Antonio Casado

Rajoy mueve y gana

El presidente de la Generalitat, Carles Puigdemont, pide tiempo y el presidente del Gobierno, Mariano Rajoy, lo aprovecha para no caer en la tentación de aplicar apresuradamente el artículo 155 de la Constitución española.

Gracias a la peregrina idea del president de parar el reloj, como se hace en las negociaciones serias entre dos posiciones encastilladas, da facilidades a su contraparte. Facilidades para marcar los tiempos previstos en dicho artículo, empezando por el «requerimiento», y para cargarse de razón ante la comunidad internacional.

Los términos de la ecuación del fracturado bloque independentista son potentes y se habían servido al mundo con un tramposo acompañamiento de violentas imágenes: queremos votar pero España es un Estado represor que no nos lo permite. Y el mundo frunció el ceño porque no se esperaba de la acreditada democracia española una reacción policial violenta frente a gente tan pacifica que solo quería votar.

Ese clima de opinión, muy extendido a nivel social pero no compartido en las cancillerías del mundo civilizado -excepción hecha del venezolano Maduro, que en esto coincidió con los líderes ultraderechistas de la vieja Europa-, fue un balón de oxígeno para el independentismo catalán.

Pero hete aquí que ese subidón, proporcionado por las imágenes de violencia policial del 1 de octubre sufrió un triple choque contra la realidad:

Primero, el puñetazo encima de la mesa de un Rey que «mandó a parar» (perdón por la imagen castrista, nada adecuada para Felipe VI). Segundo, la espantada de los bancos y las multinacionales catalanas, que entraron en pánico afrentar a un riesgo cierto de perder valor a chorros a causa del reto separatista al Estado. Y tercero, la impresionante toma de la voz y de las calles por parte de la mayoría hasta entonces silenciosa y, en Cataluña y en el resto de España, mostró su desacuerdo con las absurdas pretensiones del bloque independentista.

Esos tres golpes de la España real contra el «proces» le bajaron los humos a Puigdemont y, a la hora la verdad, le temblaron las piernas. Su dilema consistía en elegir entre la cárcel o la traición a sus seguidores. La reacción de los más radicales (Léase la Cup) a su extravagante fórmula de «independencia diferida», lo dice todo.

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