Fernando Jauregui

Mariano Rajoy cumple los sesenta.

Cumplir sesenta años, como hizo Mariano Rajoy el pasado viernes, no significa nada, ni a favor ni en contra -si lo sabrá quien suscribe–. Pero es una oportunidad para la reflexión, para detenerse a mirar tu propia vida desde el picacho de una edad en la que ya comienzas a comprenderte y a comprender, con tolerancia, muchas cosas de los demás. Pienso que los políticos, en general, y más si son presidentes del Gobierno, jamás se conceden tiempo para esa introspección, ni tampoco para dar la mano a los demás, a esa gente que transita por la calle y que no sin ni políticos, ni periodistas, ni dirigentes plasmados en el Ibex. Y así nos/les va. Es el caso, lo he comprobado esta semana recorriendo la Andalucía ‘de’ Susana Díaz, que Mariano Rajoy se ha convertido, bien a su pesar sin duda, en el centro de la tormenta perfecta política que conmociona los cimientos de la estructura partidaria en España. Y me dicen que no ha recibido demasiados mensajes de felicitación en su fortaleza-prisión de La Moncloa.

¿Está Rajoy ‘quemado’, con o sin la condición de sexagenario que desde ahora, y durante una década, le adorna? Resulta curioso, y no sé si positivo, pero el caso es que el presidente del Gobierno es, con la declinante Rosa Díez, el único político en primera línea -sí, queda algún ministro, algún presidente autonómico- que está en una edad cuyos dos dígitos comienzan por seis. Y preguntarse si está ‘quemado’, como hago yo en esta crónica, y como hacen bastantes de sus correligionarios con los que he podido encontrarme en estos días de conversaciones ‘políticas’ en tierras andaluzas, no alude para casi nada a una cuestión de edad. Ocurre que Rajoy, que ha tenido un magnífico comportamiento político y humano en la tragedia aérea plurinacional que nos ha sobrecogido esta semana -estupendo su gesto de recoger a Artur Mas para irse juntos a los Alpes–, sigue siendo el principal referente de un partido que es el más cohesionado del país, el menos conflictivo, el que aún puede enorgullecerse de tener mayoría absoluta en el Congreso, de ocupar las principales presidencias autonómicas y las alcaldías de la mayor parte de las capitales de provincia.

Por eso, precisamente por eso, necesitamos que el castillo no se desmorone. Que, si es el caso, ceda elegantemente parcelas de su excesivo poder, y ello ocurrirá sin duda en las elecciones del próximo 24 de mayo, dentro de menos de dos meses. Pero alguien tendría que evitar que, por falta de aplicar los cambios, reparaciones y regeneraciones que son necesarios, el tinglado se vaya abajo de golpe, para ser sustituido por emergentes de mérito -pienso, claro, en Ciudadanos–, pero a los que aún les faltan cuadros, estructura, programa y algún líder además de Albert Rivera. Y fíjese usted: lo mismo estoy a punto de decir del PSOE, que ha propiciado, no obstante, su generosa ‘operación relevo’ con mucha más celeridad y decisión que el inmóvil(ista) PP actual. O de Izquierda Unida, donde se registra no menuda agitación interna. O del mismísimo Podemos, que seguimos sin saber por dónde saldrá finalmente, tras los primeros momentos de cegarnos con el fulgor.

Dice Pedro Sánchez -y qué va a decir, si no- que «Rajoy sabe que será el gran derrotado en este ciclo electoral». Puede que el presidente del Gobierno y del PP acabe siendo el gran derrotado y que, merced a una serie de pactos, comenzando por el interno que ya se delinea en el PSOE, sea Sánchez quien termine por ocupar el sillón de La Moncloa allá por diciembre. Quién puede, a estas alturas, hacer tales vaticinios. De lo que estoy seguro es de que Rajoy no sabe, contra lo que afirma Sánchez, que podría ser el gran derrotado en este ciclo electoral. Vive demasiado instalado en la satisfacción por lo cumplido -que, la verdad, ha sido bastante-, en la falta de la menor autocrítica, en el terror a propiciar la menor renovación. Y, como dijo Felipe González, que padeció su propia máxima, «se puede morir de éxito». De hecho, uno se muere de éxito, porque del fracaso se aprende, como decía Einstein.

Pues eso: que lo único bueno que tiene la fiesta de cumpleaños cuando llegas a los sesenta es que te dan la oportunidad de pensar qué vas a hacer con los buenos años que aún le restan, presumiblemente, a tu vida. Y que ya no es cuestión de desperdiciar ni un solo momento. Pero ya digo: Rajoy, como el resto de sus colegas de profesión, anda demasiado apresurado ocupando cada minuto libre de su agenda con tal de no tener que detenerse a pensar. Muy humano, aunque estemos, como es el caso, hablando de Mariano Rajoy.

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