Jabois: "Mas terminó de firmar y golpeó su pluma catalana contra la mesa como si fuese un vaso de chupito vacío, que lo era"
Cuando, una vez muerto y caído en desgracia el recuerdo de sucesor de Lenin, las autoridades comunistas checoslovacas decidieron deshacerse de la estatua dedicada al que se hacía llamar ‘El padrecito’ se encontraron con que tenían que hacer frente a una tarea titánica. En Praga se había levantado el mayor monumento a Stalin del mundo, y su destrucción implicó una demolición con explosivos que puso en peligro todo el caso antiguo de la hermosa ciudad regada por el río Moldava. Esta es una de las curiosos episodios de la historia de lo que hoy es la República Checa que relata de forma magistral el escritor polaco Mariusz Szczygiel en su libro Gotland.
La estatua levantada en honor a Jordi Pujol en Premià de Dalt es mucho más molesta que aquella que afeó Praga con la figura del terrible Stalin. Y derribarla no ha supuesto ningún riesgo para la integridad de la población. Nos imaginamos que quienes se han encargado de tumbar con nocturnidad la figura del nada honorable lo han tenido muchos más fácil que aquellos que querían mantener vivo el totalitarismo comunista lavando su cara renegando del que fue uno de sus máximos exponentes. Y el derribo de la estatua del ex presidente catalán es precisamente uno de los temas del día en los espacios de opinión de la prensa de papel española el 1 de octubre de 2014.
Al margen de estatuas derribas, una vez más la mayor parte de las columnas del día están dedicadas de una forma u otra al nacionalismo catalá. Sólo hemos tomado con un artículo digno de ser reseñado que trate un asunto diferente, que es la dimisión de González-Echenique como presidente de RTVE y la situación que vive esta corporación de medios públicos.
Hacemos sonar una vez más nuestra armónica de afilador y nos lanzamos a comentar lo más jugoso del columnismo del día.
Emprezamos en El País, donde David Trueba dedica su columna a la situación de RTVE. Se titula Irse.
A Leopoldo González-Echenique el Gobierno lo nombró de manera impropia, echando abajo una ley aprobada por Zapatero que dignificaba con su proceso parlamentario el valor institucional. Rajoy pretende ignorar que la política también es estética y no hay regeneración sin moralidad. El resultado de hacer las cosas mal ha llevado a una fuga de espectadores que miran con lupa a sus canales públicos, seguramente con mayor acritud que a las propuestas de empresarios privados. Y tienen razón en hacerlo así, porque los canales públicos pertenecen a los ciudadanos.
Aunque tiene razón Trueba en destacar que es normal que el público sean má críticos con TVE que con otras televisiones, puesto que la pagan con su bolsillo, este humilde lector de columnas disiente en algo. No cree que «los canales públicos» (o los Paradores, o EFE o cualquier empresa pública, sea estatal, autonómica o municipal) pertenezcan a los ciudadanos. Si así fuera, tendríamos nuestras acciones, que podríamos vender o quedárnoslas, se nos convocaría a juntas de accionistas y con suerte sacaríamos algo con el reparto de dividendos…. Vamos, lo normal en una empresa de la que puedes decir que te pertenece a tí y a muchos otros. Pero nada de eso ocurre con RTVE o ADIF, por poner dos casos.
RTVE nos cuesta un dineral vía impuestos, pero no podemos ejercer sobre ella ningún derecho inherente a la propiedad. Añade Trueba:
Aunque se quiera ver la dimisión [de Leopoldo González-Echenique] como una victoria pírrica del departamento de Montoro, conviene más mirarla como otra derrota del ciudadano español. A la batalla por desprestigiar el servicio público y fundamental que deberían ofrecer los canales televisivos estatales, se une la zancadilla financiera que imposibilita cuadrar las cuentas sin proceder a un desmantelamiento doloroso.
