David Gistau

San Barack Obama

Sólo falta una reunión en la Casa Blanca con los leprosos curados por imposición de manos

San Barack Obama
David Gistau. PD

LA transición presidencial en USA ha disparatado la concepción maniquea de la política: estamos ya ante clichés del Bien y el Mal propios de la Marvel.

El hecho de ser sucedido por Trump perjudica, por una parte, el legado de Obama, pues los historiadores podrán preguntarse cuán hartos terminaron los electores que rechazaron cualquier cauce de continuidad del «Yes, We Can» y se abrazaron al personaje más antagónico y disruptivo que había a mano.

Como encontrar en los Ángeles del Infierno una salida a ocho años de ser «boy scout» y de tener prohibidas las palabrotas.

Pero, por otra parte, la desolación con la que muchos votantes aguardan la toma de posesión de Trump -después de haber tratado de impugnar su triunfo- como si se tratara de una cuenta atrás hacia la extinción de la vida humana en el planeta ha permitido a Obama potenciar hasta extremos autoparódicos su consagración como santo laico.

Sólo falta una última reunión en la Casa Blanca con los leprosos curados por imposición de manos. Mientras, al azucarado espectáculo de las lágrimas y la emoción de la parentela se han sumado excesos como el cometido por el NYT cuando dijo, aprovechando una fotografía en la que el político profesional Obama le robaba un beso a una niña, que el presidente había sido, de alguna manera, el padre de todos los niños de la nación.

Providencialismo y paternalismo en el culto a la personalidad del infalible Ser Saliente. A veces parece que los gringos añoran una monarquía de las establecidas todavía en la gracia de Dios.

El relato del NYT habría sido perfecto en caso de dar, en la página siguiente, la noticia de que todas las familias demócratas deberán entregar su primogénito para usarlo en la Casa Blanca en los ritos satánicos de Trump que incluyen inmensas cantidades de orina de prostitutas: si para destruir una sola cama necesitó una orgía, para desobamizar la Casa Blanca Trump va a tener que poner a mear a la 101 Aerotransportada.

La fanfarria final alrededor de Obama, la rendición de sus turiferarios, ha servido para que el todavía presidente cometa una última mezquindad tremenda.

Mientras la opinión pública clavaba defensas de madera en las ventanas para prepararse para la llegada de Trump, Obama, sin dejar de derramar lágrimas como las de Sara Montiel en «Veracruz», convirtió el mar en un muro líquido que ni siquiera hace falta pagar y revocó la ley de los «pies secos» que estabula aún más a los cubanos en su cárcel a cielo abierto.

A nadie le ha importado: estamos demasiado pendientes de las redadas contra inmigrantes de Trump. Una última concesión de Obama, clandestina, rastrera, a una dictadura a la que no ablandaron en sus resortes represores ni la muerte de Fidel ni las visitas curativas del propio Obama en igualdad jerárquica con el Papa.

Para esto sirve fomentar el miedo a Trump: para pasar por santo estableciendo al mismo tiempo un despiadado sistema de expulsión de huidos políticos.

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