Rosa Belmonte

Podemos, Bescansa y los sabañones: Peor que la pobreza energética es la pobreza intelectual

¿Ha reclamado Carolina Bescansa para la Constitución el derecho al aire acondicionado?

Un personaje de Alan Moore en «From Hell» dice que la clase obrera no quiere la revolución, quiere dinero

ARTURO Barea estaba destinado durante la Guerra Civil en la oficina de prensa extranjera y propaganda del Ministerio de Asuntos Exteriores. Hasta el 6 de noviembre de 1936, estuvo con Luis Rubio Hidalgo en una de las plantas superiores del edificio de Telefónica en la Gran Vía (El padre de Bescansa fue condenado por la muerte de una joven tras una cirugía estética).

Rubio Hidalgo huyó con el Gobierno y Barea se quedó. En su trabajo, entre otras cosas, el autor de «La forja de un rebelde» debía evitar que los posibles espías mandaran informaciones a través de falsas crónicas (Carolina Bescansa a Eduardo Inda: «¡Hijo de puta, te voy a escupir!»).

Herbert Matthews, el corresponsal del «New York Times» en la zona republicana (y ahora de actualidad otra vez por haber sido el primero en entrevistar a Fidel Castro en Sierra Maestra), era uno de los periodistas más concienzudos.

Una vez se fue de Madrid a Valencia a comprobar si la carretera estaba cortada, como decía la propaganda enemiga. También contribuyó con su reportaje en el periódico neoyorquino a consagrar a las Brigadas Internacionales (la crónica hizo más que los méritos en el combate).

Herbert Matthews se presentó en la Telefónica para pasar unos gastos médicos a su editor por el tratamiento de unos sabañones. Barea dudó si no sería un mensaje cifrado. Así que el estadounidense le enseñó las úlceras entre los dedos y «un sabañón descaradamente instalado en la punta de su nariz melancólica».

Nunca he tenido una nariz melancólica, pero sí sabañones. En la ciudad, con el uniforme del colegio, no en la alta montaña. Me temo que los señoritos de Podemos, no.

Siento haberme perdido esta joya en el acto del Día de la Constitución. Leo a Bárbara Ruiz que Carolina Bescansa casi reclamó el derecho al aire acondicionado. Sus palabras:

«Que la Constitución garantice que en todos los hogares haya calor o frío».

Parece un anuncio del sistema Inverter. O peor (para ella), las palabras de Carmencita Franco después de que su padre la animara:

«Oye, nena, ¿quieres decirles algo a todos los niños del mundo?». Y ella, con su madre al lado, se arranca con lo que tenía aprendido:

«Pido a Dios que todos los niños del mundo no conozcan los sufrimientos y las tristezas que tienen los niños que aún están en poder de los enemigos de mi patria, a los que yo envío un beso fraternal. ¡Viva España!».

Y vivan los hogares sin calor o frío.

Una amiga y yo recordamos con poca nostalgia y mucha risa cuando éramos pobres energéticas y no lo sabíamos. Recordamos eso de ser Las pobres energéticas como una película de Ozores pero sin Esteso, Pajares y Florinda Chico.

Aunque su madre era más graciosa que los tres juntos. Viviendo en la casa familiar, cada vez que su novio la llamaba en invierno se iba buscando intimidad al teléfono que había en la habitación de su madre.

Era Murcia, pero parecía Stalingrado. Mi amiga se ponía el anorak (antes no decíamos plumas), un gorro, unos guantes y se iba a echar vaho por la boca mientras intercambiaba palabras de amor. O guarras.

La pobreza energética (adjetivo tan merluzo como el de infantil; hombre, que no hay por ahí niños sueltos y emancipados en su pobreza, son tan pobres como sus pobres padres), la llamada pobreza energética, digo, no tiene gracia. Creo recordarlo. No la tiene la pobreza en general.

Un personaje de Alan Moore en «From Hell» dice que la clase obrera no quiere la revolución, quiere dinero. Calor en invierno, frío en verano y un jamón. Pero tampoco es necesario que lo diga la Constitución.

Peor que la pobreza energética es la pobreza intelectual. Y los sabañones. A veces dudo si estas cosas que dicen no serán mensajes cifrados. Para los extraterrestres o algo así.

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