Algunos no nos consideramos derrotados con esto, puesto que con independencia de quién esté al frente de la corporación no la sentimos como algo propio sino como una carísima herramienta de propaganda gubernamental y sindical.
Pasamos ahora a ABC, y con el salto entramos ya en materia catalana. Ignacio Camacho titula su columna como La madrastra. Se fija en los puntos flojos de la posible respuesta dialéctica al independentismo:
En una sociedad con el pensamiento deconstruido por la brevedad sintética de Twitter no hay modo de competir con la brevedad contundente de un eslogan de dos palabras. Para rebatir la falacia escondida en la simpleza del lema «dejadnos votar» se necesitan argumentos complejos: el derecho constitucional, la titularidad de la soberanía, la naturaleza de la nación, la prevalencia de las leyes sobre la voluntad política. Eso no funciona.
Concluye:
De modo que mientras España y sus demonios buscan un relato, los nacionalistas explotan el suyo. Una mitología sencilla, atractiva, seductora, aglutinada en torno a la solemne épica de la emancipación; da igual que se trate de una superchería cuando a su favor cuenta con la sensación de certeza superficial que proporcionan los argumentos sencillos. Han logrado que la España democrática aparezca como una madrastra autoritaria que cohíbe por la fuerza su ímpetu de libertad. Y dominan la estrategia del ruido. Acostumbrados a rentabilizar el victimismo se han apoderado de la comunicación y llevan ventaja. El Estado ha frenado en seco la ofensiva, pero para derrotarlos es menester algo más que la ley. Se necesita fe y no está claro que España sepa creer en sí misma.
El jefe de Opinión del diario madrileño de Vocento está entre quienes comentan el derribo de la estatua de Jordi Pujol. Jaime González titula Metáforas del pasado.
La natural propensión del nacionalismo a elevarse por encima del suelo no es más que el reflejo de ese carácter totémico que lo ha llevado a erigirse en protector de la tribu. Fruto de esa exaltación de sí mismo es el monumento levantando a Jordi Pujol en Premià de Dalt en 2001, una obra que -sin entrar en valoraciones artísticas- provoca grima. No por exceso de realismo, sino de narcisismo.
Concluye:
A Jordi Pujol lo han derribado dee su pedestal en Premià de Dalt, pero su u efigie rodando por el suelo no es la metáfora de su propia decadencia, sino i la de un pueblo -el catalán- que ha sido víctima de una monumental estafa.
Una forma de corrupción que no tiene que ver con el dinero oculto en paraísos, sino con la pérdida de su propia identidad. ¿Qué fue de aquella Cataluña abierta y seductora que era la luz precursora de una España en blanco y negro? La han fundido, me temo.
Una visión similar del asunto la ofrece el subdirector de La Razón, José Antonio Gundín, que titula El ídolo derribado.
Es, en todo caso, el símbolo oportuno de la caída en desgracia de quien durante 23 años fue adorado como padre de la patria. Más aún, escenifica el rechazo al régimen nacionalista que gobierna Cataluña desde hace tres décadas apoyado en la corrupción institucionalizada.
El afilador de columnas no estaría tan seguro como Gundín. Quienes han derribado esa figura pueden rechazar el nacionalismo gobernante en Cataluña, puede ser cierto. Pero no es necesariamente así. Salvando las distancias (pues ni Pujol se acerca a la maldad absoluta del dictador soviético por excelencia ni el nacionalismo catalán es equiparable al totalitarismo que sometió durante décadas a Europa Central y Oriental), pudiera suceder algo parecido a lo que ocurrió con la estatua de Lenin en Praga. Quienes han decidido tumbarla pueden ser nacionalistas que quieren borrar un episodio del pasado que supone un problema de imagen para ellos.
