII). Y no podía faltar la aportación de Sancho: «…es tan buena la justicia que es necesario que se use aun entre los mesmos ladrones» (II, LX).
En tiempos de Jaccaci, los montieleños tienen bien presente el, a la vez, fratricidio y regicidio. ¡Lástima de Justicia justa e inmediata en la reparación del daño! Otro gallo nos cantaría. Mas, ¿qué juez se atrevería a juzgar a Pedro y a Enrique?, ¿qué juez se atrevería con un jefe de Estado? Viene a mi memoria el caso de Richard Nixon, el amo del mundo, que, acorralado, dejó la Casa Blanca, pero debe de haber sido excepción. Cervantes, sensible, no podía dejar de tocar asunto tan relevante, y así, en el capítulo X de la primera parte del «Quijote», tras la última aventura, con el Vizcaíno, muestra la inquietud de Sancho porque los hechos trasciendan a la Santa Hermandad, a lo que responde Don Quijote: «¿Y dónde has visto tú, o leído jamás, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más homicidios que hubiese cometido?». Nuestro héroe, todo rigor en la defensa del desvalido, se siente impune. Es curiosa su vara de medir cuando promete vengarse del vizcaíno, que le dejó la oreja maltrecha, a lo que, con sentido común, reflexiona Sancho: «Advierta vuestra merced, señor Don Quijote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado de irse a presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya habrá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena si no comete nuevo delito». Hoy, nos hemos dado leyes, normas y reglamentos a cientos, a millares, pero no podemos dejar de escandalizarnos cuando sabemos de algunas sentencias manifiestamente injustas, a años luz de la cordura, y volvemos a escandalizarnos cuando el reo, tras cumplir el simulacro de pena, vuelve a ser hombre libre.
En el capítulo siguiente, larga reflexión de Don Quijote en torno a la «edad de oro»; de la disertación entresaco estas palabras: «La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar ni ofender los del favor y los del interese, que tanto ahora la menoscaban, turban y persiguen». Juzga y desdeña sus malas prácticas y destaca que «… creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes para defender las doncellas, amparar las viudas y socorrer a los huérfanos y a los menesterosos»; en una palabra, para contrarrestar la falta de rectitud.
Y, probablemente, la experiencia personal de Cervantes: «… harta ventura tiene un delincuente que está en su lengua su vida o su muerte y no en la de los testigos y probanzas…» (I, XXII).
Y en esta reflexión, alcanzo Villanueva de los Infantes. Avanzo en el vehículo hasta decidir qué hacer con él. Me desvío en las inmediaciones de la plaza Mayor y me doy de bruces con una vieja noria, representativa, hermosa hoy, y sigo rodando hasta encontrar más allá de la zona de pago de aparcamiento un lugar que me satisfaga. ¿La primera impresión? ¡Dios mío, accedo a una ciudad monumental! Y, sobre la marcha, decido no apartarme de su centro histórico para no mancillar su hermosura.
La bandera de Villanueva de los Infantes está integrada por sendas franjas horizontales roja y blanca, lo que trae a mi memoria los colores de la bandera polaca, solo que inversas una respecto de la otra. ¡Qué curioso! Leo que el rojo representa a Castilla y el blanco a la Orden de Santiago.
Villanueva de los Infantes es capital del Campo de Montiel por decisión de Felipe II, ciudad desde finales del XIX…, aunque hoy contabilice la mitad de la población que la integraba hace medio siglo.
Camino en dirección a la plaza Mayor por una calle peatonal integrada por edificaciones señeras de siglos de existencia a sus espaldas, dotadas de portadas labradas y escudos nobiliarios. Finalmente, desemboco en la plaza. Amigo lector: te supongo aguardando unas notas descriptivas, y es lo justo, mas, ¿dónde encuentro las palabras? Hasta que tú la veas por ti mismo y te hagas tu idea, déjame decirte con sencillez que es preciosa, única. Colindantes los monumentos representativos del poder religioso y el civil, viejos soportales, dilatadas balconadas, las representaciones de Don Quijote y Sancho con sus cabalgaduras, que escalan con fruición los niños, como puedo observar; simplemente, un gozo, una maravilla.
Desde la plaza, me aproximo a la iglesia, de San Andrés, a su cara sur. En ella, además de una artística portada y puerta de acceso, una estatua recuerda a Tomás de Villanueva, hijo y patrono de la ciudad además de alumno de la universidad de Alcalá, del que es su primer santo. El templo es monumental, dispuesto interiormente para la meditación, con una imagen de la Virgen exquisitamente revestida y agasajada y dotado de vidrieras agradables a la vista.
