Ocho, fueron ocho las ideas revolucionarias con las que el Papa Francisco inició su papado.
Pocos se lo esperaban, pero en la quinta votación los cardenales de la Iglesia Católica propiciaron la fumata blanca y eligieron al argentino Jorge Mario Bergoglio para conducir la barca de la Iglesia.
Una vez conocido el nombre, y a toro pasado, los vaticanólogos y los no expertos en los usos y costumbres de la Curia Romana parecieron convenir en que, una vez más y a la hora de elegir a quien ha de diseñar la estrategia política de la Iglesia del momento, el Espíritu Santo había hecho recaer su designio en el hombre apropiado.
Atrás quedaban las quinielas de «papables» y ante todos aparecía la figura grande, ancha y bonachona del jesuita argentino, como una feliz solución de continuidad para mantener el timón de la barca de San Pedro firme y continuar la singladura de la empresa de Cristo en la Tierra.
Al frente están las realidades del momento, quizás no vistas por los observadores políticos, pero perfectamente calibradas y entendidas por los Cardenales del Cónclave: La Iglesia actual, que necesita una dirección moderna, templada y capaz de marcar el equilibrio para todos.
Unas comunidades eclesiales emergentes y con peso específico en partes del mundo que apetecen de una dirección próxima y que parecen llamadas a tener un protagonismo importante. Las reformas pendientes del último concilio con la reafirmación de los dogmas y principios católicos adaptadas a la realidad moderna. Y la confirmación de la milenaria misión revolucionaria de la Iglesia.
Además de con toda la historia de la Iglesia, como remos próximos en los que apoyarse para manejar la nave, el Papa Francisco contaba, como fundamentos en los que se ha asentado la Iglesia moderna, con los papados de sus dos últimos predecesores: el beato Juan Pablo II y el Papa emérito Benedicto XVI.
«No tengáis miedo», había dicho, enseñado a hacer y mostrado con su ejemplo el carismático líder polaco.
«Colocad a Cristo en el centro de vuestra vida», había sugerido el intelectual alemán ejemplificando con su comportamiento una disposición vital que le había llevado a la humildad de reconocerse mermado para poder servir con una plenitud que ya no tenía.
Con esas dos premisas asumidas, sin miedo y con Cristo presente, el nuevo Papa salió a un balcón que es la calle, saludó al mundo con la alegría innata de los que se saben en situación de verdad y, pidiendo el acompañamiento tranquilo y afable en una oración comunitaria, de todos, manifestó rotundo, sin estridencias pero con una firmeza clara y universal las 8 ideas revolucionarias que son innatas, irrenunciables y propias de la Iglesia de Cristo:
1ª.- Padre Nuestro, que estás en los cielos.
2ª.- Santificado sea tu nombre.
3ª.- Venga a Nosotros tu reino.
4ª.- Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo.
5ª.- Danos hoy nuestro pan de cada día.
6ª.- Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden.
7ª.- No nos dejes caer en la tentación.
8ª.- Y líbranos del mal.
El recién llegado Papa Francisco es el primero que como Papa es, será, ha hecho y hará muchas cosas: argentino, jesuita, sudamericano… También es el primero que, al llegar al papado, entendió que debía enlazar ante todos, y para todos, la vocación valiente y revolucionaria de una iglesia sin miedos (la de Juan Pablo II) con la afición (de Benedicto XVI) a un presente en oración y en comunión con la figura revolucionaria e íntegra de un Cristo presente entre todos.
Al terminar su proclama revolucionaria, desde un balcón que era el centro del mundo, y para todo el mundo, algunos nos volvimos a dar cuenta de que la Revolución de Cristo es lo que acababa de anunciar el nuevo Papa y acabábamos de renovar con él: el Padrenuestro universal en el que habíamos participado.
En algunos de nosotros apareció esa conmoción íntima y agradable que sentimos los que tenemos en esa oración, precisamente en esa oración, una fórmula válida de vida, que es a la vez arma, método y ayuda.
En los demás, en todos los demás, católicos o no, creyentes e incrédulos, con seguridad apareció el deseo universal que existe en la palabra final con la que acaba el Padrenuestro: Amén.
Que así sea, que la esperanza lógica e innata de todos los hombres de buena voluntad sea la atención del Padre a las 8 proclamas revolucionarias con las que el Papa Francisco nos invitó a rezar el Padrenuestro el día que se convirtió en el sucesor de Pedro.