LA TRIBUNA DEL COLUMNISTA

Ignacio Camacho sobre el glacial encuentro entre Rajoy y Sánchez: «No es al altar donde quieren ir, sino al funeral del adversario»

"Al líder del PSOE le tienta demasiado vivir en La Moncloa, aunque sea durmiendo con su enemigo, Pablo Iglesias"

El encuentro o, más bien, el desencuentro entre Mariano Rajoy y Pedro Sánchez en su cara a cara del 12 de febrero de 2015 en el Congreso de los Diputados ocupa gran parte de la atención de los columnistas de la prensa de papel este 13 de febrero de 2016.

Arrancamos en ABC y lo hacemos con el demoledor análisis que hace Ignacio Camacho, quien ve que ambos líderes protagonizaron un sonoro divorcio en vísperas del día de los enamorados. A estos dos no los reconcilia ni así retorne Isabel Gemio con su caravana de ‘Lo que necesitas es amor’:

En vísperas de San Valentín, Rajoy y Sánchez han compuesto una cita de divorciados mal avenidos, sin nada que decirse excepto los reproches ya sabidos y guardados de una relación estéril. Ni siquiera tenían nada que romper porque la relación está hecha trizas incluso desde antes de que la escenificaran en un debate televisado que pareció una trifulca de «Sálvame». Un encuentro hosco en medio del múltiple flirteo político de estas semanas de pre-investidura en las que los ritos de apareamiento parecen más bien el ajuste de precios de un barrio rojo. En política, un ámbito natural de rivalidades, no existe el amor, y menos desinteresado. Sólo los matrimonios de conveniencia, que son, según Oscar Wilde, aquellos que se celebran entre personas que no se convienen en absoluto.

Insiste en que:

Por eso hay que desconfiar de una oferta nupcial de Pablo Iglesias, un tipo que admira «Juego de tronos». En esa serie los esponsales acaban en degollinas porque son meros cebos en una lucha cruenta por el poder. El imaginario político de Iglesias, verbalizado en su larga etapa de tertuliano, es de una violencia darwinista incompatible con el sentimentalismo. Quiere juntarse con el PSOE para practicarle el ritual caníbal de las mantis, como intuye Susana Díaz; por eso ella prefirió un romance con Ciudadanos, gente más aburrida pero de mayor confianza. Sánchez también lo sabe, pero le tienta demasiado vivir en La Moncloa, aunque sea durmiendo con su enemigo. Si cuaja la boda, esa pareja se va a vigilar de reojo como Jack Nicholson y Kathleen Turner en la inolvidable escena de «El honor de los Prizzi». Habrá pistolas y cuchillos debajo de las almohadas.

Hoy por hoy es el único maridaje posible, aunque haya que hacerles sitio a los soberanistas como amantes ocasionales para sobrellevar esa rutina tan pesada que, otra vez el tito Oscar, se necesitan al menos tres para soportarla. Medio Madrid sospecha que los preparativos del casorio se gestionan en secreto y con celestineo de intermediarios mientras los tórtolos se hacen mohínes alternativos de desdén y de deseo. Sánchez blanquea el idilio coqueteando con Rivera, un amor lógico pero inviable al que utiliza para tranquilizar a la familia (socialista).

Y remacha:

La entrevista con Rajoy era de mero protocolo, para parecer personas civilizadas cuando se trata de los nuevos Montescos y Capulettos, condenados al enfrentamiento y la tragedia. No hay una pizca de química. El presidente es un hombre gélido, pragmático, de vuelta, y el candidato es joven, ambicioso y cree en las grandes pasiones turbulentas. Absolutamente incompatibles hasta para estrecharse la mano. No es al altar donde quieren ir, sino al funeral del adversario.

En cualquier caso, este proceso de cortejo carece por completo de emociones y hasta de deseos; no hay más erótica que la del poder. En política el amor es eso que sientes cuando alguien te ofrece un ministerio.

