LA TRIBUNA DEL COLUMNISTA

Ignacio Ruiz Quintano le hace un traje a Manuela Carmena por su última y desastrosa ocurrencia

"Esta alcaldesa es la hija de aquel sastre, oficio que da mucho juego a Quevedo en 'El sueño de la muerte'"

Ignacio Ruiz Quintano le hace un traje a Manuela Carmena por su última y desastrosa ocurrencia
Manuela Carmena. EP

Miscelánea de columnas este 10 de octubre de 2015. Las hay desde las que hablan del disparate al que se ha entregado Artur Mas con tal de seguir gobernando en Cataluña, a Pablo Iglesias y su melancolía o, ¡atentos al dato! sobre Manuela Carmena y su última ocurrencia, que los hombres no lleven traje en verano…siendo la alcaldesa precisamente hija de un sastre. ¡Toma ya!

Arrancamos precisamente con este asunto que lo comenta con su fina prosa e ironía habituales el periodista Ignacio Ruiz Quintano en ABC:

El anticipo de la Segunda Transición debe de ser este Segundo Tiernismo que Pdr Snchz ha montado en Madrid con Manuela Carmena, la abuela que, según la prensa de los «gafapastas», nos trajo las «libertaes», defendiendo (todo indica que anónimamente) la causa del Derecho frente a Franco como el juez Coke frente a Jacobo I.

Esas «libertaes» incluyen, siquiera para el verano, un «sans-culottismo» menestral y madrileño.

-Hay que cambiar la absurda moda de los hombres de llevar traje en verano -ha dicho la alcaldesa, que podría hacer del estanque del Retiro la playa del Algarrobico en Carboneras, Almería.

«Carmena se llama el sastre / que viste a la gente bien. / Hace trajes y hace abrigos / como muy pocos se ven», contó Eugenio Suárez que cantaban en la radio de los 30.

Apunta un dato sumamente jugoso:

Esta alcaldesa es la hija de aquel sastre, oficio que da mucho juego a Quevedo en «El sueño de la muerte». Y Gecé, entusiasta del militar español («superior a nuestro cura»), dice que Millán Astray tenía dos aversiones, los chistes groseros y los sastres («porque al tomar medidas de los pantalones rozaban los genitales del cliente»).

¿Y cómo, saliendo de una sastrería, puede nadie estar en contra de los trajes?

Porque los progres son esclavos de las malas lecturas (para meterse en la época de la alcaldesa, hay que ver «Esquizo», de Ricardo Bofill, con la pobre Serena Vergano buscando durante toda la película un trapo que ponerse), y Carmena, por su edad, debió de tomarse en serio las enfermedades de la indumentaria de Roland Barthes, que era lo «fashion».

Ignacio Camacho arrea de lo lindo a Artur Mas, esa especie de Moisés de mercadillo populista:

Buscaba la desconexión y ha provocado la deconstrucción. Incluso la de su propio partido, desleído en una coalición que no controla y con sus bases de clase media sumidas en el desconcierto ante el protagonismo de un grupo antisistema. La fuga hacia delante de Artur Mas ha deconstruido la política catalana convirtiéndola en una extravagante pasarela de extremistas y fanáticos. Las elecciones «plebiscitarias» han transformado la prometida Via Lliure a la República Catalana en un angosto callejón donde las pintorescas Candidaturas de Unidad Popular (en euskera Unidad Popular se dice Herri Batasuna) han tomado el prusés soberanista como rehén de su propuesta de ruptura revolucionaria. CiU está rota como proyecto articulador de un poder hegemónico nacionalista. Y la burguesía que daba cohesión social a Convergencia contempla con asombro e inquietud el exhibicionismo arrogante de los sandalios, dispuestos a humillar al autoproclamado Moisés con una ristra de exigencias de radicalismo asambleario.

Precisa que:

Esto es lo que hasta hoy ha logrado el brillante plan de Artur I el Astuto: descomponer la estructura dirigente que lideraba mal que bien con su Partido Alfa. La operación de sumar fuerzas en una lista por la secesión le deja en manos de una colección de aventureros, oportunistas y, en el mejor de los casos, rivales dispuestos a abandonarlo en la primera encrucijada. Cataluña, una sociedad fuerte, es ahora una comunidad dividida en dos mitades por el proyecto separatista, y la propia facción de la independencia ofrece grietas claras en su débil cohesión electoral. Perdido el plebiscito popular encubierto, Mas tiene serias dificultades para administrar la victoria parlamentaria. Con sus propios diputados, el núcleo de Convergencia apenas alcanzaría para dominar siquiera la iniciativa interna. La lista unitaria no fue pensada para gobernar sino para desarrollar a corto plazo el desafío secesionista, pero incluso ese objetivo necesita el permiso de un grupo de iluminados de extrema izquierda. Treinta años de liderazgo social del pujolismo y sus secuelas han quedado diluidos en un magma de inestabilidad que amenaza con desarticular el entramado institucional nacionalista.