La cara oeste mira a una placita en que se halla un edificio que alberga la casa de Cultura y la biblioteca Municipal, edificio que tiempo atrás fue pósito, almacén de trigo y cárcel; según leo, los presos dejaron aquí su huella en forma de grabados en paredes y columnas. El edificio, de dos plantas, es sencillo pero hermoso exteriormente, con la venera y la cruz de Santiago destacadas por duplicado en la fachada. Accedo al interior, sencillamente deslumbrante, y me deleito, y busco las manifestaciones de los presos, pero mi torpeza no me permite dar con ellas. No veo a persona alguna en esta planta y subo unos peldaños hasta la siguiente, la de la biblioteca, con la intención de preguntar, pero se encuentra cerrada. ¡Otra vez será!
Vuelvo a la plaza Mayor para enfilar la calle comercial en busca del convento de Santo Domingo. De nuevo, edificios señeros con escudos y portadas, dispuestos para su admiración, y negocios variados, fundamentalmente hosteleros, y mucha animación, mucha vida, diría yo que ajena a la crisis que atravesamos.
Un poco después, la «casa cuartel de la Orden de Santiago», sencillamente, ¡increíble!
Avanzo hasta alcanzar, ¡no puede ser!, la supuesta casa del caballero del Verde Gabán, estrecha de fachada pero especialísima. Varias personas forman corro frente a ella, pero no admirándola, sino hablando entre sí, probablemente infanteños; de la vivienda, hoy propiedad particular, sale un hombre maduro y canoso: nos miramos, pero no me atrevo a abordarlo.
-Reconoce que pierdes facultades, Manoliño.
-Sin duda, amigo.
Hace cuatro decenios, me enseñó Alberto, mi maestro de fotografía -y conscientemente escribo maestro y no profesor-, que sus alumnos, con cámara en ristre, somos autoridad, notarios en actitud de levantar acta del momento y, por tanto, libres para situarnos donde las circunstancias nos lo demanden; mas, querido Alberto, disculpa mi timidez, mi cortedad, pero no puedo poner a este caballero en el compromiso de entremeterme en su casa. Y es que, en Infantes, como estiman muchos de sus vecinos, estaría la morada, mítica morada, de Don Quijote, ese lugar del que Miguel no quiso acordarse. Y frente a esta casa, si doy rienda suelta a la imaginación, podría adivinar la presencia de don Diego, el caballero del Verde Gabán, de doña Cristina, su esposa, y de don Diego, su hijo, y no puedo evitar reproducir la descripción que de ella hace Cervantes:
Halló don Quijote ser la casa de don Diego de Miranda ancha como de aldea; las armas, empero, aunque de piedra tosca, encima de la puerta de la calle; la bodega, en el patio; la cueva, en el portal, y muchas tinajas a la redonda, que, por ser del Toboso, le renovaron las memorias de su encantada y transformada Dulcinea… (II, XVIII).
Avanzo por esta calle comercial y populosa hasta desembocar en el convento de Santo Domingo. Accedo en el límite de la hora de visita, miro a la señora que atiende, con dos criaturas a su lado esperando a que el reloj dé la hora, y le pido el favor de unos instantes para visitar la celda y tomar un par de fotografías. Me sonríe y me invita a subir. Y es que, tras el encarcelamiento en León (parece que su prisión en San Marcos se debió a que dejó bajo la servilleta de Felipe IV un poema en que atacaba la política del conde-duque de Olivares y mostraba la gravedad del momento que atravesaban la monarquía y el país), Quevedo se retiró a su señorío, Torre de Juan Abad, villa próxima a Infantes. Poco tiempo después, muy enfermo, se traslada aquí, a los dominicos, en busca de remedio a su mal, tal vez en busca de paz para encaminarse a la otra dimensión. Observo y recorro con emoción y respeto la sala y la celda que utilizó en sus últimas semanas de existencia. Sucedió hace 370 años, día arriba, día abajo, y no me extrañaría nada que aquí musitase más de una vez su conocido soneto que se inicia con el cuarteto «Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados, / de la carrera de la edad cansados, / por quien caduca ya su valentía», y que remata con el terceto «Vencida de la edad sentí mi espada, / y no hallé cosa en que poner los ojos / que no fuese recuerdo de la muerte».
Tal vez sea solo una leyenda, hoy leyenda urbana, pero no me resisto a recogerla: se cree que días después de su entierro, su tumba fue mancillada por un loco que deseaba apropiarse de las espuelas de oro con que el inmortal habría sido enterrado.
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© de texto e imágenes, Manuel Ríos.
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