Historias Sobre La Libertad De Expresión

Historias Sobre La Libertad De Expresión
Censura y libertad de expresión. EP

¿Quién quiere que exista libertad de expresión? ¿Y de información?

En principio, todo el mundo, se supone. Cualquiera a quien se formule esa pregunta en nuestro país dirá que sí, que él quiere que haya libertad de información. Luego, la realidad es muy otra. Luego, todos queremos enterarnos de lo que les sucede a los demás, tener todos los datos posibles sobre temas que ni siquiera nos afectan o nos interesan muchos de ellos. En cambio, que los demás obtengan información sobre nosotros, en cuestiones que deberían ser de libre acceso, que no se refieren al ámbito privado de nuestra intimidad, no está tan claro.

Cualquier director de un medio de comunicación o cualquier redactor de a pie ha experimentado en sus carnes la presión para no publicar una u otra noticia. Las razones que esgrimen quienes presionan son muy variadas; algunas de ellas, incluso, plausibles. A veces, envueltas en argumentos éticos, o de conveniencia política, o de solidaridad, o de cualquier otra mandanga, bien adobada, eso sí.

No está tan claro, por consiguiente, que todos deseemos y defendamos como debiéramos la libertad de información. Supongo, y esbozo aquí una hipótesis que he expuesto en otros sitios, que esa situación arranca del propio origen histórico de la prensa en Europa. Ésta ha tenido desde siempre una vocación ideológica, orientativa, de creación de la opinión pública. Eso explica su vinculación tradicional a los partidos políticos y la profusión histórica de tantas cabeceras como grupos ideológicos estaban dispuestos a apoyarlas.

En Estados Unidos, en cambio, la prensa, primero, y los demás medios de comunicación, después, han tenido desde sus orígenes una vocación informativa, de comunicación de hechos y de sucesos muy variados que sirviesen al ciudadano para desenvolverse mejor en su vida cotidiana. Por eso, en Estados Unidos la información circula con menos cortapisas que en Europa y, por consiguiente, que en España

La hipótesis aquí esbozada es una simplificación, por supuesto; pero tampoco pretende ser esto un ensayo erudito, sino que trata de agavillar algunas reflexiones al hilo de recuerdos concretos y de acontecimientos puntuales. Es obvio que también ha habido grandes manipuladores de la prensa estadounidense, propietarios de medios de comunicación que los han manejado a su antojo, sin ningún pudor, al dictado de su conveniencia personal. Sin ir más lejos, ahí tenemos a Randolf William Hearst, el conocido magnate que llegó a provocar la guerra hispano-norteamericana tras el confuso hundimiento del acorazado Maine, simplemente para vender más periódicos, y al que tan brillantemente caricaturizaría después Orson Welles en su Ciudadano Kane. Pero ése, repito, no es el tema a tratar. Al menos en este momento.

Lo cierto es que los editores anglosajones, en general, y los norteamericanos, en particular, presumen de no interferir en absoluto ni en la línea editorial ni en la informativa de sus medios. La prueba del nueve de esta afirmación, como se decía antes, o la del algodón, que dicen los más modernos, la obtuve cuando la gestación de la televisión privada en España, en 1989. En aquel entonces, el Grupo Zeta, donde yo trabajaba como director general de publicaciones, preparó un proyecto llamado Univisión Canal 1, que no logró una de las tres adjudicaciones administrativas que otorgó el gobierno de Felipe González.

El socio internacional de gran ringorrango en aquel proyecto era Rupert Murdoch, el empresario estadounidense de origen australiano propietario, entre otras muchas empresas de comunicación, de Fox Televisión, de Sky News, de Twenty Century Fox y del diario británico The Times. Coincidiendo con su participación en Univisión, Murdoch había entrado también como socio de Antonio Asensio en el capital de Grupo Zeta, que presidía este último. Aquel hecho era un notición, sin duda, que dimos con gran despliegue en todos los medios informativos de nuestro grupo y del que, con menos alarde, como resultaba lógico, también se hicieron eco los demás medios del país.

A mí me pareció insuficiente. Pensé que aquélla era una noticia merecedora de aparecer en The Times y que ello redundaría, además, en beneficio de la imagen de Grupo Zeta dentro de España y fuera de ella. Así que, ni corto ni perezoso, abordé a Murdoch, un hombre con rictus constante de afección estomacal:

–Supongo que The Times dará la noticia de su participación en Grupo Zeta.

–No lo sé -respondió escuetamente el gran hombre.

–¿No lo sabe?

–No, porque el director de The Times es libre para publicar o no lo que él crea conveniente.

Como cabía prever, allí se acabó la historia. The Times jamás dio una línea sobre aquel asunto.

