Victor Entrialgo de Castro

La ardilla prodigiosa

La ardilla prodigiosa
Víctor Entrialgo de Castro, abogado y escritor. PD

Siempre que vienen a la capital, le hacen una visita. Los hay que vienen de lejos. Generalmente vienen al médico y desde la estación de autobuses atraviesan la ciudad buscándola con las recetas en la mano.

Algunas mujeres que vienen a comprar alguna crema para la cara o el cuerpo se sienten ofendidas o incómodas cuando al oir el motivo de su sorpresa se dan la vuelta y en ese momento atraviesa el umbral de la farmacia algún hombre. Otras en cambio notan un subidón de autoestima sin haber tenido tiempo de tomar aún ninguna de las pastillas que llevan para su bienestar.

Los niños entran y salen a la carrera, y más que una Farmacia, aquello parece más bien el ambiente de un edificio en construcción a la hora del bocadillo. El caso es que unos salen nuevos, rejuvenecidos, como si les hubieran puesto colágeno o un bote entero de ácido hialurónico que está tan de moda. Otros se dicen escépticos, pero no dejan de pasar. Algunos creen que el juguete, la cosa en si, les hace más efecto que las propias pastillas y otros lo consideran una cápsula para el espíritu.

El dia que hice el descubrimiento terapéutico atravesé el umbral y oí un silbido fuerte de aprobación física de esos que para que sean redondos tienes que estar subido en un andamio. Me extrañó, no por inmerecido o porque hoy dia no pueda haber mujeres en el andamio, sino porque con la crisis de la construcción ya no quedan casi ni albañiles. Fue simpático y divertido aunque desconcertante hasta que, de entre todo lo que habia en el escaparate de la farmacia, bastones con gps, carteles anti age y cremas mágicas contra la celulitis, asomó la cabeza una ardilla de peluche que se dirigió a mi y me dijo. «¡Hola. Soy la Ardilla prodigiosa! Me activa la gente cuando atraviesa el umbral y yo la animo con mis silbidos piroperos.

En ese momento entró en la Farmacia una chica joven atractiva y estilosa y, esta vez con sobrado fundamento, volvió a sonar ese silbido que está en vías de extinción y que, cuando no era grosero, tanto aportaba a la alegría callejera y a la autoestima femenina. Después de su sorpresa y de mirarme sonriendo, creyendo que el que silbaba era yo, aquella chica se fue encantada sin recoger ni siquiera el paracetamol.

No sé cada cuanto toma esta chica el paracetamol, o si quizás fuese una crisis pasajera, pero desde entonces todos los dias me dejo caer por allí a la misma hora, por si por azar le sigue doliendo algo. Espero un rato a ver si aparece, y por lo menos me llevo un silbido de la ardilla prodigiosa que por lo menos levanta el ánimo. No sé si es por la chica o por la ardilla, pero a veces delante de la farmacia hay cola.

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