EL CORTITO DE KARADAGIÁN

Cuando Abengoa nos enseñó que la mejor política industrial es la que no existe

Detrás del precio de la luz hay todo un cúmulo de años en los que los consumidores financiamos la fiesta de las energías verdes

n caso más del capitalismo español en el que la contabilidad apuntaba más expectativas que realidades

«La mejor política industrial es la que no existe». La frase del ex ministro Carlos Solchaga le calza como un calcetín a Abengoa.

Un caso paradigmático de que cómo los políticos practican el deporte de la política industrial. «Establecen un objetivo aparentemente noble – en este caso impulsar el desarrollo de una energía limpia- para implantar un sistema de ayudas estatales soportadas por consumidores y contribuyentes con el objetivo oculto de privilegiar a grandes empresas y cazadores de rentas», resume el economista Juan Ramón Rallo en el prólogo del libro de Lalo Agustina ‘Abengoa, el ocaso del imperio del sol’, editado por Península.

Con un decreto aprobado por Aznar un día después del 11-M que incluyó a último momento a las termosolares en el jugoso reparto de primas se dio inicio la fiesta de las renovables. El chollo irresistible de la energía verde consistía en producir energía limpia y venderla al sistema eléctrico a un precio hasta siete veces superior a la media de mercado. Un megavatio de las fotovoltaicas podía venderse cinco veces por encima de la tarifa eléctrica.

Durante los primeros años el atraco se ocultó con el llamado ‘déficit de tarifa’, una herencia envenenada de Rodrigo Rato cuando estableció en 1997 de modo populista que la tarifa eléctrica no podía subir más que el IPC. Pero los costes subieron por encima del IPC y entonces decidieron esconderlo debajo de la alfombra. La luz subía un 2 por ciento, como el IPC, pero el coste de generación de la electricidad había subido un 300 por ciento gracias a la generosas primas que los políticos habían prometido a los que invertían en renovables. Ahí empezó todo.

No es de extrañar que los huertos solares y los parques eólicos hayan crecido como setas. «La Tierra no pertenece a nadie, solo al viento», dijo con su congénita cursilería Rodríguez Zapatero en Copenhague. Era una inversión segura con una rentabilidad de dos dígitos garantizada por el Estado y en la que los bancos se peleaban entre sí por prestar y ganar dinero. España era una fiesta, jugábamos en la Champions League y los inversores estaban borrachos de optimismo. Todo era muy bonito, demasiado bonito. Hasta que vino la crisis y se apagó la música.

«Zapatero se empeñó en cambiar el mix energético», explica Agustina, a quien señala como el gran responsable del guateque energético. La energía estaba en manos de eléctricas y petroleras. Convencido por Miguel Sebastián, ordenó la promoción de las energías limpias poniendo muchísimo dinero sobre la mesa (no suyo, sino de los contribuyentes) que atrajo a los inversores como moscas. La capacidad energética de las fotovoltaicas se multiplicó 27 veces, de 125 MW a 3.355 MW entre 2006 y 2008.

Si esto hubiese sido fruto del mercado libre, el precio de la luz hubiera bajado por aumento de la oferta «pero esto no era posible con el sistema de precios de la energía, que constaba de una parte fijada por el mercado -a través de las oscuras subastas trimestrales- y otra regulada, que correspondía a un Gobierno atado por la legislación y los incentivos que había aprobado», advierte Agustina.

Salvar el planeta impulsando energías alternativas quedaba muy bien pero había que pagarlo. La crisis puso en evidencia lo que hasta ese momento estaba oculto: el insostenible sistema de primas, que corrían a cargo de los consumidores. En 2012 sumaban un volumen de 8.600 millones de euros. Si el precio de la generación eléctrica en España estaba en torno a los 50 euros por kilovatio/hora, las primas a las renovables suponían pagar precios espectaculares, que el caso de las termosolares y las fotovoltaicas llegaban a los 450 euros kilovatio/hora.