En contraste con la aparente asepsia anglosajona en temas informativos y con la pretendida ausencia de intervención en el sector de la comunicación tanto por parte de los poderes públicos como de los privados, Antonio Asensio fue llamado a La Moncloa poco después de haber sido desestimado su proyecto televisivo. Le recibió Rosa Conde, ministra portavoz del Gobierno:

–Lo siento, Antonio, pero no había concesiones suficientes para todo el mundo.

–Ya, pero al único al que le habéis dado con la puerta en las narices es a mí.

–No digas eso, hombre.

–¿No? ¿Pues cómo quieres que lo diga? -replicó un Asensio lógicamente enfadado.

–Nosotros contamos contigo, ya lo sabes, pero quizás no llevabas los socios adecuados -arguyó la ministra, en una velada alusión a Mario Conde, participante también en el accionariado de Univisión.

–Ya. Vosotros tenéis una bonita manera de contar con uno…

–Todo tiene arreglo.

–¡Pues ya me dirás cómo se puede arreglar una vez atribuidas las concesiones!

–Nosotros queremos que tú entres en alguno de los tres proyectos aprobados. Pero tú solo, sin esos socios que llevas.

–Y eso, ¿cómo se come?

–Bueno. Ya hemos hablado con Telecinco y se te haría un hueco en su capital. Un hueco minoritario, eso sí. No hemos podido avanzar más.

–¿Eso es todo lo que tienes que decirme?

–¡Te parecerá poco! ¿Qué me contestas?

–Lo pensaré.

Antonio Asensio ya lo había pensado. Y su respuesta era no.

Hombre leal a sus amigos y a sus socios, ni por un instante se le había ocurrido dejar a éstos en la estacada. Además, para él estaba claro que el mismo Gobierno que le había puesto la proa, que le había ninguneado y que le había impedido acceder a la televisión privada, quería ahora contentarle con unas migajas y tenerle así sometido a su control, en vez de permitirle campar libremente por sus respetos.

Éste es un ejemplo muy extremo de la intromisión gubernamental en los medios de información. Pero la intervención administrativa en temas de comunicación, efectuada de una u otra manera, sigue siendo habitual.

También a escala individual, hasta los más demócratas no se resisten a la tentación de que la información esté a su servicio y no al del conjunto de los ciudadanos. Algunos, por ejemplo, confunden el género de la entrevista informativa con el de un comunicado de prensa, en el que ellos pueden decir unidireccionalmente lo que quieren, en vez de someterse al riesgo dialéctico de la réplica, de la contra pregunta, de la información no verbal que sin darse cuenta ofrecen los entrevistados y de la valoración personal que sobre sus respuestas pueda hacer el periodista.

Un prematuro ejemplo fehaciente de todo ello lo obtuve en Argel, donde fui el primer periodista español que entrevistó a Mario Soares tras haber sido nombrado éste ministro de Asuntos Exteriores de Portugal después de la llamada Revolución de los claveles, en 1973. Soares estaba allí negociando la independencia de Angola con los guerrilleros del MPAIAC, cuya delegación presidía Marcelino Dos Santos. Receloso ante un periodista que ejercía su profesión bajo el régimen franquista, el dirigente socialista portugués me recibió con una arrogante cautela:

–¿Y por qué le interesa a usted todo esto?

–Bueno, no me atrae especialmente lo de las colonias africanas, sino todo lo que pasa en su país. Ya sabe: nosotros esperamos que España tome el mismo rumbo democrático de Portugal y, además, hay muchas cosas comunes entre los dos países. Por ejemplo: el vigente Pacto Ibérico de ayuda mutua que firmaron en su día los dictadores Franco y Salazar.

–Bien, bien -dijo el hombre, ya más relajado, pero sin bajarse de su peana de desdeñosa arrogancia– ¿Y en qué idioma quiere que hagamos la entrevista?

–Yo…

–Puedo hacerla en el idioma que usted quiera: español, francés, inglés,…

–Elija usted -dije, picado en mi amor propio por aquel envanecimiento, aunque yo nunca he pasado de chapurrear indignamente cualquier lengua que no sea el castellano-, pero creo que nos puede salir muy bien si seguimos como hasta ahora: usted hablando en portugués y yo preguntándole en español.

Así lo hicimos. Pero, en su desconfianza, Soares se interrumpía a cada instante para dictarme como en un parvulario:

–A ver, ponga ahí un punto y aparte. A continuación escriba lo siguiente, y preste atención.

