De todos los debates tontos que sufre España, ninguno tan necio como el que disputa en torno a la educación. No es problema el que todos se atrevan a opinar; a fin de cuentas, cualquier persona que haya pasado diez años en las aulas se ha ganado el derecho a cuestionarlas. Y por tontas que sean las opiniones de la gente común, ninguna es peor que las que barruntan los temibles pedagogos.
El problema es otro: con pocas excepciones, todos los partícipes asumen la misma premisa que es la raíz de los problemas: la educación ha de ser estatal, comprehensiva, gratuita y obligatoria, que los alumnos han de agruparse por edades, todos juntos y a la vez estudiando lo mismo, que ha de haber notas, asignaturas, profesores especializados (y funcionarios), que la educación ha de recluirse en colegios, donde los niños son apartados del mundo real hasta que llegue su hora. Tan enclaustrados están los espíritus que no imaginan que otro mundo es posible.
Y sin embargo, este modelo educativo nuestro no viene dado por la naturaleza, sino que es fruto de un tiempo y un momento determinado, al que, a falta de mejor nombre, llamamos la modernidad. Y nació hace relativamente poco, allá en el siglo XIX, con la creación del estado liberal.
La historia oficial de España, aquella que repite el aparato propagandístico del estado en libros de texto rigurosamente escrutados, equipara progreso con educación pública y nos refiere que, antes de su llegada, España era un país de analfabetismo generalizado, abandonado a la ignorancia, la iglesia y su inquisición, al que los agentes del progreso (que en el Reino llevan el nombre de Ilustrados, liberales, Institucionistas, la República) intentaban ilustrar.
Es paradójico: nos explican un mundo ignorante, cuando en páginas previas del mismo libro de texto, hemos de estudiar sus brillantes realizaciones en todos los campos de la creación humana, y esas obras suyas que hoy somos incapaces de superar.
Ahora más que nunca es necesario negar la premisa y recordar que la escuela pública no se instaló sobre una tabula rasa, sino irrumpió y acabó por destruir un rico y variado tapiz de modos de enseñanza. Los más giraban en torno a la Iglesia: Escuelas capitulares y monacales, colegios de las distintas órdenes.
Pero también muchos concejos contrataban profesores prestigiosos para iniciar en los latines a la hidalguía local; eran las llamadas escuelas de gramática.
Proliferaban también las escuelas privadas, donde supuestos licenciados ejercían de maestros. Cuando eran buenos, se corría pronto la voz en la villa y su colegio se llenaba de alumnos.
Pervivía el preceptor para los nobles y el sistema gremial para los profesionales, con sus sensatos modos de formación de aprendices. Los hijos de los comerciantes, tras aprender las letras y las cuentas, se formaban viendo cómo trabajaban sus mayores.
Incluso las Universidades -el más institucionalizado de los estudios por su función de criba para hacer carrera en administración e iglesia- estuvieron autogobernadas en su vibrante época medieval y en muchas de ellas eran los alumnos quienes votaban las nuevas cátedras.
Y la masa analfabeta del Antiguo Régimen entendía perfectamente las necesidades del mundo agrícola en que vivían, dueña que era de su propia cultura. Sobre todo, conocía sus derechos consuetudinarios y los defendía con fiereza. Los que aspiraban a alfabetizarlos, aspiraban a manipularlos. 20 años después de la educación obligatoria -como recordó famosamente Arnold Toynbee- surgía la prensa basura en Inglaterra.
Los padres se preocupaban entonces, como ahora, de la formación de sus hijos. Pero lo hacían a su manera y según sus condiciones, libres aún de la lógica inexorable de la burocracia. Eran ellos quienes decidían qué iban a estudiar sus hijos y quienes controlaban personalmente a los educadores. Cuando el señor Cisneros de Santiago de Compostela, por poner un ejemplo extraído al azar de los archivos, contrata al maestro Gerónimo de Babis para que eduque a los suyos, firma un contrato privado con él:
«e los ha de ver poco a poco como les fuera avezando, e no los dando enseñados el dho Gerónimo de Babis pierda su trabajo»
Las necesidades educativas cambiaron con la llegada de la máquina y la modernidad, y desde las décadas finales del siglo XVIII se produjo en España un estallido de escuelas al ritmo de la nueva demanda. Sociedades de Amigos, Casinos, escuelas locales, muchas establecidas con dinero de América, multitud de colegios privados, centros obreros que desplegaban un magnífico programa de formación de adultos, escuelas de artes y oficios impulsadas desde la sociedad.. ¡Hasta los masones abrían sus centros de enseñanza experimentales!
