Bitácora

clipping

El periodista Hermann Tertsch

Justo Serna, Miércoles, 13 de julio 2005
Hermann Tertsch es un afamado periodista de El País. Ha escrito varios libros valiéndose de sus experiencias como corresponsal en la Europa central y en otras partes en conflicto (en los Balcanes, por ejemplo). A comienzos de los noventa, sus vibrantes crónicas, tan diferentes del estilo frío de El País, y su apreciable cultura (desde luego su gran cultura para lo que muchos juzgan niveles ínfimos entre tantos reporteros) hicieron de él una voz atendible, autorizada, influyente.

Al cabo de los años, Tertsch ya no ejerce de corresponsal y sus lectores se bastan con seguirle las columnas de opinión que publica periódicamente. Aparecen en la sección de Internacional, de El País, y es allí, en ese espacio pequeño, zurdo y privilegiado, adonde debe dirigirse quien quiera hacerse una idea global y moral del estado del mundo. ¿Moral? Digo bien. La tarea de Tertsch no es la de suministrar datos, noticias o informaciones, sino la de evaluar el trasfondo de los acontecimientos aplicándoles una lente propiamente moral.

En principio, el lenguaje del reportero en activo tiende a ser imparcial, neutro y límpido con el fin de describir sin connotar, con el propósito de retratar con arrugas y todo, sin que sus simpatías o animadversión mejoren o agraven el original. En la prosa del corresponsal Tertsch había una implicación subjetiva que ha ido creciendo conforme su apellido cobraba nombradía y conforme los juicios que iba aventurando le eran aplaudidos por mayor número de lectores. Eran chispazos que el reportero se consentía, valoraciones que los destinatarios le toleraban porque la caída del Muro de Berlín y sus efectos no podían dejar al cronista como mero observador.

El ojo de Hermann Tertsch ha sido para muchos lectores y durante más de un lustro, un lustro rápido y asombroso, una lente de aumento y, sobre todo, una exégesis informada que traducía a los españoles la clave de una Europa oriental de la que ignorábamos casi todo, hasta su localización exacta en el mapa. Países insólitos, independencias sobrevenidas, matanzas inexplicables y personajes salidos auténticamente de una película de espías o de gángsteres, no sé, eran aclarados o iluminados o designados por alguien, Hermann Tertsch, que por linaje parecía un compatriota avergonzado o lúcido de aquellos a quienes nombraba.

Los conflictos de los Balcanes y la impotencia o el cinismo de la Unión Europea radicalizaron y ensombrecieron la pluma de Tertsch y sus crónicas fueron convirtiéndose en púlpitos o estrados desde los que enjuiciar o procesar a quienes eran enemigos de la humanidad o sus secuaces o sus adláteres. Las columnas que, de unos años a esta parte, publica en El País son un destilado de ese procedimiento o, incluso, la condensación de su estilo dolido.

Trate lo que trate siempre habrá motivo de agravio; aborde lo que aborde siempre se pronunciará con algo de hinchazón, con contundencia expresiva, con un exceso, quizá, de ira, de irritación. Razones no faltan, desde luego, para enemistarse con el mundo, cuyo curso errático, imprevisible y cínico requiere de todos nosotros criterios firmes y moral a prueba de bombas (ay...). Los adversarios de Tertsch suelen ser antagonistas temibles de la humanidad (que, a mí, sin duda, me atemorizan), pero esos rivales adquieren en su prosa un perfil cada vez más abstracto y mayúsculo, con un énfasis próximo al de Bush: el Nacionalismo criminal, el Terrorismo homicida, el Fanatismo intolerante, claro. Se trata de grandes abstracciones, como la Maldad, que él detecta, percibe e identifica en personajes reconociblemente perversos o en tipos secundarios aparentemente inocuos.

Al convertir sus columnas en trincheras contra esos enemigos abstractos (que, insisto, él se encarga de concretar), la palabra la emplea como proyectil, pero sobre todo como banderín de enganche. Abrazó la causa de lo políticamente incorrecto y, desde ese momento, se supo rodeado de envidiosos y enemigos, muchos de los cuales estarían entre los colegas aparatosamente progres de su propio periódico. Aprobó a Bush y celebró a Juan Pablo II frente a quienes juzgaban al papa como un personaje portador de ideas ultramontanas. Se vio, pues, como cofrade de algún otro periodista de El País que, habiendo dado pasos semejantes en la misma dirección, también se desmarcaba con cierto estrépito del ideario progre del que procedía.

Al erigirse en portavoz de causas que la dirección de su periódico no siempre aprueba, pero tolera, su tono se va haciendo cada vez más agraviado, enfático, grandilocuente. Véase, por ejemplo, su artículo titulado “El asalto a la ciudad” (El País, 12 de julio). En esa columna, el autor hace aparentemente una defensa de las ciudades martirizadas por la violencia, por los atentado, y de paso hace un panegírico de la urbe como espacio de libertad. Queda, la verdad, muy bien: vibrante en el tono y evidente en su conclusión. ¿Quién, salvo algún rancio y despistado retrógrado, se va a oponer a la ventajas de la ciudad? Es un discurso que despierta el aplauso y la aquiescencia. Pero, la verdad, su dictamen no mejora lo que, por ejemplo, dijera el ‘periodista’ José Ortega y Gasset sobre la plaza de la ciudad como esfera de lo diferente, como recinto de lo heterogéneo: como ese lugar que se edifica históricamente “limitando un trozo de campo mediante unos muros que opongan el espacio incluso y finito al espacio amorfo y sin fin”, leemos en La rebelión de las masas.

Tertsch dice que las ciudades tienen enemigos que “las odian porque en ellas surge hace miles de años la riqueza de la comunicación y la libertad y dignidad del individuo, porque en ellas es tan difícil imponer verdades únicas y la peor represión nunca puede evitar complicidades humanas entre gentes de diversa procedencia, religión y etnia”. Dicho así, me parece una doctrina muy insuficiente que plantea las cosas de manera esquemática. En la ciudad, en las ciudades que acogen el anonimato, la discrepancia, el individuo y la conservación del distinto, está también –y desde hace siglos-- el acoso, la intolerancia, la atrocidad. Su retrato es, pues, en blanco y negro.

En realidad, Tertsch enuncia al final de su artículo el subtexto de esa apología de la ciudad: su columna no es una defensa de la urbe, pretexto bello que suscita la aprobación de todos pero, a la postre, meramente ornamental, sino este pensamiento que, por obvio, resulta redundante: “Ninguna democracia puede hoy permitirse ninguna paz que no pase por la derrota del terrorismo, su enemigo mortal”. No hemos de creer que esta declaración sea pura evidencia: es un aviso para navegantes, un aviso contra los terroristas, pero sobre todo para quienes quieran, según sus palabras, una “rendición encubierta”. Es decir, para quienes ideen toda política antiterrorista que no pase por la defensa de Bush, de Blair y de Aznar, tan admirados por Tertsch. No me parece mal: lo que me parece sobrante es la retórica que precede.

Justo Serna