Cuando los gatos aspiran a ser leones

Cuando los gatos aspiran a ser leones
El abogado Jerónimo Paéz. PD

Tan grave es la deriva secesionista del nacionalismo catalán en el hipotético caso de que se consolide, como sus consecuencias. Enorme es el daño que los nacionalistas han causado en las últimas décadas al sembrar la desafección en los corazones de muchos de sus ciudadanos, a pesar de los esfuerzos y sacrificios que la España democrática ha hecho para satisfacer sus continuas e insolidarias pretensiones. Sus líderes separatistas se han dedicado durante décadas a erosionar la pacífica convivencia entre las regiones y sus habitantes.

No resulta fácil saber cómo hemos llegado a este deterioro, dado que hemos vivido la más larga etapa de libertad, prosperidad y respeto a las sensibilidades regionales de nuestra historia. Los millones de españoles que participaron en la lucha por traer la democracia e incluso aprobaron las Autonomías de Cataluña y el País Vasco -pensaban, pensábamos -que habíamos resuelto de una vez por todas «los males de la patria». Cuesta creer que nos hayamos equivocado y difícilmente cabe el perdón y procede el diálogo – aunque deba mantenerse por el bien de todos-, con quiénes ahora pretenden destruir la nación española. Precisamente por ello tienen -tenemos- derecho a opinar, y habría que decir, también a votar, porque sin esa aportación junto con la de los propios catalanes, Cataluña no tendría el alto nivel de riqueza y libertades de las que hoy día goza. Con mayor razón incluso si tenemos en cuenta que esta destructora insolidaridad puede potenciar todas las fuerzas disgregadoras que proliferan actualmente, ya sean las del País Vasco, Baleares o Galicia, que si siguen la misma vía que los separatistas catalanes, pondrían en grave peligro el país entero.

Suena a broma leer artículos como el publicado recientemente en El País, -periódico que normalmente tiene una posición coherente en temas convulsos y complejos-, por el profesor Ignacio Urquizu «Mejor juntos», que nos dice que la única salida que tenemos «es decir lo mucho que queremos a Cataluña», a la que según él debemos gran parte de lo que somos. Efectivamente España debe mucho a Cataluña, pero esta región debe aún más a España. Y nada debemos, sino todo lo contrario, a los nacionalistas catalanes.

A su vez, no está de más ante el curso de los acontecimientos, imaginar cual podría ser la actitud que tomaría la hipotética República independiente catalana, si alguna de sus provincias tratara posteriormente de dinamitar su unidad territorial. Puede que no fuera ni pacífica ni tolerante. A los separatistas catalanes que hacen continuas referencias a su enfrentamiento con la España imperial en relación con la guerra de los Segadores (1640), conviene recordarles cómo actuaron ellos en casos similares. A pesar de que suelen decir que se expandieron en el Mediterráneo de forma casi pacífica, a diferencia del «brutal Imperio castellano», olvidan que cuando conquistaron la Isla de Menorca en 1287 masacraron a sus pacíficos pobladores musulmanes, vendiendo como esclavos a los que sobrevivieron.

Se puede achacar el deterioro actual a varios motivos, entre ellos, a las ambiciones y mezquindad de los nacionalistas, a las actuaciones de la Generalitat e incluso también a los errores cometidos por los sucesivos gobiernos de la nación, al no haber cortado en su día las derivas insolidarias.

Es verdad que la desafección no es reciente, se remonta a siglos antes, pero ahora afecta a amplias capas de la sociedad catalana. Nos guste o no, en la Cataluña actual existe un sentimiento larvado por el que muchos catalanes no se consideran españoles, se creen diferentes, a veces incluso superiores y, en todo caso, lejanos.

Pero también puede afirmarse que no habríamos llegado a esta deplorable situación si no hubiera sido porque desde que se creó el modelo autonómico, no quisimos ver lo evidente: el hecho que los nacionalistas vascos y catalanes no tenían voluntad alguna de pertenecer a la comunidad nacional; su objetivo no era otro sino fracturarla y avanzar hacia la independencia a cualquier precio. No dudaron ni escatimaron esfuerzos en utilizar los medios e instrumentos que tenían a su alcance para conseguirla. El modelo autonómico que se pensó y aprobó para unir a todos los españoles respetando sus diferencias, que podía y debería haber funcionado, pronto empezó a hacer aguas. Habíamos olvidado que en España las fuerzas centrífugas con frecuencia son tan poderosas como las centrípetas.