Ramón Pérez Maura considera que en España tanto la izquierda como la derecha no pueden sentirse orgullosas de sus errores, pero le llama la atención que siempre es la progresía la que marca las pautas y quien fabrica una especie de verdad universal, que sólo son los conservadores los que están pringados de detritus a la hora de señalar a los corruptos:

España debe de ser el único país del Occidente contemporáneo donde una parte de la clase política se empeña en perder el tiempo intentando negar la Historia a base de cambiar placas, nombres de calles y monumentos. Y, lo que es peor, eso lo pueden hacer algunos porque la derecha democrática es en verdad demócrata, mientras que esta izquierda es muy poco demócrata. El Gobierno Zapatero parió el engendro de la Ley de la Memoria Histórica y el Gobierno Rajoy no se planteó ni por un instante derogarla. No hubiera sido tan complicado. Y el argumento era bien sencillo: esa era una ley para romper la pacífica convivencia que se habían dado los españoles en la Constitución de 1978. Pero esa iniciativa no ameritó el interés del Gobierno hoy en funciones. A pesar de que ofrecía la posibilidad de no tener que ser sustituida por otra ley que hubiera que debatir. Bastaba con votar su derogación sin necesidad de legislar al respecto.

Indica que:

Sobre el supuesto espíritu de esa Ley de la Memoria se están gestando inmensos dislates. Tantos, que hasta la propia alcaldesa Manuela Carmena ha tenido que reconocer que algunos de los nombres mentados por la ya despachada Cátedra de la Memoria Histórica eran un disparate. Pero la clave no está en si finalmente han sido incluidos en el listado a suprimir Dalí, Calvo Sotelo o el Cerro de los Ángeles -tronos, potestades y arcángeles incluidos-. Lo relevante es el sectarismo que demuestra el mero hecho de considerar esos nombres -y muchas otros- como meritorios de ser censurados. A nadie se le ocurre que a Dalí le pusieran una calle por franquista, ni que la reciente exposición antológica de su obra en el Reina Sofía fuera el mayor éxito de la historia del museo por razones políticas. Pero, para algunos, Dalí sentenció su suerte el día que proclamó «Picasso es comunista, yo tampoco». Calvo Sotelo arrastra el oprobio de haber sido asesinado, que a quién se le ocurre. Y en el Cerro de los Ángeles, que fue erigido por Alfonso XIII -mal empezó, claro-, ya fue «fusilada» -incluso con dinamita- la imagen del Sagrado Corazón de Jesús el 28 de julio de 1936 por los milicianos. Y luego el destrozo que causaron esos admirables revolucionarios fue reparado por la oprobiosa, haciendo del lugar un símbolo franquista evidente. A ver quién se atreve a discutirlo.

Y explica que:

Me ha impresionado leer en las memorias que acaba de publicar Javier Rupérez («La mirada sin ira». Almuzara, 2016) el siguiente pasaje: «Durante sus tiempos como ministro de Asuntos Exteriores tenía [Marcelino] Oreja la buena costumbre de practicar diariamente con sus directores generales -y [Fernando] Morán lo era de África- unas intensas sesiones informativas, a las que también se sometió el borrador del discurso de [Oreja en] Naciones Unidas. No pude imaginar yo que de Morán pudieran provenir tantas y tan acerbas críticas a un texto que yo concebí y redacté dentro de la más estricta ortodoxia democrática y occidental. Cuando le pregunté en un aparte por qué mantenía aquella, para mí, incomprensible actitud me contestó, con su habitual aspereza, que no le correspondía al Gobierno de un protofascista como Suárez traer la democracia a España, sino a un Gobierno progresista, que no tardaría en llegar, encabezado por un político socialista».

