Opinión / Magdalena del Amo

La Iglesia, la ONU y el derecho a la Vida

La Iglesia, la ONU y el derecho a la Vida
Magdalena del Amo.

Sólo nos queda rezar para que no despenalicen el infanticidio

Los crímenes nazis fueron un escándalo internacional y de ellos se avergonzaron todas las naciones civilizadas. El proceso de Nuremberg marcó un antes y un después en la historia del Derecho Internacional.

Cuando en 1948 se proclamó la Declaración de las Naciones Unidas, Europa estaba devastada por la guerra y por el crimen de Estado. Se había eliminado a seres humanos en función de su raza y condición física; se había experimentado con personas hasta la indignidad más absoluta.

En la conciencia de todos bullía que tales crímenes habían sido posibles por el poder del Estado de privar a los ciudadanos de sus derechos. Era necesario un consenso internacional para salvaguardar a los ciudadanos y que sirviera de baluarte contra las injusticias de los Estados.

Se necesitaba un instrumento de «vigilancia» para que éstos no pudiesen violar la vida y la dignidad de las personas. Nunca más volvería a suceder lo que en la Alemania del Tercer Reich.
La creación de la ONU fue motivo de regocijo entre todas las naciones democráticas del mundo, porque se estaba abogando por la seguridad y la paz entre los países. «

Todos tenemos derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de las personas», dice el artículo 3. Aunque el derecho a la vida es fundamento de todas las religiones, esta Declaración no presume fundamento religioso. El preámbulo de la Declaración Universal de los Derechos Humanos alude al derecho a la vida per se, a la dignidad del ser humano y a la igualdad de derechos inalienables de todos los miembros de la familia humana.

Como respuesta al Holocausto nazi, el Código Internacional de Ética Médica, adoptado por la Asociación Médica Mundial en 1949 declara que «un médico siempre debe tener presente la obligación de conservar la vida humana desde el momento de la concepción hasta la muerte».

El papa Juan XXIII manifestó a propósito de la Declaración:

«Deseamos, pues, vehementemente que la ONU pueda ir acomodando cada vez mejor sus estructuras y medios a la amplitud y nobleza de sus objetivos».

Las palabras del papa Pablo VI ante la Asamblea General el 4 de octubre de 1964 dejan ver claramente el objetivo de la organización: «Representa el camino obligatorio de la civilización y de la paz mundial».

Desde 1946 la Santa Sede está representada en las Naciones Unidas por el Estado de la Ciudad del Vaticano ocupando un escaño como observador permanente de un Estado no miembro. Es la única agrupación que goza de este estatus.

El no ser Estado miembro es una opción voluntaria de la Santa Sede con el fin de mantener su neutralidad en asuntos puntuales de carácter político. No tiene derecho a voto ni a proponer candidatos en las asambleas generales, pero participa activamente en las conferencias internacionales y es miembro de muchas de las organizaciones subsidiarias de la ONU y en las organizaciones intergubernamentales, como la Organización de Estados Americanos y la Unión Africana.

Los mayores enfrentamientos se producen por discrepancias sobre el derecho a la vida y el control demográfico a través del moderno eufemismo «salud reproductiva», contradictio in terminis porque ni es salud, porque las prácticas que engloba (anticonceptivos, píldoras abortivas, vacunas, esterilizaciones y aborto) atentan contra la salud de la mujer, ni es reproductiva porque va dirigida a la no reproducción.

Estas discrepancias son el motivo por el que colectivos contrarios a la jerarquía católica promueven desde hace años campañas para limitar la influencia de la Santa Sede en las Naciones Unidas. La organización Católicas por el Derecho a Decidir es la mayor enemiga de la Iglesia en la ONU. En 1999 pusieron en marcha una campaña para minimizar el papel de la Santa Sede en las Naciones Unidas y relegar su categoría a la de una organización no gubernamental más.

A esta iniciativa dieron su apoyo más de cuatrocientos colectivos defensores del aborto libre y los derechos sexuales y reproductivos. Entre estos grupos cabe citar el Círculo gay y lésbico, Maurice, el Open Mind (Centro de iniciativa gay, lésbica, trans), la Unión de ateos y agnósticos racionalistas y la Asociación Madres de la Plaza de Mayo. Sin demasiado éxito, todo hay que decirlo, porque en el 2004 los 191 países miembros aprobaron una resolución para reforzar el estatus de observador permanente, otorgándole una participación más activa en la Asamblea.