Concluye:
Artur Mas debería tomar nota de que lo primero en caer de todo edificio nacionalista cuando los ciudadanos se hartan son precisamente las estatuas que lo decoran. Después vienen los ajustes de cuentas, como el reclamado ayer por el PSOE, que a la misma hora en que Premià retiraba a sus almacenes el ídolo caído, presentó una querella contra Pujol por fraude fiscal y blanqueo de dinero. Nada que objetar a la iniciativa del partido de Pedro Sánchez, pero ¿no habría sido más apropiado y más valiente que la presentara el Partido Socialista de Cataluña? Salvo que el PSC, en vez de tumbar las estatuas de los idólatras se contente con ensuciarlas como las palomas.
Alfonso Ussía, en la contraportada del periódico dirigido por Francisco Marhuenda, ofrece una visión algo diferente. Titula La herrumbe del esplendor. Tras mostrar su rechazo a que se derrumben estatuas, comenta:
La Historia está ahí, y los monumentos la recuerdan para bien y para mal. A mí, personalmente, me toca la gaita el monumento en los Nuevos Ministerios de Largo Caballero, que fue un cabrón con pintas. Pero es parte de nuestra Historia y mejor tenerlo en bronce que en carne y hueso.
Sostiene también:
No entiendo que Pujol sea derribado en bronce como tampoco alcanzo a comprender que se le hiciera tan ridículo monumento. Si a Felipe González o José María Aznar les hubieran llegado noticias de que el Ayuntamiento de una localidad cualquiera -Dos Hermanas o Quintanilla de Onésimo- habían aprobado en pleno levantarles un monumento en sus plazas principales, seguro estoy de su rechazo. Sucede que Pujol enloqueció -como en la actualidad su chico de los recados-, y se creyó de verdad el Padre y Fundador de la nación catalana.
Hombre, tampoco estemos tan seguros de que Aznar y González no hubieran aceptado que les levantaran estatuas en su honor. Ambos también enfermaron del ego.
Dejamos la estatua pero continuamos con el nacionalismo catalán. En El Mundo, Manuel Jabois se chotea de la ceremonia en la que el aspirante a Moisés catalán firmó la convocatoria del referéndum independentista en un artículo titulado Trozos del muro.
Lo que pasó fue que los consellers se saltaron el protocolo -la Constitución aún, ¡pero el protocolo!- y se abalanzaron sobre el papel que había firmado Mas, porque Mas terminó de firmar y golpeó su pluma catalana contra la mesa como si fuese un vaso de chupito vacío, que lo era. Una vez allí los consellers sacaron sus teléfonos móviles y se pusieron a hacer fotos: era su primer delito.
Añade:
El caso es que era vox populi que se estaban haciendo fotos en la intimidad, que muchos están cogiendo partes del proceso como ladrillos del Muro para venderlos dentro de diez años porque hasta de la Historia, o precisamente de ella, se puede hacer negocio, pero la imagen no deja de impactar. Fue como ver qué ocurría dentro de sus cerebros japoneses. Querían inmortalizar lo que había nacido muerto y fueron al folio como al canapé, a codazos.
Por su parte, Antonio Gala titula, también en el periódico ahora dirigido por Casimiro García-Abadillo, España somos todos.
Estoy seguro de que en España existen [buenos gobernantes]: no abundan (ni aquí ni en ningún sitio), pero existen. ¿Sus enemigos principales? Ellos mismos primero (o segundo quizá) porque, una vez sentados, se aficionan a trincar para el futuro nuevo, el de su esposa e hijos deslumbrantes, sus aliados y colaboradores… Todo eso es verdad. Pero no, hacer varias Españas porque una no funcione a pesar nuestro, y encima sin cargarse los trincones, los robos, las rencillas, la insolidaridad… Malos de esos no hay muchos aquí: pero sí los suficientes para joder a todos. Cataluña -por ejemplo- tiene unos catalanes de toma pan y moja. Y Valencia y Andalucía no le van a la zaga… Pero eso de «no somos España» o «vámonos de España», conserva a los ladrones y no arregla las cosas.
Vamos, que irse para quedarse con los corruptos no sería un buen negocio para los catalanes.
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