Aquel comportamiento modificó la imagen previa que yo tenía del político portugués recientemente llegado del exilio. Eso me enseñó que mejor haríamos todos si dejáramos previamente en el armario aquellos apriorismos y prejuicios con los que, inevitablemente, nos acercamos al sujeto que vamos a entrevistar. No mucho tiempo antes yo había hecho mi primera entrevista profesional, cuando trabajaba en Radio Nacional de España. El personaje era Salvador Dalí. Impresionado por la fama del pintor y por su presunto carácter neurótico y estrafalario, acudí tan nervioso a la cita que durante un largo rato no acerté a poner en marcha la grabadora. Cuanto más tiempo pasaba, con Dalí pacientemente mirando mi inútil manipulación del aparato, más nervioso me ponía yo.

–¿Ocurre algo? -me preguntó, finalmente.

–Es que yo… No sé… Este aparato… Es la primera vez que lo uso…

–Déjeme ver a mí -me pidió el hombre y cogió la grabadora de mis manos.

–A lo mejor está estropeada -balbucí.

–No, no creo. Mire, ya funciona -dijo al cabo de un instante.

–Mu… Muchas gracias -atiné a contestar.

–Ya puede comentar usted a todo el mundo -me dijo el pintor, contento como un chiquillo por su acierto mecánico -que Salvador Dalí sirve al menos para arreglar magnetófonos.

La entrevista resultó placentera, y el personaje, sencillo y amable como jamás hubiera imaginado, ha sido uno de los más agradables que me haya encontrado en mi vida.

Mi encuentro con Soares en Argelia no había sido mi primera visita a aquel país. En realidad, desde Barcelona hay menos distancia en línea recta a Argel que a la mitad de las capitales españolas de provincia. Así que no ve fue muy difícil convencer a Josep Pernau, director entonces de Diario de Barcelona, de la conveniencia de hacer aquel viaje para conseguir la entrevista con el dirigente político portugués, pese a la siempre precaria situación económica del periódico que acabaría cerrando años más tarde. En mi estancia anterior, unos meses antes, había logrado acreditarme en la Conferencia de Países No Alineados que se celebraba allí, como enviado especial de TeleXprés, otro de los muchos diarios lamentablemente desaparecidos con el paso del tiempo.

Lo de los no-alineados había sido un invento colectivo del indonesio Sukarno, del indio Nehru, del egipcio Nasser y del yugoslavo Tito en 1956. Se trataba de que los países emergentes practicasen una especie de ejercicio activo de neutralidad política entre los dos grandes bloques existentes: Este y Oeste, Capitalismo y Comunismo, Primer Mundo y Segundo Mundo. El proceso descolonizador en los años posteriores a aquella fecha fundacional aumentó considerablemente la nómina de los países del Tercer Mundo y aquel encuentro de Argel en 1973 era una especie de fantástica convención de líderes mundiales. Allí estaban Indira Gandhi, la hija del pandit Nehru, asesinada años después; Anuar El Gadafi, joven y arrogante militar libio con aire de nómada del desierto y cuyas intervenciones resultaban como amenas charlas a la sombra de la haifa; Habib Burguiba, el padre de la patria tunecina, ya envejecido, de verbo pastoso e insufrible autocomplacencia, y muchos otros más.

Nunca había visto tanto personaje histórico junto. Ni tan de cerca. Para alguien tan ingenuo y tan poco baqueteado como yo, a medida que me aproximaba a ellos, aquellos mitos vivientes iban perdiendo la aureola de misterio y superioridad y empezaban a tomar humildes formas mortales. En aquel ambiente, quien no tuviese una biografía mítica pasaba totalmente inadvertido. En uno de los constantes desplazamientos en autobús de una ponencia cualquiera a una asamblea general o viceversa, llevaba sentado a mi lado a un joven que se identificó como periodista rwandés:

–¿Vendrá usted mañana a la conferencia de prensa del coronel Micombero?

–¿De quién?

–Del presidente de mi país. Todavía no es muy conocido, porque su golpe de estado aún es reciente.

Le fui brutalmente sincero:

–Mañana, como cada día, hay una veintena de conferencias de prensa. Dudo mucho que a nadie le interese la de su presidente. A mí, no.

Tiempo después, me enteré en algún sitio, seguramente por haberlo leído en la prensa, de que al coronel Micombero lo había derribado otro golpe de estado.