Olvidamos además también que las Autonomías regionales e incluso los Estados federales sólo funcionan si existe voluntad de estar unidos, si hay consenso que genere lealtad institucional entre poder nacional y regional. Si no es el caso, tienden a convertirse en Reinos de Taifas que carecen de sentido de Estado. Sus gobernantes buscan sobre todo el medro personal y aumentar su poder, tanto mayor cuanto menor sea el poder central. De ellos solían decir los sabios andalusíes cuando deploraban el hundimiento de al-Ándalus, «son como gatos que se hinchan queriendo aparentar la fuerza de los leones».

Por complejas razones, no fuimos capaces de poner coto a los continuos privilegios que los nacionalistas exigían. Como quiera que contaban con todo tipo de competencias, sobre todo Educación, Hacienda y Cuerpos Policiales, se convirtieron un Estado de facto. Estaban en condiciones de tratar de materializar sus pretensiones.

Los dos grandes partidos nacionales, PSOE como PP, cuando no conseguían mayorías absolutas para gobernar, se echaban en brazos de los gobiernos nacionalistas y conseguían su apoyo a cambio de todo tipo de cesiones y concesiones. Todas las señales de alertas fueron ignoradas. La gran mayoría de nuestros dirigentes cerraron los ojos, aunque algunos analistas, incluso fuera de nuestras fronteras, habían diagnosticado las dificultades que se avecinaban.

Uno de los más lúcidos fue el malogrado Tony Judt. En su libro publicado en 2005 Postguerra una historia de Europa desde 1945, se puede leer: «en España donde la nueva Constitución había reconocido las arraigadas demandas de autonomía de Cataluña o del País Vasco, una generación después, la primera región se había convertido en un Estado dentro del Estado, con un idioma, con unas instituciones y unos órganos de Gobierno propios. Añadió que gracias a la denominada ley de Normalización Lingüística de 1983, el catalán se había convertido en la lengua predominante en la enseñanza; posteriormente la Generalitat implantaría su uso exclusivo en las escuelas infantiles. Esta «identidad catalana», ficticiamente creada, era fácil de potenciar avivando los resentimientos ya fuera por su importante contribución a la Hacienda española, o por cualquier prejuicio o interpretaciones históricas fácilmente manipulables. De esta forma se producirá el «vaciado de la españolidad», a lo que contribuyó la dificultad de «articular un discurso nacional», toda vez que este discurso se podía asimilar a la herencia franquista, mientras que la identificación regional no llevaba mácula alguna de vínculos autoritarios». Para colmo, la izquierda española uno de los grandes motores de la Transición se adhirió a estas posiciones.

Tony Judt fue incluso más lejos. Nos recordó la Historia, y dijo que «en España la fragmentación del Estado-Nación venía impulsada por el recuerdo del pasado». Comparándonos con otros países europeos en los que existían también tendencia centrifugas, hizo la siguiente afirmación: «las nuevas regiones de Italia -al contrario que las de España- son una ficción administrativa».

Con todos estos ingredientes habíamos preparado el camino del precipicio que terminamos de construir en la última década. Se pasó del «Fer país» que lanzó Jordi Pujol para promocionar a nivel internacional Cataluña, que no España, cuando las Olimpiadas de 1992 que financiamos todos los españoles, al nuevo eslogan de «Catalunya is not Spain». En definitiva del nacionalismo «moderado» al separatismo irredento. Sólo faltaba meter a los lobos en el corral, lo que hizo el presidente Maragall al compartir Gobierno con los independentistas.

La desafección llego a su cenit gracias a la complacencia de los respectivos Presidentes Montilla y Zapatero, -una especie de Kerenskys españoles- al apoyar el nuevo Estatuto catalán de 2006, que el Tribunal Constitucional tuvo que anular en parte en su sentencia de 2010, toda vez que suponía la ruptura de la nación española.

A partir de esta resolución, la suerte estaba echada. Ahora queda por ver si podemos recomponer la situación. Los Idus de Octubre no parecen favorables. Todo dependerá de la inteligencia y habilidad con que actúe el Gobierno de España; y sobre todo de que la Generalitat decida o no pasar el Rubicón. Por el momento las Luces de la Razón están apagándose en Cataluña. Ojalá pronto brillen de nuevo.

Jerónimo Páez.

Publicado en el Diario de Sevilla el 21 de Octubre de 2017

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