Nadie quedó fuera de este ímpetu, que mostraba la espontánea y libre adaptación social al nuevo mundo mecanizado. Basta detenerse en la más rústica y apartada de las tierras españolas: la aldea gallega. Allí -como en muchas otras zonas rurales de España- habían aparecido las escuelas llamadas de ferrado.
Niños y niñas aprendían en ellas la doctrina, las cuatro letras -sin ortografía ni gramática-, y las cuentas. Su calendario -breves meses de invierno- estaba adaptado a las necesidades del campo, que era preciso que los niños ayudaran a sus padres. Los maestros cobraban en ferrados (unidad de medida en el campo gallego) de maíz o centeno.
Los burócratas de antaño -y los historiadores de hoy- nos dibujan estas escuelas rurales, a las que llamaban clandestinas, como espacios insalubres, con maestros mal pagados y tan ignorantes como los alumnos. ¡Y sin título de maestro por la Escuela Normal¡, insistían los inspectores. Los alumnos, sin embargo, las recuerdan con cariño.
Las ventajas de estas escuelas sobre las oficiales no solo eran las obvias: cercanía física, precio asequible y asistencia voluntaria.
Aún más importante, el campesino sabía que mientras fuera él quien pagara directamente -y no vía impuestos municipales- al maestro, mantenía el control sobre la educación de sus hijos. Eran las cabezas de familia del pueblo quienes lo habían buscado y con quienes había llegado a un trato dándose la mano.
Un inspector nos cuenta esta preciosa anécdota: durante la visita a una de esas escuelas clandestinas le pregunta al maestro por qué no enseña a los alumnos tales y cuales contenidos oficiales. La respuesta -en rústico castellano de Galicia- es esclarecedora:
-Eso no está nel trato que feito tenjo. Y el trato es trato.
Sobre ese mundo abierto a infinitas posibilidades, irrumpió la escuela oficial, la del estado. Trajo sus leyes y sus inspectores, sus indignados reformistas, sus titulados oficiales. La multitud de escuelas privadas desapareció rápidamente y/o se adaptó al lecho de Procusto del reglamento oficial.
2. Un breve bosquejo del debate educativo de aquellas décadas en España nos da las pistas sobre los verdaderos motivos del estatismo, muy distintos de aquellos que narra la historia oficial. El primer liberalismo, el que aún tenía la energía heroica de la Constitución de Cádiz, el que construía castillos en el aire, inició el camino con el Informe Quintana, en la que el viejo y olvidado poeta reglamentaba -en vano- un sistema nacional y obligatorio de enseñanza.
Tras el intervalo de la reacción fernandina y su década ominosa, los liberales isabelinos reimpulsaron el concepto, pero ahora ya no eran jóvenes luchando exilios, sino burgueses prudentes y algo medrosos; sus motivaciones, menos heroicas.
En una exposición de motivos para el reglamento sobre educación, Martínez de la Rosa (1834) explicaba que «en toda época los países ilustrados ofrecen más garantía de orden, estabilidad, sumisión al gobierno e industria». El orden de prelación es significativo: la industria es lo último; lo primero el orden. El Duque de Rivas (1845), en un sensato plan educativo, exponía a la Reina que «los Gobiernos representativos (…) tienen el mayor interés en que la (inteligencia) sea la más perfecto posible, porque sólo así logran evitar el escollo de peligrosa teoría y principios subversivos».
En el fondo, al liberalismo burgués no eran los campesinos ignorantes y analfabetos los que les preocupaban. Eran las levantiscas masas urbanas que poblaban ociosas las calles, y soñaban con 1793 y la Comuna, y se alzaban periódicamente saqueando iglesias y quemando palacios, a las que temían.
A ellas había que enseñarles el orden. Lo hacían sin hipocresías. Lo explicaba, Gil de Zárate, uno de los grandes artífices de estos planes de enseñanza, «la cuestión de enseñanza es cuestión de poder; el que enseña domina».
Es cierto que los liberales también expresaron su preocupación por expandir el conocimiento en una sociedad que empezaba a necesitarlo. «Sin saber leer ni escribir -lo explica el geógrafo gallego Fontán, cuando era diputado progresista- no sabremos a manejar con conocimiento ni la garlopa, ni la esteva ni otros instrumentos».