Una de las figuras más populares de aquel encuentro internacional de primer nivel era el incombustible Fidel Castro. La víspera de concluir la cumbre nadie había conseguido entrevistar a aquel caudillo inaccesible. En el receso de una de las sesiones, Castro abandonó el recinto donde éstas se celebraban, atravesando un pasillo flanqueado por soldados y llevando tras él un séquito de colaboradores y escoltas. Hablaba yo en aquel momento con el reportero televisivo Miguel de la Quadra-Salcedo, quien ya no era el joven campeón de España de lanzamiento de disco y de jabalina que había sido, y a quien aún le faltaban muchos años para ser el hombre-marca de La Ruta Quetzal. Al aparecer Fidel Castro, De la Quadra-Salcedo me dejó de hacer caso inmediatamente y saltó hacia el dirigente cubano entre dos guardias, antes de que éstos pudieran reaccionar:

–Comandante, comandante -se puso a gritar, –aquí el corresponsal de Televisión Española -lo cual, dicho sea de paso, era cierto.

–Sí, compañero -le respondió el dictador cubano, vestido de verde olivo, al tiempo que le inmovilizaba con un enorme abrazo que no se sabía si era de afectuosidad o de autodefensa. Probablemente, de las dos clases. Con el brazo libre hizo un gesto a su escolta que quería decir que todo estaba en orden.

–Desearía que me concediese una entrevista -le dijo el periodista.

–¿Estás seguro, chico?

–Por supuesto, comandante. Iríamos a hacérsela el cámara y yo.

–Vale, queda con éstos -señaló tras él – y mañana haremos la entrevista.

Se hizo.

La mayoría de los periodistas españoles que allí estábamos regresaba a casa al día siguiente: José Luis Balbín, ya entonces uncido a su inevitable pipa; Antonio Caballero, un colombiano de fino idioma que trabajaba para Cambio 16; Alberto Míguez, que nos sacaba a los demás varias cabezas de experiencia profesional y que llevaba escritos varios libros, entre ellos una sucinta pero ajustada biografía de Jean Paul Sartre, y Cuco Cerecedo.

Cerecedo era un caso aparte. Involucrado en el destino de las naciones emergentes, había tenido rocambolescas experiencias en varios países africanos, recogida alguna de las cuales en la revista revolucionaria AfricAsia, de la que había llegado a ser corresponsal volante. A diferencia de los demás enviados especiales, que nos albergábamos en barracones militares acondicionados para aquella ocasión, él se hospedaba en el domicilio de la viuda de Franz Fanon, quien había escrito un famoso libro, Los condenados de la tierra, que en su momento fue una especie de Biblia para los intelectuales de todo el mundo que luchaban contra el neocolonialismo.

Cuco se movía por Argelia con la misma soltura con que otros lo hacen por el comedor de su casa. Vividor y simpático, escritor de fácil pluma y muchos amigos, amante de la aventura y asediado por las mujeres, Francisco (Cuco) Cerecedo murió prematuramente. En memoria suya, y con buen criterio, la Asociación de Periodistas Extranjeros que animó durante muchos años Miguel Ángel Aguilar ha creado un premio de periodismo que lleva su nombre.

A los cinco años de aquella historia, pretendí que Cerecedo colaborase con una revista de efímera vida que yo llevaba en Barcelona: Primera Plana. Llegado el día del cierre de un número determinado, no había conseguido que Cuco me enviase desde Madrid, donde estaba viviendo, el artículo pedido, así que tomé una decisión drástica:

–¡Coge un avión a Barcelona y ven a escribir el artículo en la redacción!

–¿Quién me paga el viaje?

–La revista, por supuesto.

–¿Y el hotel? Porque no tendré tiempo de acabarlo para poder regresar en el mismo día.

–Bueno… Bueno -me fastidié–. También te pagaremos el hotel.

–Ahora mismo voy.

Y colgó.

Era mediodía. Tres horas después estaba en la redacción. Se dirigió hacia una máquina de escribir que estaba desocupada y comenzó a redactar el tema encargado con aquella facilidad que él tenía. Yo estaba feliz. Radiante.

No habían pasado ni cinco minutos desde la llegada de Cuco cuando llamaron a la puerta de la redacción. Era una chica guapísima. Esbelta. De movimientos cadenciosos.

–¿Está Cuco? –preguntó.

Él se levantó para darle una calurosa bienvenida.

–¡Eso sí que no Cuco! ¡Por tu madre que acabas el artículo antes de besar a nadie y de irte con ella por ahí! ¡Por eso sí que no paso!

En un par de horas estuvo listo el reportaje y Cuco y la chica desaparecieron como por ensalmo. Lo que no tuve tiempo de hacer fue cancelar la reserva del hotel.

Ése era Cuco Cerecedo. Al menos, tal como yo lo recuerdo. El hombre que conocí en Argel y que los argelinos consideraban como uno de los suyos.

Al acabar la Cumbre de Países No Alineados, Miguel de la Quadra-Salcedo se quedó unos días más en el país, para tratar de hacer algún reportaje más.

