David Gistau

Cristina Cifuentes: de la lucecita del Pardo a la de la Puerta del Sol

La presidenta de la comunidad me saca una ventaja clara porque ella vive de ser prócer y eso en casa impresiona más

Cristina Cifuentes: de la lucecita del Pardo a la de la Puerta del Sol
David Gistau. AC

IGNORO si a los españoles les procuraba tranquilidad saber que en la residencia del jefe de Estado estaba siempre prendida la que se dio en llamar lucecita de El Pardo.

Insomne, infatigable, siempre encerrado en ese palacio del cual salían motoristas a repartir los designios del destino español -si llaman de madrugada no es el lechero, sino un motorista de El Pardo-, Franco encarnaba con su lucecita esa noción entre paternalista e infalible del Estado al cual le gusta tanto encomendarse a un pueblo que jamás quiso enfrentarse a la intemperie del individuo solo que no espera de la tecnocracia que le resuelva la existencia.

El Estado permanecía en su puesto de día y de noche, incluso cuando uno se marchaba en verano a explorar en las playas del desarrollismo los avistamientos de las suecas de Landa.

Aun cuando Franco pescaba en el Azor, permanecía encendida la lucecita, y nos resulta imposible averiguar cuál era el doble y cuál era el auténtico, si el que izaba atunes con una gorra de patrón o el que se quedaba, en el haz de la lucecita, a administrar los asuntos de la patria. En guerra, Umbral imaginó que la lucecita servía a Franco para firmar sentencias de muerte mientras merendaba chocolate y picatostes.

Qué afortunados somos los madrileños nostálgicos de semejante tutela, puesto que para nosotros ya puede darse por prendida e inextinguible la lucecita de Sol, que ni en agosto ha de dejar en suspenso el Estado.

Por mi edad y mis circunstancias, Cristina Cifuentes se me haría más simpática si toda esa filfa de la responsabilidad y la vocación de servicio que le ha suministrado un argumento para renunciar a sus vacaciones fuera en realidad un pretexto para hacer aquello con lo que fantaseamos todos: despachar a la familia a la playa y permanecer en la capital -Baden Baden- de Rodríguez y con los amigos localizados y en situación de Def Con Dos.

Pero me temo, ay, que mi ocupación profesional no da para dárselas de lucecita, no permite decir en casa: «Mira, nada me haría más feliz que armar castillitos con vosotros, pero los españoles me necesitan en mi puesto, bajo mi lucecita, es que de lo contrario no se marchan tranquilos de vacaciones».

Ahí Cifuentes me saca una ventaja clara porque ella vive de ser prócer y eso en casa impresiona más. Los dedicados a destinos menores tenemos que transigir y resignarnos a pasar por ese trance insufrible que es una playa en temporada alta y con coches aparcados hasta en la cumbre de las dunas, todo mientras los mosquitos se electrocutan en los filamentos morados de los chiringuitos.

Ya que la sucursal madrileña del Estado se nos hizo lucecita y permanecerá insomne y vigilante, acuérdese, por favor, de pasar por casa a comprobar si todo está bien, de regarme las plantas, de alimentar el gato que no tengo y de arrancarme la moto para no encontrármela a la vuelta fenecida de batería.

Esta correspondencia Estado/Ciudadano no figura en los pactos hobbesianos del Leviatán, pero hágame el favor, mujer.

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