La Santa Sede utiliza, sobre todo, el derecho a «participar en el debate general», el «derecho a inscribirse en la lista de los que piden poder hablar», el «derecho a hacer publicar y circular las comunicaciones propias como documentos oficiales», el «derecho a presentar mociones de orden en sesiones que impliquen a la Santa Sede, y el «derecho a participar en la redacción de borradores de resoluciones». La Santa Sede también tiene derecho a réplica, aunque nunca lo ha ejercido.

La Iglesia ha insistido siempre en la defensa de la dignidad del ser humano. En 1993 Juan Pablo II se dirigió al cuerpo diplomático de la ONU con estas palabras:

«El núcleo mismo de la vida internacional no lo constituyen tanto los Estados cuanto el hombre. Comprendemos aquí que se trata sin duda de una de las evoluciones más significativas del derecho de gentes en el curso del siglo XX. El relieve que se da a la persona es la base de lo que se llama derecho humanitario. […] De cualquier forma, como la Santa Sede suele recordar frecuentemente en las instancias internacionales en las que participa, la organización de las sociedades sólo tiene sentido si hace de la dimensión humana su preocupación central, en un mundo hecho por el hombre y para el hombre».

Juan Pablo II lanzó en 2004 un desafío por un nuevo orden internacional, y urgió a la ONU a elevarse cada vez más de la condición de institución administrativa para transformarse en centro moral, y desarrollar una conciencia común y formar una familia de naciones.

La propuesta del Papa, no obstante, está muy alejada del Nuevo Orden Mundial que persiguen los «dueños del mundo»: un gobierno mundial, no para el bien del hombre, sino para esclavizarlo bajo una dictadura laicista con una escala de valores de nuevo cuño amparados en una especie de religión universal y pagana, donde el hombre es sólo un peón con las alas rotas, sin libertad de acción, ni capacidad para discernir.

Los medios de comunicación están siendo los grandes cómplices de los diseñadores del nuevo paradigma.

La ONU tiene hoy muchos críticos. Según los movimientos que defienden la vida y la dignidad de las personas, «se ha ido apartando de esos nobles objetivos hasta convertirse durante las últimas dos décadas en una amenaza para la vida y la familia», sobre todo, en la Conferencia de 1993 en Viena, en la de El Cairo en 1994 y en la de Pekín en 1995. Los planes de acción aprobados en esta última sobre feminismo de género y aborto tienen difícil retorno.

Lo que Allan Carlson define como «factor nórdico» fue uno de los motivos influyentes en este desvío de los objetivos marcados en su fundación. Entre 1946 y 1961, época importante en la consolidación ideológica, contó entre sus dirigentes con personalidades de los países escandinavos, primero por no estar afectados como otros países por el fascismo, el nazismo o el colonialismo, y segundo, por estar enmarcados en el socialismo democrático, esa tercera vía entre el comunismo y el capitalismo.

(En efecto, no tuvieron regímenes fascistas ni comunistas, pero en los años treinta, aunque no era de dominio público, en los países nórdicos se practicaba el aborto y la eugenesia, en virtud de la cual miles de mujeres fueron esterilizadas sin su consentimiento y muchos fetos asesinados en el útero materno).

El peligro ahora radica en que la ONU se ha convertido en un suprapoder cuyas actas, acuerdos, planes de acción y disposiciones tienen casi rango de leyes internacionales. Los acuerdos sobre políticas de la mujer son promovidos por una minoría de feministas radicales que se impone al resto, a veces, desconocedor de su largo alcance e implicaciones. La ONU es la gran culpable de que las naciones desarrolladas hayan legalizado el aborto.

En el 2010, el secretario general de las Naciones Unidas, Ban Ki Moon puso a la abortista Michelle Bachelet al frente de la nueva agencia de las Naciones Unidas, creada para combatir el machismo e impulsar la ideología de género, «ONU Mujeres». Ahora, la ignara ex ministra Bibiana Aído, que tanta vergüenza ajena nos hizo pasar a los españoles con sus boutades, se va a Nueva York. ¡a la ONU!, para ejercer de mano derecha de la señora Bachelet.

Su elección fue debida a su implicación en el cambio de paradigma social impuesto en la España socialista de los últimos años. Hay que reconocer que currículo no le falta a la señora. Nunca se había llegado a estos extremos. ¡Qué se puede esperar de alguien que dice que «un feto es un ser vivo pero no humano»! Sólo nos queda rezar para que no despenalicen el infanticidio.

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Autor

Luis Balcarce

De 2007 a 2021 fue Jefe de Redacción de Periodista Digital, uno de los diez digitales más leídos de España.

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