BITÁCORA

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Zapatero, Rajoy y Azaña

Justo Serna, Jueves, 19 de mayo 2005
“Los que piensen en cooperar el día de mañana al restablecimiento de la vida civil en España, habrán de remontar mucho más atrás que el régimen de partidos vigente en la República, más atrás que las jerarquías conocidas, más atrás que la legalidad destruida, para llegar a la fuente de donde brotó todo eso. Y en cabeza de todos los manifiestos hay que consignar, para perpetua memoria, que han fracasado las instituciones, los métodos y las personas. Mientras no se tenga ese valor, y el de discernir las causas, dando a los amigos y a los enemigos lo que sea suyo, no se hará más que pequeñas operaciones tácticas, y los republicanos españoles ingresarán en la categoría de ‘republicanos históricos’... ”

Esto era lo que le decía Manuel Azaña a Carlos Esplá en una carta de marzo de 1940 (recogida en el libro ‘Una lealtad entre ruinas. Epistolario Azaña-Esplá, 1939-1940’. Valencia, PUV, 2003, pág. 170, del que hablé semanas atrás).

Resulta estremecedor que estas palabras aún tengan un sentido para nosotros, que parezcan escritas para nosotros, que nos interpelen y que, incluso, puedan llegar a describir lo que nos pasa o nos pueda pasar. Manuel Azaña se dirige a su antiguo colaborador y amigo, Carlos Esplá, exiliado en México, distante de lo que sucede en España: un periodista que se metió a político y que fue zarandeado por las circunstancias. Azaña le habla con franqueza, con la licencia trágica que le da haber recuperado su “antigua libertad de juicio”, ahora que ya no es presidente, que ya no es nada.

Le habla del frío que pasa en Francia, en aquellos años tristísimos, en 1939 y en 1940, de los achaques y de los padecimientos, de las gripes y de las dolencias que lo merman, pero le habla también de la Francia burguesa. Le habla de la admiración y del recelo que su figura despierta. “Muchas, muchas gentes, cegadas por el afecto o movidas por necesidad apremiante, se creen que sigo siendo presidente de algo, y acuden a mí en demanda de protección”, le confiesa en septiembre de 1939. “Desconocen, es claro, cuál es mi verdadera situación, y lo que yo siento es no poder atenderlas”, añade.

Le habla de ese Régimen cruel y despótico que se ha impuesto en España, de la “ola de sangre”, y sobre todo de la inquina con que se trata a los vencidos, inquina que pasa, por ejemplo, por auténticos ejercicios de estulticia, una “ola de estupidez”, una auténtica “insurrección contra la inteligencia”, insiste. “En la huerta que mi cuñado tenía en Totana”, le confiesa asombrado, “le han arrancado de raíz los naranjos”. Hasta ese grado saña llegaba el rencor.

Pero lo más importante no es el retrato que traza sobre un presente desolador. Lo más importante es la autocrítica que sus cartas revelan y el dolor de lo que ha sido una guerra civil. Por una parte admite que el conflicto lo han provocado unos insurrectos, esos militares a los que observó con difidencia cuando fue ministro del ramo y es por eso que dice: “Yo repito el aforismo en que se cifra una parte de mi experiencia: ‘Lo que no se le ocurre a un general español... se le ocurre a otro’... ”. Es decir, cree justificado el desdén que siempre mostró al militarismo, a los ‘patriotas’ pretorianos. Pero por otra parte, el horror vivido no es sólo responsabilidad de un lado. Es también una masacre a la que todos han contribuido. “No tengo ningún motivo”, le dice a Esplá en marzo de 1940, “para modificar mis disposición personal”, esa que será también su última y célebre divisa (“Paz, Piedad y Perdón”). “Y aun en el caso de una nueva catástrofe española, acarreada por las circunstancias, me guardaría muy bien de ayudar a nada que se pareciese a otra guerra civil entre españoles”.

Traigo a Azaña a esta bitácora, no para hacer paralelismos con la situación actual, no para hacer analogías forzadas e imposibles. La historia, efectivamente, no se repite, y en todo caso su desconocimiento no lleva a la pura reiteración, como indica el tópico. Desde el comienzo de la transición política española, la certidumbre de lo pasado, la constatación del horror vivido, estuvo bien presente entre los que pactaron un marco de convivencia. Como señalaba Santos Juliá, no hubo amnesia, sino algo más complicado: los descendientes de unos y de otros que convinieron en ordenar una España constitucional decidieron ‘echar al olvido’, que no es olvidar, insisto, sino algo más costoso: no tener en cuenta los agravios pasados para poder así rehacer lo que era un país quebrado, un país diezmado culturalmente, un país que se había modernizado a trompicones y bajo un régimen de represión. En la experiencia histórica, como decía Azaña, habían fallado “las instituciones, los métodos y las personas”.

Resulta doloroso comprobar cómo se enjuicia hoy la política, con un estrépito verbal que creíamos desterrado. Cada uno tiene derecho a someter a duro escrutinio a su rival, desde luego, pero afirmaciones como las que estos días se han pronunciado sólo producen desaliento y postración. Ahondamos en la oratoria destemplada, en el tajante verbalismo parlamentario que fue característico de otros tiempos. Cuando Azaña empezaba la política del perdón y de la reconciliación, la violencia más cruel estaba muy cercana, incluso no había cesado, y el azar de la catástrofe aún no se había consumado por entero. Azaña moría cuando triunfaba el totalitarismo en Europa, alejado de España. A pesar de eso, supo expresar lo que era un plan digno para el futuro, una divisa célebre: Paz, Piedad y Perdón. Por eso, en carta dirigida a otro destinatario, lo proclamó con entereza en medio de la derrota: “Mi admiración y mi compasión por quienes padecen lo que no han merecido, no tienen límites, ni mi reconocimiento hacia todos los que han querido y sabido ayudarme”.

¿Qué queda de todo eso? Me perdonarán que me haya puesto tan emotivo, pero en los últimos días, sacudido por las circunstancias, he vuelto a preguntármelo...