LA TORMENTA PERFECTA

Artur Mas, Sopa de Ganso

Solventar de un plumazo 36 años de concesiones y trágalas no es sencillo. Pero en algún momento hay que decir basta y contraponer a la ficticia soberanía artificial la legislación vigente

Artur Mas, Sopa de Ganso
Artur Mas. CT

El apartheid era una mariconada al lado de esto´, viene a decir con hilarante solemnidad la batería de proclamas, admoniciones, discursos y convocatorias procedentes de una Cataluña afectada por una peculiar variante del síndrome de la mano fantasma, simbolizada en una pancarta en el Camp Nou que reclamaba con amplio despliegue textil la añorada libertad, como si el calvario de Mandela fuera un juego niños al lado de la opresión a la estelada.

Ésta es la patología que padecen los afectados por una amputación, pero a la inversa: en lugar de sentir lo que tuvieron, añoran y reclaman lo que no fueron, como si en lugar de extrañar la mano segada necesitaran imperiosamente tener tres. Una a la derecha, otra a la izquierda y otra para encadenarse al placebo secesionista recetado por señores cuya única patria real en un paraíso fiscal con el pujol como moneda oficial, la convergencia como sistema financiero y el chorizo como plato regional.

La gente que pierde un miembro lo siente de verdad, maneja terminaciones nerviosas inexistentes, padece picores en el vacío e intenta agarrar un objeto con la nada, como El hombre invisible de la novela de Wells, que por cierto muere apaleado.

Quiere esto decir que, aun siendo falsa la reinvención de la historia catalana, con delirantes ejemplos como el de ese protolíder de la Asamblea Nacional que va por el mundo disertando sobre el origen catalán de la Magna Grecia y de la imperial Roma sin ruborizarse, allí hay gente amputada, y ese sentimiento es suficiente para entender la existencia de un serio problema político, examinar las causas y pprevenir o al menos vislumbrar los efectos.

¿Procede esa desafección del agravio fiscal? La respuesta es no: existe, aunque avalarlo mucho equivale, en el ámbito individual, a protestar porque una renta alta comparta vía impuestos una parte de sus retribuciones ´para que la chusma se lo gaste en vino´: el problema es que tan rancio e insolidario razonamiento es suficiente, sin embargo, para que Euskadi y Navarra gocen de un privilegio fiscal que de aplicarse en Cataluña y en Madrid condenaría al resto de España a integrarse en el Tercer Mundo.

Es sorprendente, por cierto, la benevolencia de la izquierda con un mensaje contradictorio con lo que luego va pidiendo más allá de los Pirineos: no se puede reclamar a los alemanes de Europa lo que se disculpa a los alemanes de España. No es progresista proclamar exenciones al que más tiene por razones identitarias, y mucho menos lo es adjudicar el esfuerzo individual de un ciudadano al conjunto de la tierra que pisa.

Como si Cataluña hiciera la declaración del IRPF colectivamente y Canarias pusiera el cazo en equipo. Nadie ha visto a ninguna de esos dos territorios en la ventanilla de Hacienda haciendo cola con un sobre bajo el brazo.

Los que pagan son Francesc o Assumptió, y los que reciben Francisco o Asunción, aunque entre medias haya muchas manos agarradas a banderas y terruños que se encargan de complicar lo evidente: si a los primeros les preguntaran, probablemente preferían no darle nada a nadie, hable como hable y responda en lo que responda, especialmente en un país que ha hecho del fisco una herramienta confiscatoria.

Pero técnicamente sí es verdad que un catalán y sobre todo un madrileño hacen un esfuerzo económico brutal para que Monago, por ejemplo, se peine con coleta y le diga a los suyos que podemos bajar impuestos y podemos poner un ordenador y podemos ser tan guays con tu dinero como ineficaces con el propio. Y es legítimo que un catalán de la periferia barcelonesa o un madrileño del área metropolitana no terminen de entender cómo el dinero de su vecino acaba en Badajoz para instalarle un PC al niño cuando el suyo estudia en un barracón.

Aparte de que la solución no es extender el fuero o el cupo sino acabar con ellos, de manera que el esfuerzo solidario se reparta entre más Comunidades ´ricas´ sin menoscabo de las ´pobres´ (a las que no obstante habrá que poner algún deber: por el bien de andaluces, extremeños o manchegos, la ayuda no puede ser eternamente incondicional, sino vinculada a hitos y progresos que obliguen a los gobernantes a generar por sí mismos lo que ahora reciben de otros), ese agravio ya existía cuando al secesionismo catalán le ocurría como al liberalismo español: cabía en un taxi.

Lo que ha sucedido es que, al calor de la crisis, ha estallado una tormenta perfecta entre los silencios proverbiales de la España política y los gritos endémicos de la Cataluña institucional. Aunque la propaganda independentista vende la idea de una confrontación con el devastador nacionalismo español, lo cierto es que durante 36 años al menos nos hemos dedicado a intentar matarlo a besos: se ha reconocido todo lo que una nación puede querer menos la edición de un pasaporte propio, se ha diluido hasta extremos insólitos la presencia nacional en el territorio agraviado, se ha transferido el mayor techo competencial de Occidente y finalmente, se ha consentido con ingenuidad bobalicona que la consolidación de los símbolos propios vaya pareja de la defenestración de los compartidos.