La izquierda española es profundamente intransigente. No hay más verdad que la suya. No hay más errores que los ajenos. Sólo ella es demócrata. Los que desde la derecha lucharon contra Franco eran en realidad fascistas, porque contra Franco sólo se podía estar en la izquierda. Y así…

Salvador Sostres reconoce que en las filas del PP hay corruptos, tal y como la propia Esperanza Aguirre se encargó de reconocer en comisión parlamentaria en la Asamblea de Madrid el 12 de febrero de 2016. Sin embargo, contrapone el columnista, que tampoco vayan Sánchez e Iglesias de estandartes de purismo porque tanto el PSOE como Podemos no están para dar lecciones a nadie:

España no es un país especialmente corrupto, ni siquiera corrupto. Pero en todas las crisis de crecimiento el cuerpo tiene reacciones llamativas y desagradables, como los granos o la voz más grave, además de un cierto desorden hormonal y obstinación en el carácter. El cuerpo de España está en tránsito de una era hacia otra: está en crisis, que significa evolución, y es normal que afloren las impurezas, y que se haga limpieza. Bien. Ni hay que perder la paciencia ni hay que dejar de perseverar en la determinación higienizante que la Administración Rajoy ha demostrado en los últimos años, endureciendo la vigilancia legal para que hoy la corrupción sea casi imposible, y no interfiriendo en la acción de la Justicia, así caigan propios o extraños.

Subraya que:

Como dijo ayer Esperanza Aguirre, estos casos destrozan a todos los partidos, y aunque los del PP tiendan a magnificarse y sea fundamental la presunción de inocencia, cualquier político tiene que asumir responsabilidades, por recto que él sea, si al final se demuestra que confió en personas inadecuadas. Que Pedro Sánchez o Pablo Iglesias se erijan en estandartes de la honradez es de un cinismo que tendría que ser considerado delito en sí mismo, entre los ERE de Andalucía y el dinero proveniente de Venezuela y de Irán. Tampoco Ciudadanos está limpio, pese a su poca experiencia en el poder.

Y sentencia:

Desde la recuperación de la democracia, el Partido Socialista ha sido y es el más corrupto de España; pero pese a ello la corrupción no tendría que ser usada como arma arrojadiza, sino erradicada como el cáncer que arruina nuestra vida pública.

De todos modos, los indignados ciudadanos que tan atropellados se sienten por estos casos harían bien en preguntarse si están en cada esfera de su vida doméstica a la altura de la pulcritud que luego tanto exigen a los políticos.

En El Mundo, Pedro Simón cree que no se puede contarle a los ciudadanos lo de la corrupción como si fuese un mero cuento:

En su incalculable ‘Como una novela’, Daniel Pennac apunta que leerle al hijo amenamente, contarle a menudo un cuento, sentarse a su lado y desplegar aunque sea el prospecto del Frenadol como si fuera el ‘Herald Tribune’, ayuda a anclar al pequeño (por imitación) con el hábito placentero de la lectura.

Por eso, cuando su ‘tablet’ se queda sin batería, yo me siento con los míos a leer ostentosamente. Lo que me pille a mano. Deprisa. Tan deprisa que a veces me pongo el libro al revés. El caso es que te vean. Porque ellos terminan levantándose del sofá y yendo a por sus cuentos. Y, como en una rueda de prensa del Consejo de Ministros, te piden que se los confirmes o se los desmientas.

Los cuentos son a los niños lo mismo que los informativos y los tertulianos son a los adultos: una manera de enterarse de qué va esto.

Destaca que:

Lo que ocurre es que empiezas a intentar explicarles el mundo con ‘Caperucita roja’ o ‘El gato con botas’ y, a medida que les va saliendo el bigotillo, te decantas por ponerles delante la revista ‘Mongolia’. Porque lo van a entender mejor si se lo toman con humor y al final no hay que comer obligatoriamente perdices, que -a diferencia del pollo- es ave que a los niños no les suele gustar.

Los que tienen el altavoz por el mango nos cuentan cuentos que tienen poca gracia. Cuentos que arrancan bien, en los que parece que el bueno es bueno y que luego acaban con 40 ladrones. Cuentos manidos, a los que les faltan páginas, reescritos, con mucha letra pequeña. Cuentos con dibujitos lisérgicos.

«Yo no sé muchas cosas, es verdad», escribía León Felipe, un zamorano que sabía mucho. «Digo tan sólo lo que he visto. Y he visto: que la cuna del hombre la mecen con cuentos, que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos, que el llanto del hombre lo taponan con cuentos».

