Frente a un mundo globalizado, corto en distancias y mínimo en diferencias, en España nos hemos permitido el retorno a un estadío poco menos que medieval en el que lo folclórico e identitario impone su ley
La crisis económica ha puesto al descubierto la insostenibilidad de la organización autonómica del Estado español, al menos en las condiciones actuales.
No será posible una reducción del déficit público, ni una renovación de las bases del crecimiento económico, si las administraciones regionales siguen considerándose exentas, en todo o en parte, del compromiso de austeridad que requiere la situación.
También es cierto que no se puede poner a todos los gobiernos autonómicos al mismo nivel, porque los hay que están consiguiendo mantener la economía y el empleo en tasas mejores que la media.
Otros siguen anclados en el discurso victimista de hace treinta años para justificar su inoperancia. Pero el derroche autonómico es efecto y no causa de los vicios del sistema.
La autonomía nunca debió ser entendida como un drenaje del Estado central para satisfacer pruritos localistas. Debía ser, según su fundamentación constitucional, una forma de descentralizar competencias que hasta entonces residían en las instituciones nacionales, con precisiones singulares de la Constitución a los derechos históricos de los territorios forales.
Sin embargo, entre el abuso del «hecho diferencial» y la excitación del folclore regionalista, el principio de organización autonómica ha degenerado en un Estado central residual, contra el que compiten entidades que, desde su interior, han asumido el papel de microestados.
Es indudable el beneficio de la descentralización de las administraciones para el ciudadano, pero para obtenerlo no había que transformar la autonomía en coartada para el derroche en medios públicos, la duplicación de competencias o el tejido de redes clientelares.
En muchos aspectos del Estado autonómico se ha ido más lejos del modelo federal, que, por serlo, dota a las instituciones centrales de poderes de armonización y legislación básica más fuertes que los que tienen a su disposición el Gobierno y Parlamento españoles.
Como subraya Manuel Martín Ferrand en ABC –En el país de las maravillas– la Transición, el insólito y benemérito salto de la dictadura a la democracia, ha generado muchas y profundas transformaciones en España; pero la mayor de todas ellas es, sin duda, la que podemos agrupar en el Título VIII de la Constitución vigente:
«La España Autonómica, algo que sustentado en un pragmático afán descentralizador, de signo contrario al centralismo autoritario de Francisco Franco, ha desembocado en un quimérico puzle -una Nación de naciones- que, independientemente de cualquier valoración política, constituye un lujo administrativo que no nos podemos permitir».
El gasto de las Administraciones territoriales (35,6% las Autonomías y 29,9% los Ayuntamientos) supone el 49,2 por ciento de los gastos totales del Estado.
- De los 800.000 funcionarios que, redondeando, atendían las instituciones del Estado en el momento de la aprobación de la Ley para la Reforma Política, hemos pasado a casi 3,5 millones.
- La deuda de las televisiones autonómicas alcanza los 1.500 millones de euros, la misma cantidad que el coste total de RTVE en el presente ejercicio. A eso habría que añadir el capítulo las televisiones y radios municipales, que existen aunque no están censadas.
Desde luego, nada ha sucedido por un decurso fatal de los acontecimientos, sino por políticas muy concretas que han tratado el poder autonómico como una mercancía de reparto, engordándolo hasta poner al Estado al borde su inviabilidad, como se ha visto en la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto catalán.
Pero ya no es hora de más jueces, sino de políticos que asuman que hay que cambiar sustancialmente las bases del Estado autonómico.