Ignacio Camacho

España y la posverdad jurídica

Para reconstruir la confianza en la Justicia es menester que la propia Justicia empiece por respetarse a sí misma

España y la posverdad jurídica
Ignacio Camacho. PD

PARA recuperar la confianza de los españoles en la Justicia, devastada por la extensión del prejuicio populista, no va a bastar con la pedagogía de la independencia jurisdiccional si la propia Justicia no se respeta a sí misma.

Una gran parte del descrédito que impide la normal aceptación de sentencias como la del caso Nóos o la de las tarjetas de Bankia se debe al concienzudo esfuerzo que los partidos han dedicado a neutralizar la separación de poderes tratando de invadir el judicial desde el Gobierno y el Parlamento.

Ese intervencionismo manifiesto, a menudo descarado, ha incrementado el natural recelo popular sobre las decisiones de los jueces, dándole un cierto fundamento -o más bien un pretexto- a la creación de una posverdad jurídica que en este momento constituye la más severa amenaza para el Estado de Derecho.

En una semana crispada por veredictos socialmente hipersensibles como los de la Infanta, su marido y los usuarios de las tarjetas opacas, la política ha enseñado sin pudor sus manazas colocadas sobre el aparato judicial.

Por un lado, el Gobierno no encontró mejor oportunidad para proceder al nombramiento de nuevos fiscales y al relevo de los encargados de la acusación en sumarios de corrupción que afectan al PP.

Por otro, un antiguo alto cargo de Chaves y Griñán -¡¡secretario general de Justicia, por el amor de Dios!!- resultó elegido ponente de la sentencia que debe absolver o condenar a sus antiguos jefes en el caso de los ERE, sin mostrar intención alguna de abstenerse ni señal de sentirse concernido por la más mínima susceptibilidad.

Son episodios como éstos los que conducen al desaliento cualquier intento de reivindicar la honestidad de la administración de justicia, un compromiso en el que deben involucrarse en primer lugar quienes tienen la obligación de preservar el funcionamiento de las instituciones al servicio público.

Esta clase de actitudes irresponsables desgasta en circunstancias delicadísimas la reputación de un pilar esencial de la democracia.

El grado de escepticismo y malicia de la población respecto a los tribunales se ha vuelto crítico.

En un momento en que la calle, dolorida por los estragos morales de la crisis, se deja resbalar por la pendiente del linchamiento, el discurso nihilista ha logrado extender a la justicia su demagogia instrumental y está a punto de aniquilar la razón legal para sustituirla por un espíritu de revancha justiciera.

Lo último que se puede hacer en un ambiente de reticencias emocionales tan extremadas es darles pábulo con decisiones tan faltas de tacto, cuando no tendenciosas y arbitrarias.

Lo que está en juego es la legitimidad de un poder básico del Estado, en el que la apariencia de imparcialidad importa tanto como su ejercicio efectivo. Y resulta doloroso comprobar qué poco han aprendido de sus errores las autoridades encargadas de garantizar su prestigio.

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