Jaime González

Miguel Blesa y los malos verdugos

Miguel Blesa y los malos verdugos
Jaime González (ABC). PD

No todas las muertes tienen que resultar conmovedoras, ni siquiera aquellas que son fruto de una trágica decisión personal, pero la respuesta ante la muerte -el respeto te honra, la alegría te envilece- es el mejor retrato de los vivos.

La indisimulada alegría que exhiben algunos tras el fatal destino elegido por Miguel Blesa me ha traído a la memoria un estudio sobre ejecutores célebres de España en los siglos XIX y XX.

En aquella España, los verdugos de Madrid, Barcelona y Zaragoza competían para ver quién era el mejor de su profesión.

Al aragonés José González Irigoyen los demás compañeros le parecían «camamilas» (flores de manzanilla), pero en realidad el de Zaragoza mataba mal, porque tardaba más de lo necesario en acabar con la vida del reo y se recreaba en exceso en la agonía.

El manual del buen verdugo prohibía el ensañamiento y obligaba, por una elemental cuestión ética y estética, a manejar con tino el garrote vil para que el condenado no muriera con la lengua fuera. Por pura dignidad.

Es verdad que Miguel Blesa, consciente o inconscientemente, ha hecho daño a mucha gente y que su muerte no le exime del reproche moral -con independencia de la condena penal que hubiera podido imponerle la Justicia-, pero la reacción tras su suicidio ha puesto de manifiesto que en España abundan los malos verdugos -los que disfrutan ante la contemplación de la muerte- y que se ha perdido el sentido de la dignidad que tenían aquellos viejos ejecutores de antaño.

Aunque el trágico punto final no palie el dolor de la gente que sufrió en sus carnes la ambición y la codicia, lo cierto es que Blesa se ha impuesto la mayor de las condenas, más dura que cualquier sentencia, causándose a sí mismo y a los suyos un daño irreversible y brutal.

Blesa ha pagado el precio más alto, mucho más que el que le hubiera impuesto nunca ningún tribunal, sin contar con el reproche social que le llevó a confinarse en su domicilio para no tener que soportar los insultos por la calle.

No todas las muertes tienen que resultar conmovedoras, pero a mí la de Blesa me ha provocado una profunda tristeza al comprobar cómo España se está llenando de malos -muy malos- verdugos.

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