–¿Y la entrevista a Fidel Castro? -le pregunté.

–Aquí está -me dijo, mostrándome unas bobinas enlatadas.

Me miró por unos instantes:

–¿Te importaría llevarlas, ya que tú pasas antes por Madrid, para que así las vayan procesando en televisión?

–No me importa en absoluto.

Me fui muy satisfecho, en la creencia de que estaba colaborando modestamente en la emisión de una exclusiva. Años después me enteré de que la entrevista jamás fue emitida. Ignoro por qué: por razones políticas, por conveniencia diplomática del momento, por juego de intereses… Yo no la había visto, por supuesto. Lo único que sabía era que un reportero se había jugado el tipo por hacerla y que si hubiesen sido más rápidos que él aquellos guardaespaldas que ya habían echado mano a su cintura De la Quadra-Salcedo no hubiese podido contarlo. Todo eso, para que alguien, muy lejos de allí, sentado en un tranquilo despacho, hubiese decidido sencillamente que aquello no valía la pena de ser difundido.

Algo de eso me vino in mente casi veinte años más tarde, viendo en TVE una entrevista que le hizo al dictador en La Habana Rosa María Mateos. Imagino que algo tan políticamente correcto como aquello difería como la noche del día de la non nata entrevista realizada por Miguel De la Quadra-Salcedo en Argel en 1973.

Lo de Argel había ocurrido en el mes de septiembre. Justo en los mismos días del golpe de estado en Chile de Augusto Pinochet contra Salvador Allende. Uno era un progre en aquella época y lo siguió siendo durante muchos años después. Supongo que por eso estaba lleno de prejuicios contra los Estados Unidos, a quienes los progresistas del mundo entero culpábamos de todos los males pasados, presentes y futuros de la humanidad. Tampoco, por eso mismo, había tenido ningún interés en viajar a Estados Unidos, imbuido de esa suficiencia con la que el ignorante desprecia cuanto ignora, que dice el conocido verso de Antonio Machado.

Sólo al cesar en 1988 de la dirección de El Periódico de Catalunya, a la que había accedido cuatro años antes, le manifesté a la empresa mi intención de viajar por los Estados Unidos antes de incorporarme en Madrid a la Dirección General de Publicaciones, que era lo que me había propuesto:

–Hay unas visitas que organiza el departamento de Estado norteamericano para enseñar el país -argumenté–. Podría conocer cómo funcionan allí las empresas periodísticas, qué revistas son las que tienen más futuro,… ¡Y la televisión! -añadí, en un rapto de inspiración -Nos conviene saber cómo funcionan las cadenas de televisión ante una eventual concesión de canales privados en España.

José Luis Erviti, vicepresidente del Grupo Zeta, magnífico amigo y compañero de innumerables fatigas periodísticas, se encargó de gestionar la gira a través de la embajada norteamericana. Ésta organizaba, y continúa organizando, visitas de aquellas personas a quienes considera líderes de opinión, es decir, políticos, periodistas, catedráticos, sindicalistas,… para enseñarles cuestiones relativas a su especialidad, al tiempo que les imbuye del American way of life.

No sé qué habrá pasado en otros casos. En el mío, el viaje, organizado por la Agencia de Información de los Estados Unidos, fue todo un éxito. Para mí y, por supuesto, para el objetivo de sus organizadores. Entonces comprendí a aquel país y a sus gentes y desde aquel momento me he sentido identificado con ellas. Desde entonces, también, he viajado a los Estados Unidos tantas veces como he podido. Es más, entre octubre de 1996 y agosto de 1997 me trasladé a vivir a Nueva York, siguiendo un hondo impulso, o un capricho, o una necesidad, no lo sé muy bien.

Durante el viaje de 1988 crucé el país de costa a costa, escoltado por una guía paciente y eficaz, Nancy Hartzenbusch, de igual apellido que nuestro poeta romántico, esposa de un reportero de la Associated Press a quien me presentaría años después y buena conocedora por ello de la mentalidad, de la curiosidad y hasta de las manías de los periodistas.

A los norteamericanos, el que la gente quiera saber les parece lo más natural del mundo. Así es que están preparados para cualquier pregunta posible y para dar la respuesta más adecuada a lo que se les pregunte o, en su caso, la más conveniente.

Me lo explicó en el Departamento de Estado Ron Browne, que era el director de investigación del departamento:

–A partir de las 6 de la mañana empezamos a preparar la rueda de prensa que luego da el Secretario de Estado a las 9 en punto.

–¿Y cómo lo hacéis?