Y apunta que cuando un líder como Mas está a otras cosas, no puede ver los problemas reales que existen en Cataluña:

Este marasmo político impide cualquier atención a los problemas reales. La planta de Seat en Martorell, por ejemplo, está bajo el peligroso foco del escándalo Volkswagen sin que nadie en la paralizada Administración autonómica tenga capacidad de interlocución razonable. La única desconexión registrada, por el momento, ha sido la de las saboteadas vías del AVE. El subsistema de poder catalán parece haber sufrido también un colapso interno fruto de un sabotaje. Pero el que ha cortado los cables de energía ha sido su propio presidente con una estrategia desquiciada. Nunca le interesó gobernar sino mandar, y ahora es probable que ni siquiera le dejen intenta

Por su parte, Jaime González, jefe de opinión del rotativo de Vocento, sacude como una estera al alcalde populista de Valencia, Joan Ribó, por mezclar churras con merinas:

Los partidarios de la laicidad más extrema defienden que la religión no puede ocupar lugar alguno en el ámbito de lo público. Están en su derecho, pero España -mientras no se reforme la Constitución- es un Estado aconfesional, lo que no significa, en absoluto, que haya de desentenderse de lo religioso. Todo lo contrario. El hecho de que -como señala el artículo 16.3 de nuestra Carta Magna- «ninguna confesión tenga carácter estatal» no puede interpretarse -salvo por ignorancia, sectarismo o mala fe- en el sentido que defiende la izquierda radical.

Es muy sencillo: si el Estado, como propugnan los aprendices de brujo del anticlericalismo confeso, asumiera como propio el laicismo extremo, perdería su aconfesionalidad y neutralidad y se convertiría en lo contrario de lo que quisimos que fuera: un defensor de la libertad religiosa. El motivo de la separación entre la Iglesia y el Estado no fue liberarnos de la religión, sino hacernos libres para profesar y practicar las creencias religiosas que cada cual considere oportuno.

Le recuerda que:

El alcalde de Valencia ha vuelto a confundir la velocidad con el tocino y llevado su laicidad al paroxismo del absurdo, al negarse a que la senyera entrara ayer en la catedral. Si la procesión cívica del 9 de octubre rememora la entrada en la ciudad de Jaime I -que para más señas era hijo de Pedro II el Católico (siento disgustar a algunos)-, habrá que recordar lo primero que hizo el Rey: consagrar la mezquita y convertirla en templo, un dato que a Joan Ribó, de Compromís, y al presidente de la Generalidad, Ximo Puig, del PSOE, les parecerá una anécdota sin importancia.

La izquierda entiende que el hecho de que la senyera entre en la catedral -como venía ocurriendo hasta ahora- quiebra el carácter civil de la celebración. No creo que ningún valenciano se sintiera ayer reconfortado en sus creencias civiles por el hecho de que su bandera no cruzara el umbral del templo, pero sí que muchos se habrán sentido dolidos en sus creencias religiosas.

Y sentencia:

¿Qué necesidad había de fomentar la división y el enfrentamiento? Lo civil y lo religioso no son cuestiones antitéticas, sino complementarias, porque forman parte de una misma realidad. Dedíquense a gobernar y déjense de gestos para «su» galería, porque están jugando con fuego.

En El Mundo, Lucía Méndez escribe sobre el líder de Podemos, Pablo Iglesias, y como en un año ha pasado de asaltar el cielo a conformarse con cosas terrenales:

Este mes de octubre se cumple un año del estremecimiento colectivo que produjo el descubrimiento de las tarjetas black y la detención de Francisco Granados, poderoso hombre del PP madrileño. Aquel octubre negro para el bipartidismo propulsó hasta las puertas del cielo a Pablo Iglesias. Podemos era el primer partido de España en intención de voto directa en los sondeos y el segundo después de pasar por la cocina. Iglesias no se limitó a llamar a las puertas del cielo. Quiso tomarlo por asalto.

Aquel hombre era entonces un líder electrizante. Ponía los pelos de punta a sus seguidores, a Moody’s, a la memoria de la Transición, al Ibex 35, a Felipe González, a La Moncloa y a las audiencias de televisión. Su share excitaba a los programadores, daba taquicardia a los políticos convencionales y elevaba los ingresos por publicidad de las cadenas de televisión. Cuesta recordar el caso de un líder político que haya despertado en España tantas pasiones y tantos odios.

Detalla que:

En este año, Pablo Iglesias ha creado de la nada un partido que ya está en las instituciones. Tiene representación en comunidades y ayuntamientos. Gran parte de su relato político ha sido asumido por los partidos de la casta. Incluso el PP está tomando medidas donde gobierna para acabar con los desahucios y la pobreza energética. Pero ya no es el macho Alfa que producía electricidad a su paso. Y eso le ha llevado a caer en la melancolía.

Las últimas entrevistas que ha concedido le retratan como un espíritu aquejado por la desazón. Un cruce entre Margarita Gautier y el joven Wherter, personajes de novela romántica que sufrían castigados por el desasosiego vital y social. Este Pablo llama «hostión» en Jot Down a su brillante carrera política y sueña como Wherter con retirarse a sus estudios de La Tuerka y Fort Apache. Allí es feliz dando rienda suelta a su poderosa vocación de presentador de televisión, incansable polemista y adicto a la dialéctica con síndrome de abstinencia.

Y remata que:

El malogrado genio Enrique Urquijo cantó en Ojos de gata que las estrellas están condenadas a defraudar las expectativas porque se vuelven vulgares al bajarse del escenario. Algo parecido le ha pasado a Pablo Iglesias. Tal vez suscitó demasiadas expectativas y demasiado share para mantenerlo en un mundo tan cambiante.

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Autor

Juan Velarde

Delegado de la filial de Periodista Digital en el Archipiélago, Canarias8. Actualmente es redactor en Madrid en Periodista Digital.

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