Javier De Lucas

Sobre el poder judicial y la democracia mal entendida

Sobre el poder judicial y la democracia mal entendida
Javier de Lucas. PD

Nadie se atreve, tan siquiera, a poner en duda las glosas asertivas que suelen esgrimir los hombres de estado, los políticos, los padres de las leyes constitucionales, incluso ciertos sectores sociales interesados, para salir en defensa de la «sacralidad» de los fallos judiciales, aun evidenciándose o no el error o tendenciosidad a veces más que manifiestos.

Ciertamente la ley es sagrada, por su naturaleza, condición y razón de ser. En cuyo caso, claro que los dictámenes de los tribunales han de respetarse, pero siempre que su aplicación sea ponderada, proporcionada, equitativa y sin faltar al espíritu para lo que fue creada; de lo contrario, y precisamente por sus orígenes, pasará de lo más elevado a sumergirse en un piélago de ignominia.

No puede ser, que la sociedad civil, la ciudadanía, asista perpleja y con estoica quiescencia, día sí día no, a espectáculos como nos tienen acostumbrados los próceres jurisprudentes, sea cual sea el ámbito del derecho: constitucional, civil, penal, político… Cierto también: los jueces no son infalibles. Lo cual no es reprochable, siempre que se corrija el error y se restituya con la mayor celeridad la dignidad del perjudicado con la injusticia derivada del error, afecte a un solo ciudadano o la sociedad entera. Esto engrandece aún más si cabe el espíritu de las leyes, pues es tanto como decir que la propia ley se somete la justicia; porque no es la justicia lo que nace de la ley, sino la ley de la justicia [natural].

El problema resulta cuando los jueces juzgan y dictan sentencias, o la fiscalía incoa procesos, dependientes de afectos personales; es decir, cuando los fallos y requerimientos vienen marcados por la subjetividad ideológica o de tendencias notorias. Y esto ya no es un error, sino abuso de poder. Y esto, a su vez; es lo que produce desasosiego y temor hacia los jueces: ahora son temidos, no respetados. Lo primero, es algo que jamás debería haberse producido en una democracia; lo segundo, es lo que dimana de la propia naturaleza de la ley cuando ésta nos colma de confianza.

La inflexibilidad de la ley, su sana aplicación y su equilibrio, es lo que podemos llamar justicia. La génesis de la libertad está precisamente ahí, quedando acotada con razón y claridad meridianas. Es lo que hace fuerte a una democracia, además de unificar sólidamente a la ciudadanía, al sentirse protegidos mutuamente: la ley y la justicia protegen a los ciudadanos y los ciudadanos protegen la ley y la justicia.

La aplicación de la ley con justicia no solo no es cosa baladí, sino que cobra un carácter sublime, numinoso, transcendente. Y es precisamente en la forma de aplicarla lo que determina el estado de derecho. Por ello es de necesidad la precisión y riguroso cuidado con que ha de ser aplicada. De las leyes justas, o injustas, toma conciencia y empatiza el ser humano, de ahí el peligro de las injusticias; porque, si las leyes son justas son tomadas como ejemplo de virtud, mas si son injustas provocan un resentimiento de impotencia que lo hacen perverso. Así, en el sentido más amplio y profundo: las injusticias hacen a los hombres injustos.

La aplicación de la justicia con la máxima sensibilidad y rectitud es de importancia capital para que los ciudadanos confíen en la seguridad que la democracia les procura. Del mismo modo, la tardanza en los plazos y la falta de medios técnicos y administrativos para agilizar la resolución de los casos, redundarán en detrimento de la aplicación justa de la ley.

Los jueces han de ser seres excelentes, intachables, superiores. Y es elemental entender que no deben permitirse la subjetividad, menos aún si está afectada de ideologías políticas, partidistas, credos religiosos, ni cualquier otra influencia de pasiones humanas. Su capacidad de abstraerse de todo cuanto pueda influir en las causas y decisiones finales, parece que debe estar fuera de dudas; no es así, sin embargo. La historia de nuestra joven democracia ha llevado a la ciudadanía a pensar y opinar que la actuación del poder judicial no es, ni por asomo, la más serena, independiente y acertada.

Ser servidor de la ley y la justicia, no debería comportar corporativismo de vulnerabilidad alguna frente a los desafueros que se hayan cometido o se hubieren de cometer. Justo todo lo contrario: deberían ser sometidos, con el mismo rigor que cualquier ciudadano, al imperio de la ley, aquellos que prevariquen en favor de sus afines por la razón que fuere. Pero es difícil que así sea, siempre que los magistrados sean propuestos por los partidos políticos, como sabemos que está estipulado. Todo ello no leva más que a emponzoñar más la actividad política y a ofender más aún la dignidad y la inteligencia ciudadanas.

Decía Montesquieu: al igual que los ríos tienden y se funden en el mar, todas las monarquías tienden al despotismo. Todos sabemos que desarrolló en su Del espíritu de las leyes todo un pensamiento sobre la razón de ser de las leyes para equilibrar los poderes y hacer frente a despotismo. Cuando el poder ejecutivo, con la aquiescencia del poder legislativo [resto de grupos parlamentarios], nombran el poder judicial, ¿dónde está la democracia que fundamenta Del espíritu de las leyes, ¿dónde queda el equilibrio de poderes?, ¿dónde el sentido del voto de la ciudadanía…?

Así las cosas, vuelvo a mi idea al respecto: ¿qué es democracia?, la más perfecta de las dictaduras; puesto que se ejerce el poder desde y al amparo de la falsa independencia de poderes, abusando de la confianza de los ciudadanos que con su voto confían ingenuamente en el buen hacer de sus gobernantes aplicando estrictamente la ley como lo que es, el principio y el fin de la Democracia. Pero no es así, al no darse el equilibrio de poderes porque el poder judicial no es independiente del legislativo y del ejecutivo [y viceversa] al ser aquél nombrado por éstos.

Cuando el ciudadano tiene miedo, es porque algo pavoroso dimana del seno del Poder. Y el ciudadano muestra ese miedo ahora, en la peor de sus formas, como es sabido y notorio: con desconfianza e inseguridad ante la ley y la justicia.

Ahora el «monarca» ya no es la ciudadanía que con su voto otorga el poder a los gobernantes con toda confianza en su bonhomía, sino el poder judicial, como en los tiempos del despotismo, por aplicar la ley, en representación de los demás partidos del legislativo, y ejecutándola a conveniencia éstos.

Así, la democracia no sólo queda desequilibrada, sino hecha añicos.

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