–Repasamos la prensa más importante del país y del mundo, vemos cuáles son sus preocupaciones, los puntos calientes de los que tratan, las cuestiones que interesan a los periodistas…

–¿Pero cómo sabéis lo que van a preguntar?

–Hay que anticiparse a todas las preguntas probables. A veces procesamos más de un centenar de cuestiones posibles.

–¿Y no se os escapa ninguna? ¿No suele haber algún periodista que se salga por los cerros de Úbeda?

–Es muy improbable. Todo tiene una lógica que, bien analizada, puede procesarse previamente.

–¿Pero en ese caso improbable que te comentaba…?

–Ya sabes: para eso se ha inventado el «non comment», o «no es éste el momento para hablar de ello» o, sencillamente, «comentaremos ese asunto un poco más tarde». Pero nuestra obligación es que el Secretario de Estado conozca todo para no dejar ningún tema sin respuesta.

Si ésa es la preparación con la que los políticos llegan a las ruedas de prensa, alimentados informativamente por equipos de profesionales competentes y madrugadores que procuran que no se les escape nada, no menos preparados van los aguerridos periodistas, avezados en esos menesteres y con una experiencia varias veces superior a la de sus presuntos antagonistas, digámoslo así.

Lo comprobé tres días más tarde en la Casa Blanca, en una rueda de prensa con el portavoz de Ronald Reagan. Nada más aparecer aquél en el estrado, empezó a ser increpado por los periodistas más veteranos:

–Bob, no pretenderás embaucarnos hoy con las mandangas de siempre…

–Tengo preparado un comunicado presidencial… -comenzó a explicar el portavoz.

–¡Ya estamos con los comunicados! -gritó uno.

–¡No intentes salirte por la tangente! -añadió otro.

El sudoroso portavoz intentaba sin éxito hacerse oír por encima de la algarabía:

–Yo…

Apenas si oí, o conseguí entender, algo más de lo que allí se decía, al hablar simultáneamente una serie de periodistas, muchos de ellos en movimiento hacia sus asientos respectivos, pasando inequívocamente de los bienintencionados esfuerzos del portavoz.

Y es que los informadores estadounidenses tienen vocación de fiscales públicos, de interrogadores en representación de unos ciudadanos que no tienen la posibilidad de ellos para acceder cotidianamente a sus políticos. En Estados Unidos, además, los periodistas de a pie, los reporteros que acuden a las ruedas de prensa o cubren conflictos bélicos in situ, no suelen ser, como ocurre por estos pagos, becarios recién licenciados o a punto de serlo. Allí, la veteranía, la edad, la experiencia, suponen un grado más importante que el rango funcional en el escalafón del medio de comunicación de que se trate. Eso se aprecia hasta en detalles simbólicamente formales, como la ocupación de asientos de los habituales cronistas políticos, sea en el Congreso, en la Casa Blanca o donde fuera. ¡Ay de quien se atreva a ocupar el lugar reservado a otro, aunque éste se halle ausente ese día!

Si los periodistas creen en el sagrado derecho a la información reconocido en la Constitución, la sociedad norteamericana en su conjunto coincide con ellos. Relataré un par de casos, para mí singulares, que en su momento me ilustraron fehacientemente de la diferencia entre hacer información en Estados Unidos y hacerlo en España.

Uno fue mi visita al Pentágono. Estoy hablando de 1988, trece años antes del vesánico ataque a aquella sede militar de Al Qaeda con un avión suicida que dejó un montón de muertos.

Mi primera sorpresa fue la llegada en Metro hasta el centro neurálgico del ejército norteamericano. Bien mirado, resulta lógico que un lugar con tantos empleados facilite el acceso de éstos a su lugar de trabajo. La única medida de seguridad allí existente era la presencia de policías en todos los accesos al recinto. Pero nada más. Como si se tratase del Citibank o de la terminal de Alitalia en el aeropuerto John F. Kennedy.

Mi presencia allí se debía, simplemente, a la curiosidad. Era la época de La Guerra de las Galaxias, el controvertido plan bélico de Ronald Reagan, aquella especie de escudo antimisiles para proteger al territorio norteamericano de un eventual ataque nuclear soviético que acabaría por desaparecer tras la caída del muro de Berlín. Yo, como periodista extranjero, había pedido conocer de qué iba el asunto. En el Pentágono me esperaban el mayor Alan R. Freitag y un consejero civil del Gobierno, el doctor David Martin, que fue quien llevó toda la para mí ininteligible explicación de tan complejo tema. Ante mi rostro de concentrado esfuerzo, el doctor Martin se interrumpió durante un momento:

–¿Está entendiendo usted algo de lo que le digo?

–Sí, sí, comprendo su idioma -le dije, azorado–, lo que me cuesta más es comprender exactamente de qué me está hablando.

