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¿El declive de García Márquez?

Justo Serna, Viernes, 23 de septiembre 2005
Un lector me increpa en mi bitácora por no responder a una pregunta sobre Gabriel García Márquez. El día 22 de septiembre me atreví a conmemorar los cincuenta años de ‘Lolita’, una espléndida novela de Nabokov que adopta la forma de relato autobiográfico: el que escribiría de su puño y letra un maduro profesor enamorado de una nínfula..., Lolita.

El lector insiste al interpelarme preguntándome por qué nos complacería ‘Lolita’ y por qué nos disgustaría la ‘Memoria de mis putas tristes’, de García Márquez. Si la razón fuera la repugnancia que la pederastia nos provoca (cosa que es así), entonces deberíamos aborrecer igualmente y sin distingos a Humbert Humbert y al anciano de noventa años imaginado por García Márquez en su última novela. Hay una diferencia, cierto, una diferencia de tratamiento narrativo: mientras Nabokov lanza una anatema indirecto sobre H. H., polemiza con sus propios personajes y corrige con sarcasmo a quien ‘prologa’ esas memorias, el escritor colombiano no parece sentir incomodidad alguna con la seducción de la muchachita, la da por hecha, como un últio presente de la edad. Al menos no da pista alguna contra su narrador, ese anciano. Otro lector, que se añade al primero, me pide opinión sobre otras memorias, no las de Humbert Humbert o las del abuelo ‘putero’, sino sobre las de García MárquezVivir para contarla’). Creo que debo responder, aunque mis palabras no sirvan de gran cosa y mi opinión sólo esté avalada por el aprecio antiguo que le dispenso a este gran narrador.

Es ya un lugar común entre los lectores resabiados admitir que García Márquez ya no es quien era: que desde ‘Crónica de una muerte anunciada’ (1981) su escritura y capacidad de fabulación han decaído. No se trataría de una cuestión de edad, de envejecimiento, sino de agotamiento de los recursos expresivos desde hace veinticinco años. ¿Es así? Pronunciarme sobre ello, en esos términos me parece excesivo y expeditivo. Preferiría, antes bien, atenerme al primer volumen de esas memorias del autor colombiano porque, al fin y a la postre, allí estaría lo mejor y lo más discutible de nuestro Nobel: desde su dominio del verbo y del significante, su torrencial habilidad narradora, hasta su exceso, su repetición, su manierismo.

Pero también preferiría ceñirme a esto porque mi lector insiste en interrogarme sobre dicho texto autobiográfico y, en fin, porque tampoco estamos tan sobrados de grandes escritores rememorando sus años mozos. ¿Y qué decir? Por un lado, esas memorias son imprescindibles por ser informativas. ¿A quién no le va interesar saber cosas, muchas cosas, sobre el autor de ‘Cien años de soledad’. Por otro, dicho texto muestra de qué modo entiende García Márquez el artificio narrativo de las memorias. Y ahí, en ese aspecto, está –a mi juicio— el principal ‘pero’, la pega que podríamos ponerle al escritor si lo comparamos consigo mismo.

En primer lugar, hay en ellas un exceso de prolijidad, de minucia en aspectos biográficos que son meramente externos. Aportar muchos datos del contexto en que uno vive, de las personas que frecuenta, es el mejor modo de decir poco de uno mismo, del propio mundo interior. Cuando cuenta, García Márquez parece decir cosas de sus estados de ánimo, pero, en el fondo, no es así: se relata en primera persona sin juzgarse entonces ni ahora, sin evaluarse anímicamente. Es decir, no hay un verdadero autoexamen, no leemos una concienzuda inspección sobre las figuras paternas y maternas, sobre sus relaciones, sobre la Casa (la casa que inspiró la de ‘Cien años de soledad’) como recinto de la infancia perdida, sobre su literatura como imposible restitución de aquella época primitiva.

En segundo lugar, en ‘Vivir para contarla’ hay un desequilibrio entre distintas partes del relato: unas, convencionalmente narrativas y descriptivas (por ejemplo, sus primeros años en la prensa colombiana), hechas al modo del reportaje; y otras en las que García Márquez se abandona a un lirismo expresivo que roza en algún momento lo cursi o... un ‘realismo mágico’ inverosímil, un realismo mágico que en el género de las memorias no resulta creíble. Ese poder fantasioso de su escritura se acepta y tiene logros admirables en otras obras suyas, en ciertas ficciones: en esta especie de autobiografía, el realismo mágico produce la impresión de impostura o de artificio deslumbrante. Deslumbrar para no examinarse de veras.

En tercer lugar, estas memorias tienen descuidos expresivos –que no ortográficos, que es lo que siempre pretexta García Márquez de manera exculpatoria— y un cierto amaneramiento: un uso reiterado de fórmulas que fueron felices en sus ficciones, que se reiteraron quizá en demasía, y que ahora se nos antojan latiguillos o retórica previsible, la repetición rutinaria de un estilo, la exaltación de la ‘greguería’ brillante aunque fútil. Etcétera.

Entre otras, regresaré a la ‘Crónica de una muerte anunciada’, depurada de barroquismos líricos, y a ‘Cien años de soledad’, relato de la infancia humana. De hecho, las setenta y tantas primeras páginas que dedicaba a la Casa en sus memorias eran las mejores del conjunto pues atisbamos la fuente de ‘Cien años de soledad’, el encanto antiguo y el impacto infantil que aquel caserón de los abuelos produjo en un niño impresionable. Pero... se nos quedan cortas, escasas. Releyendo, pues, los textos clásicos de García Márquez me reconciliaré con quien es, sin duda, uno de los prosistas más exuberantes, generosos, del pasado siglo, uno de los fabuladores más dotados del Novecientos. ¿Declive? No hay tal cuando uno aún firma las reimpresiones innumerables de esas obras, la ‘Crónica’ y los ‘Cien años’. No, yo no lo llamaría declive.

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