Raúl del Pozo

«Albert Rivera, como los béticos que tanto triunfaron en Roma, aprendió elocuencia»

"Albert Rivera, como los béticos que tanto triunfaron en Roma, aprendió elocuencia"
Raúl del Pozo. PD

Raúl del Pozo destaca las artes oratorias de Albert Rivera y como éste aguarda pacientemente su oportunidad de dar el gran salto, el de poder tener poder de decisión en el Gobierno de España:

Los romanos estaban dotados del don de la palabra porque aprendían retórica en la escuela. Es lo que hizo Albert Rivera; como los béticos que tanto triunfaron en Roma, aprendió elocuencia.

Le llamaron «el joven Cicerón» y ganó la Liga de Debate Universitario en Salamanca. «¿Conoces bien a Cicerón?», le pregunto. Dice que no lo suficiente, aunque leyó el latín en sus textos. Está acompañado de María Castiella, una mujer 10. Rivera sabe latín y se muestra inclemente con Mariano Rajoy. «No tengo prisa por llegar y, si llego, será a un Gobierno que haga posible la regeneración». Le interesa más hablar de Cicerón o de Julio César, que embellecieron el latín, que del laberinto político.

Aquel Cicerón que tan bien hablaba el latín -aunque blasfemara en griego- murió degollado en la patria que tantas veces había salvado. Pero ha resucitado. «En el Occidente medieval la única filosofía griega cultivada fue el estoicismo, incorporado a través de Séneca y Cicerón, que están entre los pensadores de la democracia», escribió Luis González Seara en El poder y la palabra, un libro comparable a los de Ortega. El sabio catedrático, ex ministro de Adolfo Suárez, fundador de Cambio 16, presidente de El Independiente, falleció la semana pasada. Era un gran hombre: epicúreo, dialéctico, noble, generoso y admirador de Cicerón, al que califica de «Voltaire de la antigüedad». Recuerda en su luminoso libro que Cicerón estaba convencido de que los sabios derrotarían a las estrellas.

La repercusión del patricio en la democracia también ha sido recreada en el libro póstumo de Antonio Fontán, Cicerón, que deberían leer los políticos. «No hay vicio peor para un político -escribió el romano- que la sed de poder, la codicia y la corrupción». Conté en La rana mágica que das una patada en la ciudad de Roma y matas a un gato o a un cardenal; cavas y salen los cuernos de un emperador. Pero pocos monumentos han quedado tan enteros como el de Cicerón. Su busto reluce entre la roca sagrada del Capitolio y la del Foro, mirando de reojo a las cuadrigas y con rencor a Antonio, al que ofreció su cuello a los 64 años.

Sentencia que:

No sé si Albert recordará este texto: «Los que aspiren al gobierno del Estado deberán tener siempre muy presentes dos máximas: la primera, que han de mirar de tal manera por el bien común, que a él refieran todas sus acciones olvidándose de sus propias conveniencias». Cicerón proclamó en el Senado que no hay peste que cause más estragos que la rivalidad de los que aspiran a los mismos cargos y el odio entre ellos. «Los que entre sí disputan sobre quién ha de gobernar el Estado son como marineros que quisieran llevar todos el timón de la embarcación». Definió al Senado como el puerto del refugio y el amparo de reyes. «Roma merece con más razón ser llamada protectora que dueña del mundo», dijo. Uno de sus nietos preguntó a Augusto que quién era Cicerón y contestó el emperador: «Era un hombre elocuente, hijo mío, que amaba cordialmente a su patria».

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Autor

Juan Velarde

Delegado de la filial de Periodista Digital en el Archipiélago, Canarias8. Actualmente es redactor en Madrid en Periodista Digital.

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