A lo largo de la conversación, me explicaron que el principal laboratorio dedicado al tema de aceleración de partículas, base del programa de Reagan, se encontraba en Libermore, al lado mismo de la Universidad californiana de Berkley.

–Yo voy a estar en California el mes que viene, en un curso de la Universidad de Stanford -les dije, aliviado–. ¿Podría acercarme por el laboratorio y ver allí mismo todo esto de lo que estamos hablando ahora?

Sospechaba que me iban a mandar a hacer gárgaras, que era lo lógico. En vez de eso, el mayor Freitag, amablemente, me respondió:

–¡Qué bien! Pégueme un telefonazo cuando usted esté por allí y yo avisaré al laboratorio para que le dejen pasar.

Dicho y hecho. Aunque parezca mentira, para conseguir penetrar en uno de los arcanos tecnológicos del ejército norteamericano bastó una simple llamada de teléfono de costa a costa un mes después de haber pasado un breve rato charlando con un militar en el Pentágono.

–¡Ah, mister Arias Vega! ¡Claro que me acuerdo de usted! ¿Qué día y a qué hora quiere ir a Libermore?

Allí, en un desangelado laboratorio, un abnegado funcionario me dio a mí solo todo tipo de complejas explicaciones, me enseñó planos y fotografías, me mostró un enorme e inquietante tubo semejante a las fantasías cinematográficas de George Lukas -el famoso acelerador de partículas, que sigo sin saber de qué va- y me inundó de papeles, creyendo, seguramente, que se hallaba ante un periodista especializado que expondría luego a sus interesados lectores una espléndida explicación propagandística del tema.

Aquel acontecimiento sirvió para ilustrarme sobre la confianza y hasta la ingenuidad del sector público estadounidense, capaz de mostrar sus interioridades al primer indocumentado que pasase por allí. Nueve años después tuve la oportunidad de comprobar algo semejante con relación al sector privado.

Entonces vivía ya en la esquina de la calle 36 con Park Avenue, en el centro mismo de Manhattan, y colaboraba con varias publicaciones para ganarme la vida o, más exactamente, para pagarme el capricho de estar viviendo en Nueva York. Por aquellos días se había producido la fusión de la Boeing con la McDonald Douglas, formándose el mayor gigante de la historia aeronáutica norteamericana. Yo acababa de escribir sobre el tema para el semanario Dinero, que dirigía con singular talento Marisa Navas. Se lo había ofrecido también a El Correo Español-El Pueblo Vasco, de Bilbao, desde donde me llamaron días más tarde:

–Oye -me dijeron–, tendríamos que tocar el tema de la macrofusión aeronáutica.

–Bien; pero la noticia se ha producido hace ya algunos días, así que habría que darle un enfoque más intemporal.

–Lo tenemos todo pensado. Se trata de que hagas un extenso análisis comparativo entre la nueva Boeing y el Airbus europeo para las páginas del domingo. Ya sabes: qué modelos está preparando la Boeing para el futuro, cuáles son las diferencias con los proyectos de Airbus… O sea, un tratamiento de futuro, y sobre todo comparativo entre una empresa y otra, más que sobre lo que ya ha sucedido.

–Vale, vale -respondí, nada convencido.

Comencé la tarea por el principio. Hallé el teléfono de la sede de la Boeing en Seattle, al otro lado del país, y conseguí que me pusieran con su gabinete de prensa:

–Soy un periodista español -expliqué- y necesito saber qué proyectos de futuro tiene vuestra empresa, una vez fusionada con la McDonald Douglas.

Si en vez de ser una compañía norteamericana se hubiese tratado de una empresa española, habrían sucedido cronológicamente las siguientes cosas. Primera: convencimiento de que el que había telefoneado era un loco o un jubilado con ganas de matar el tiempo y la llamada nunca hubiese ido más allá de la centralita telefónica. Segunda: sospecha más que fundada de que quien llamaba era alguno de la competencia con el burdo propósito de enterarse de los proyectos más recónditamente secretos de la empresa y el tema hubiese recaído en los servicios jurídicos, si no en algún otro departamento aún más expeditivo. Tercera: creencia de que el interlocutor era efectivamente un periodista despistado o, más bien, absolutamente imbécil y se le hubiese mandado a la porra o se le habría dado cualquier información falsa o errónea para que fuese aprendiendo de qué va la vida.

Pero la Boeing era una sociedad norteamericana, de esas que incluso organizan visitas guiadas para los turistas que van a Seattle para ver el grunge y conocer los sótanos anegados por las inundaciones de hace sesenta años y les cuentan hasta los grados de resistencia térmica del fuselaje, así que la conversación discurrió por derroteros muy diferentes a si hubiese sido una empresa española:

–¿Desde dónde dice que llama?