En otras palabras, se ha tolerado que el objetivo no sea tanto reforzar el legítimo y enriquecedor sentimiento catalán cuanto diluir o criminalizar su sincronía con una identidad española compatible. En Galicia no son menos gallegos por ser también españoles, y en sí mismo esto prueba que la inoculación de una sensación de atraco obedece más a factores artificiales que a sentimientos espontáneos o a hechos objetivos: cualquiera nos comportaríamos como el perro de Pávlov si tuviéramos a un Pávlov dándonos el coñazo todo el día. Esto lo sabe hasta un chaval de Bachillerato.

Y esa certeza cabe añadirle una insólita maquinaria de propaganda capaz de extender en la población la existencia de un enemigo verosímil y de una cadena de desmanes emocionales inaceptables. Para quienes sostienen que es la calle la que maneja el cotarro y no la Generalitat o ERC, como si a éstas no les cupiera más remedio que seguir los designios de ´su pueblo´, conviene recordar que las mismas instituciones y la misma sociedad se echaban también a la calle para aplaudir a Franco en la Diagonal, para votar masivamente la Constitución y para rubricar los sucesivos Estatutos de autonomía.

Esto es, en el mismo escenario legal y con los mismos agravios económicos, nadie sentía que le faltaba una mano hasta que se lo han repetido hasta la náusea, hasta que han transformado la TV3 en el sueño de Leni Riefensthal, hasta que se ha intentado la ablación de la lengua española (da igual que sea imposible: es suficiente con quererlo) y, en fin, hasta que se ha vendido la idea de que sólo se podía ser un buen catalán si a la vez se era un mal español.

Es la propaganda, cobertura además de un latrocinio institucionalizado por amantes de Suiza, la que ha obrado el demoledor milagro de transformar la búsqueda de la identidad propia en una demolición tribal de la de todos. Y la que ahora convierte a Artur Mas en el conde duque de Olivares de Sin noticias de Gurb: aquel marciano aterrizado en Barcelona vestido de valido de Felipe IV que, en la novela de Eduardo Mendoza, cambiaba de identidad cada media hora para integrarse en el paisaje cambiante mientras buscaba a otro compatriota, disfrazado de Marta Sánchez, llegado a la tierra por accidente.

Para quienes piensen que todo diagnóstico debe comportar necesariamente una terapia, cabe recordar que la única manera de encontrar las respuestas es acertar en las preguntas. Si no, propones un federalismo que ya existe de facto y además no quieren o, de repente, suscribes la peligrosa idea de que el único concepto de democracia sensata es el propuesto por el insensato Junqueras: que voten los que yo diga y lo que yo diga, como si remitirse a la ley fuera menos democrático que saltársela desde una posición institucional reconocida por ella.

Solventar de un plumazo 36 años de concesiones y t trágalas no es sencillo. Pero en algún momento hay que decir basta y contraponer a la ficticia soberanía artificial la vinculante legislación vigente. Es probable que a los profesionales del secesionismo esto les siente mal y sólo sirva para redoblar sus desafíos; pero es factible también que los millones de catalanes que no viven de esto acaben cansándose antes o después del carnaval. O que al menos entiendan que somos 47 millones de ciudadanos y que el todo no puede amenazarse con la parte por mucho que ésta se vea a sí misma como soberana legítima.

A nadie se le exige que se sienta español; basta con que sea consciente de que a efectos legales lo es y que defender esta máxima es la única manera de garantizar el desarrollo correcto de todos los derechos: incluido el de irse… si se convence a los 46 millones de españoles que no fuimos a la Diada y no necesitamos repetir la cursilada de que ´todos somos catalanes´ para recordar que aquello es tan nuestro como esto de todos.

Porque, y vayamos al final, ¿qué puede pasar si se suspende y se evita la celebración del referéndum ilegal o, de desconvocarse al final, se desatiende la condición plebiscitaria de las elecciones subsiguientes o, a más a más, se replica con la ley en toda su extensión la previsible declaración unilateral de independencia del nuevo Parlament si le ha fallado todo lo anterior? ¿Acaso para evitar un conflicto interesado puede generarse siempre otro mayor y más duradero? ¿No es mejor, llegados a este punto, contraponer a la dictadura de unas emociones manipuladas el imperio cabal pero sin fisuras de la ley, de los procedimientos, de las mayorías y de las nnormas?

Mucho se especula sobre las consecuencias sociales de una eventual suspensión de la autonomía o de un proceso judicial a los cargos públicos catalanes que cometan sedición, pero nada se dice del perverso efecto contrario que ha tenido y tiene tolerar sine die una actitud de ruptura antidemocrática por parte de una arrogante minoría que se arroga la propiedad de algo que no es suyo y lo intenta imponer a la fuerza. Sería un drama llegar a este punto, pero evitarlo no puede depender en exclusiva de poner en peligro una idea cívica, legal y ciudadana de un país que o respeta sus procedimientos o simplemente es una selva.

Si para que los junqueras de turno no pisen la cárcel hay que seguir mirando a otro lado cuando cacaree sus discursos rupturistas homologables con los de Groucho Mas en Sopa de ganso (´¡Viva Freedonia!´), tal vez ha llegado el momento de que lo hagan. La otra opción no puede seguir siendo llegar al siglo XXI con una país quebrado en tantos frentes que además no sabe cómo se llama, en qué debe hablar y cuántos habitantes tiene: no es serio ni decente para generaciones venideras que ya perciben suficientes nubarrones en su futuro.

O dicho de otro modo, ya está bien de que esta gente se líe a hostias mientras unos les echamos piropos y a otros les roban… y que luego te denuncien por haberse roto la mano. Ésa que, por cierto, no tienen, amigos catalanes.

Posdata. Cataluña en dos imágenes. Pero no, no hay manipulación de la gente de bien. 

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