Pero ese conocimiento debía de estar limitado a las clases adecuadas. El sistema de títulos delimitó en mucho quién podría acceder a determinados trabajos, y la enseñanza por tramos (general, bachillerato, universidad) se convirtió en marchamo oficial de la división de clases. La educación pública acaso acentuara esta división, al convertirse en una carrera de trabas y obstáculos. Era preciso, nos decía con franqueza Gil de Zárate, «en las carreras cuyo título habilita a una profesión, poner todos los obstáculos de dinero, tiempo, trabajo».
La consagración oficial del estatismo educativo se llamó en España Ley Moyano (1857). Establecía la enseñanza obligatoria y regulada entre los 6 y 9 años, que se amplió con el tiempo hasta los 12 y luego 14 años.
La ley Moyano tardó décadas en cumplirse. Las escuelas primarias dependían de los ayuntamientos, que eran las responsables de su financiación. Su nivel y su número variaba según el tejido social de los pueblos. Y el sueldo de maestro era sentido como una losa en muchos concejos sin apenas recursos. «Les parezco, confiesa uno de ellos, el vampiro de la localidad».
La gratuidad de la enseñanza estuvo al principio reservada a los pobres de solemnidad. Años más tarde, cuando el desastre del 98´, el país se decidió a dar el impulso definitivo a la enseñanza pública y convirtió a los maestros en funcionarios. El ministro que lo rubricó fue el Conde de Romanones.
3. Ha pasado ya más de un siglo. La burocracia educativa ha conseguido, tras afanosa lucha, liberarse de cualquier forma de control externo, ya social, ya político, e impone su lógica e intereses al sistema. Entre tanto, el liberalismo mutó en socialdemocracia, los burgueses degeneraron en burócratas, y el estado aspira a pantocrátor que protege nuestros cuerpos y nuestras almas. El sistema educativo ya no refleja el orden burgués sino la ingeniería de almas de la socialdemocracia tardía.
La educación pública ha construido al fin aquello que llevaba in nuce: un sistema de ambiciones totalitarias, diseñado para modelar un Homo Novus. Esta mutación en España empezó con la ley Villar-Palasí del tardofranquismo y culminó en la LOGSE socialista.
Fue ésta la que instituyó la piedra angular del nuevo modelo: la Educación Secundaria Obligatoria, la famosa ESO, un periodo de cuatro años que aspira a la construcción, por medio de la ciencia pedagógica, del ciudadano modelo soñado por el progresismo de la posmodernidad.
La burocracia pedagógica, en su orgullo desmedido, enumera nada menos que 14 objetivos para la ESO, los más de ellos con poca relación con la formación intelectual. Baste el primero para observar su tenor:
Asumir responsablemente sus derechos, conocer y ejercer sus derechos con respeto a otras personas, practicar la tolerancia, la cooperación y solidaridad con otras personas y grupos, ejercitarse en el diálogo afianzando los derechos humanos como valores comunes de una sociedad plural y prepararse para el ejercicio de una ciudadanía democrática.
Una lectura crítica del texto nos muestra que el objetivo primero se refiere a la socialización de infantes, y todo él apela obsesivamente a lo que es común y a la necesidad de transigir en favor de los demás. Lo que lo que se teme del ciudadano ya no es la algarada explosiva, sino la singularidad y la determinación por mantener sus propias ideas. Hasta la palabra derechos está expresada con caución: responsablemente, con respeto a otras personas.
La ciencia pedagógica, inmune a su constante fracaso, se cree capaz de conseguir de los alumnos «fortalecer sus capacidades afectivas en todos los ámbitos de la personalidad y en sus relaciones con los demás, así como rechazar la violencia, los prejuicios de cualquier tipo, los comportamientos sexistas y resolver pacíficamente los conflictos.»
El objetivo social de la ESO va implícito en su diseño. Amplía el periodo común hasta los 16 años (frente a los 14 de la EGB) con la idea de igualar las bases, e impulsa más allá de lo básico la educación de todo el espectro social. El Homo Novus Hispanicus no solo ha de ser modelo de democrática tolerancia, sino también perito en «los elementos básicos de la cultura, especialmente en aspectos humanístico, artístico, científico y tecnológico».
Sus consecuencias han sido terribles: El mayor fracaso escolar de Europa (23.5%), la mayor tasa de repetición: nada menos que el 50% de los chicos y el 36% de las chicas llegan a cuarto de la ESO con, al menos, un curso repetido.