Zapatero y Rajoy no tuvieron más alternativa que reducirlas drásticamente, dejando tirados a cientos de pequeños inversores que creyeron en la palabra del Boletín Oficial del Estado. El sector, fuertemente endeudado, se desplomó por la pinza del Gobierno y la banca. La inseguridad jurídica paralizó las inversiones y muchas empresas cerraron. Miles de inversores en energías verdes vieron evaporarse sus ahorros.

Abengoa se lanzó de cabeza a la piscina de las renovables apostando por la termosolar, una energía verde poco extendida en el mundo y de la que España llegaría a convertirse en líder mundial gracias al empeño de Felipe Benjumea Llorente, un sevillano de 58 años, y dueño (hasta hace poco) de una fortuna de 1.500 millones de euros, el menor de los dos hijos varones de Javier Benjumea Puigcerver, marqués de la Puebla de Cazalla, fundador de Abengoa y fallecido en 2001.

Felipe creyó ver en el negocio de las renovables el Dorado. Para conquistarlo cometió el error de endeudarse más de lo debido sin valorar los riesgos regulatorios que estaba tomando y que llevarían a su empresa al desastre. Hubo quienes le advirtieron sobre los peligros que estaba asumiendo pero Benjumea nunca escuchaba a los suyos. «Una frase habitual en Abengoa era ‘porque lo dice Felipe’. Su modelo de gestión era del siglo pasado, la ley del ordeno y mando, y si uno no hacía lo que él quería lo apartaba. Administraba su poder de forma tiránica y con la soberbia del que piensa que nadie sabe más que él», extrae el autor de ‘El ocaso del imperio del sol’ de sus conversaciones con un exconsejero de Abengoa.

Lalo Agustina detalla en qué consistió la timba financiera de Abengoa:

«La revolución pasaba por intentar incrementar la rentabilidad de su actividad de ingeniería convencional. Benjumea y su equipo encontraron una solución en lo que llamaron deuda sin recurso en proceso, que fue para ellos el invento del siglo, mucho más importante que las decenas de patentes que cada año solicitaba su empresa. Los bancos -y el auditor, también- estuvieron de acuerdo en que esa deuda del proyecto no computara como deuda del grupo y no afeara sus ratios de apalancamiento. El sistema permitía financiación rápida y no empeorar las ratios consolidadas, lo que hubiera lastrado el valor en bolsa. Y esto le permitió crecer muchos más de los normal».

¿Hacía Abengoa ingeniería financiera con sus propias cuentas? «Hay muchísima gente que cree que sí, sin ninguna duda pero nadie denunció nada», afirma Agustina. Algo que no sorprende teniendo en cuenta que el consejo de administración era un retiro dorado de viejas glorias como Josep Borrell, Javier Rupérez o Alberto Aza incapaces de abrir un excel pero muy diligentes a la hora de pedir a los poderes fácticos que presionen a la banca para que les suelte la pasta.

El desastre llegó en 2015. Lo vivido a partir de allí fue una mezcla entre un concurso de acreedores al uso y una liquidación disfrazada. «Todos los acreedores financieros se convirtieron en propietarios y los administradores de hecho. Los accionistas históricos y los inversores de la multinacional, que llegó a superar los 4.000 millones de euros de valor en bolsa en su momento más álgido, se quedaron prácticamente en la nada». Las pérdidas alcanzaron los 20.000 millones de euro, el mayor preconcurso de la historia de España.

La banca salió al rescate con la condición de que se le entregara la cabeza de Benjumea. Se la dieron en bandeja de plata y con una escandalosa indemnización de más de 11 millones de euros. Pero una vez más, como ocurriera con Pescanova, Gowex o Bankia, los mercados financieros volvieron a quedar bajo sospecha.

«La caída de Abengoa puso en cuestión a quienes cobran por velar por las cuentas de una empresa o tienen el encargo de vigilar por la información y el buen funcionamiento de los mercador. Deloitte y la CNMV quedaron retratados con Abengoa. Un caso más del capitalismo español en el que la contabilidad apuntaba más expectativas que realidades. ¿Habremos aprendido la lección?

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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