–Desde Nueva York.

–Ya. Así que a usted no le vendría bien pasar por aquí para ver lo que estamos haciendo.

–Más bien, no.

–En realidad, todos los planes de expansión que tenemos aprobados o en proyecto son los mismos que había antes de la fusión. ¿A usted le interesan todos?

–¡Hombre…! Todo lo que tengan previsto para los próximos cinco años, por ejemplo. Ya sabe: modelos, tamaños, tipo de aviones, características nuevas y diferenciales respecto a la competencia…

Cuando yo ya pensaba que me iba a mandar a ese sitio que todos imaginamos, en vez de ello me contestó:

–Todo eso resulta un poco voluminoso; habría que ver cómo condensárselo. ¿Para cuándo dice que lo necesita?

Contestar a un norteamericano que las cosas se necesitan para el momento mismo no es un insulto, a diferencia de lo que suele ocurrir en nuestro país, en que las cosas importantes tardan un mes; las urgentes, quince días, y las urgentísimas, una semana. Para un estadounidense, al revés: la urgencia es síntoma de eficacia y la eficacia constituye un valor supremo. Así que contesté:

–Pues lo necesito ya.

–Bien. Deme su número de fax y lo tendrá en seguida.

Minutos después mi fax empezó a vomitar hasta 74 páginas con datos, croquis, planos y proyectos para los próximos seis años.

Merced a ejemplos como éste, yo siempre he dicho que es más fácil informar en Estados Unidos que en España. Mientras que aquí los interesados piensan que la información es algo que hay que ocultar y que se debe mentir desde al Fisco hasta a los medios de comunicación, pasando por la mujer y los amigos, en Estados Unidos se parte de que la información es un hecho social, de que la mentira es el pecado individual más grave y de que al final todo acaba sabiéndose, para más inri, con lo que la gente no suele resultar tan huidiza como aquí a la hora de proporcionar información.

Para concluir con este apartado contaré una anécdota más, aunque vuelva recurrentemente más tarde a tocar de nuevo el tema norteamericano.

La administración alemana había considerado en aquellos días que la denominada Iglesia de la Cienciología -secta a la que pertenecen famosos de Hollywood como John Travolta, Tom Cruise, Kristie Alley o Anne Archer- se dedicaba a «prácticas sin escrúpulos» y a «destruir las estructuras sociales», entre otras lindezas, por lo que había actuado contra ella. En vez de pedirle El Correo un reportaje a su corresponsal en Bonn, por ejemplo, recibí una llamada de Bilbao:

–Haznos un reportaje sobre la secta ésa, hablando con todos ellos.

«Todos» estaban en Hollywood, para empezar, y conseguir una entrevista con cualquiera de ellos llevaría meses, en el mejor de los casos. Afortunadamente, nada es imposible en Nueva York, así que me fui hasta la esquina de la calle 46 con la Sexta Avenida, a diez minutos a pie desde mi casa, para hablar con el reverendo John Carmichael, responsable de las relaciones de la secta fundada por el mediocre autor de relatos de ciencia-ficción Ron Hubbard.

En vez del recelo que esperaba, todo fueron facilidades: información, contactos, material pedagógico de la organización…

–Si quiere venir a nuestras sesiones… El próximo domingo tenemos un acto masivo en circuito cerrado de televisión con Hollywood…

Acudí al acto, que me permitió conocer a otras personas tan poco involucradas en el asunto como yo, movidas todas ellas por la curiosidad sobre una secta con ocho millones de seguidores convencidos, enriquecida con sus aportaciones, perseguida por lo dudoso de sus métodos y famosa gracias a la captación de celebridades del mundo del espectáculo, como Nicole Kidman o Chick Corea.

Con John Carmichael yo había sido rotundamente claro:

–El reportaje se debe a lo sucedido en Alemania y ya sabe que nosotros, en Europa, no somos nada favorables a este tipo de organizaciones como la suya.

–Lo sé, pero no me importa. Tampoco ignoro que en España se ha abierto un proceso judicial contra nosotros. Así que ya ve: no tenemos nada que perder. Informe, pues, con absoluta libertad.

Lo hice. No sin pensar que en España jamás habría encontrado ese tipo de facilidades. Menos aun con una empresa bajo sospecha, sometida a acciones judiciales de tipo penal y con prejuicios hacia ella, seguramente merecidos, por otra parte.

(Este breve ensayo fue publicado en la revista de pensamiento «Papeles del Novelty» nº 19, de Salamanca, en junio de 2010)

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