Yo no sé ustedes, pero a mí últimamente me ocurre que cuando empiezo con uno ya sé cómo va a terminar. La princesa exculpada. Los siete enanitos trabajando sin contrato. El portavoz del Reino diciendo que ya no hay ratas. Los bufones a sueldo aplaudiendo la última astracanada del que paga. El caballero entrando a declarar en la Audiencia Nacional. Y con todos nosotros boquiabiertos frente al teatro de títeres (con perdón), echándole monedas al que nos pasa la gorra y la factura.

Y concluye:

Parece que viene otra crisis y esta vez ya no nos pueden contar el mismo cuento: lo de que érase una vez unos culpables que vivieron por encima de sus posibilidades y todo eso. La Policía vuelve a entrar a registrar la sede del partido político más importante del país y los registrados se borran del libro. En Valencia, Rita Barberá suspira, lanza las trenzas por la almena del castillo y nos deja a los lectores con puntos suspensivos. Matas tiene untados a Calleja, a Perrault y a los hermanos Grimm juntos. Y así todo.

No nos cuentan cuentos como si fuéramos niños (ya quisiéramos). Nos cuentan cuentos como si fuéramos idiotas.

A estas alturas, la verdad, ya no sé si a los míos les voy a arrancar las hojas de la actualidad o les voy a volver a dar ‘Los tres cerditos’.

Los cuentos. Los nuevos y los viejos cuentos. Cada amanecer tiene algo de rectificación de toda la historia anterior de la humanidad y del planeta, decía Umbral. Pero luego nada.

En La Razón, Ángela Vallvey habla sobre el odio que se ha instalado en líneas generales en la política:

Nunca hay que desdeñar la fuerza política del odio. Aunque Dante lo pusiera entre las emociones producto del fango del mundo, tiene gran aprovechamiento como elemento transformador de la realidad. Calígula decía que no le importaba que lo odiasen porque deseaba inspirar temor, tal y como enseña Cicerón («oderint, dum metuant», que me odien, con tal de que me teman), y Tácito creía que es propio de la condición humana odiar al que nos ofende. Pero el odio también vota. Los subordinados, avasallados, postergados por el poder, verbigracia, pueden votar con su odio en la mano ante la urna, que hará recuento matemático del malestar. El odio puede alentar a un partido político, y hacerlo despegar imparable hasta el éxito democrático.

Precisa:

El votante que odia a un político, votará en su contra haciendo de su obstinación una causa. Podrá ser fácilmente embaucado por los líderes adversarios del odiado, por el contrincante de quien sea que le hace sentirse agraviado. El odio, por si fuera poco, es un pegamento que une voluntades y las convierte en una potencia impetuosa y, llegado el caso, incluso violenta. Como diría Heine, «lo que el amor cristiano no puede hacer, lo consigue el odio en común». El odio es regresivo y puede llevar a quien lo siente a aceptar conductas, opiniones, caminos irrazonables, tramposos, insensatos… Con tal de que den curso al impulso de su repulsa.

Recuerda que:

El nazismo, por ejemplo, supo aprovecharse del aborrecimiento de los alemanes frustrados, condenados y exacerbados después del Tratado de Versalles. Goebbles incluso se permitía aullar en sus discursos una sarcástica muletilla: «¡Por supuesto, todo esto es propaganda!». Es probable -aunque resulta muy difícil comprobarlo- que el odio, emoción retrógrada y negativa como pocas, sea uno de los elementos políticos más activos en el ánimo de las masas votantes. O que lo sea, como mínimo, mucho más que sentimientos positivos y prácticos de cualquier clase. El votante que odia sabe que, en un sistema democrático, sólo puede traducir su odio en un voto, así que lo usa como una bala: procura hacer con él el máximo daño posible a la ideología que aborrece -bien porque es contraria a sus ideas, o porque se siente agraviado por ella-, deseando contribuir a la caída de aquellos que la representan en ese momento. El odio alimenta más que el pan. Y vota en masa. Hay quien lo tiene en cuenta a la hora de elaborar campañas electorales.

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Autor

Juan Velarde

Delegado de la filial de Periodista Digital en el Archipiélago, Canarias8. Actualmente es redactor en Madrid en Periodista Digital.

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