Y lo más injusto de todo es que estas consecuencias han pasado inadvertidas e ignoradas porque no afectan a las clases medias y altas. Para ellas, la ESO no es más que otra sigla en el camino de sus hijos hacia la Universidad. Y el fracaso escolar, un problema individual que precisa de psicólogos.
Para las gentes humildes, sin bagaje cultural en casa, sin interés por conocimientos que consideran inútiles y ajenos, la ESO es una ordalía, una constante carrera de obstáculos y trabas. Y los grados de Formación Profesional, una esperanza lejana. Más tarde, son despreciados socialmente como ni-nis, por una sociedad que nunca ha puesto a su alcance cursos sencillos y adaptados a sus necesidades que los preparen para una profesión.
Y es que el sueño de la razón produce monstruos, en este caso la ESO.
4. Nuestro breve recorrido histórico tenía un objetivo: desengañarnos tanto de la necesidad de un sistema educativo estatalizado como de la pureza de los motivos por los que ha sido creado. Debemos rechazar tajantemente el primer mito que recibimos en la escuela: el de que sin ella, y sin nuestros maestros, seríamos un hatajo de ignorantes.
El colapso del sistema coincide con un progreso generalizado de la formación ciudadana y con una revolución tecnológica que han puesto al alcance de todos unas posibilidades educativas casi inagotables, y a un precio mínimo.
En un mundo así, cada vez resulta más ridículo soportar un sistema rígido y burocrático diseñado en el siglo XIX. Hora es de volver a confiar en la inventiva humana, siempre dispuesta a nuevas soluciones, y en el hecho -hoy casi olvidado- de que las familias están en su inmensa mayoría comprometidas en la educación de sus hijos. Es el estado el que ha traicionado este objetivo y el que siempre ha buscado otra cosa en la educación.
Soñemos, soñemos por un segundo qué sería posible en una sociedad sin «sistema educativo»: los mejores profesores de hoy diseñando sin cortapisas burocráticas el colegio que siempre han soñado, alquilando las instalaciones actuales y sin necesidad de soportar a compañeros inútiles.
Los curas podrían comprobar, al fin sin cortapisas del estado, si es posible hoy un severo colegio católico. Aldeas perdidas que contratan a un matrimonio de educadores para evitar que sus hijos tengan que coger un autobús. Colegios pequeños y modestos, pero que seleccionan a sus alumnos. Enseñanza desde casa con software de inmersión visual; escuelas que no son ya escuelas… Y sobre eso, mentes creativas inventado y desarrollando nuevos y revolucionarios métodos.
Puestos a soñar, déjenme a mí que lo haga con un pequeño colegio donde los críos estudiaran de mañana retórica, matemáticas y manualidades, lo que en el siglo XXI implica robótica. Tras una breve colación, pasearían por las calles de Vigo para estudiar historia; por sus parques, para las ciencias naturales.
Frente a este mundo de posibilidades casi infinitas, quedan las esperanzas reformistas, que chocan siempre contra la rocosa realidad de profesores con plaza fija y oposiciones aprobadas, de reglamentos minuciosos, de grupos de presión que han raptado la escuela para avanzar sus intereses ideológicos, de una burocracia sofocante enemiga del riesgo.
La ley Wert, por ejemplo, puede ser una buena reforma. Oficializa y amplía la diversificación de los estudios de la ESO, haciéndosela más fácil a los alumnos con «problemas de aprendizaje». Sin embargo, apenas podrá variar ni el rumbo ni la inercia de la burocracia educativa. Digámoslo sin ambages: el hilo tejido desde la ley Moyano ha creado un nudo gordiano que el reformismo nunca podrá desatar. No toca reformar el sistema; toca destruirlo.
La sociedad -tanto padres como alumnos- pronto caerá en la cuenta de la disonancia entre la educación que podemos conseguir en nuestra época y la realmente existente; y pronto intentará escaparse del sistema aprovechando agujeros legales y la tecnología del momento.
Es aquí donde el movimiento libertario debería centrar sus esfuerzos. Con apoyo legal a aquellos pioneros que, sirviéndose de vericuetos burocráticos, empiezan a liberarse del sistema. Introduciendo cuñas en la legislación (reconocimiento de nuevas titulaciones y nuevas formas de demostrar las competencias del alumno, apoyo a la diversidad de las escuelas…) Abramos ligeramente las puertas que encierran a los conscriptos. En cuanto empiecen los primeros, nadie podrá detener la huida general.
El rey está desnudo.