LA TRIBUNA DEL COLUMNISTA

Ignacio Camacho sacude de lo lindo a David Cameron: «Parece que estudió Políticas en el colegio de Harry Potter y suspendió populismo mágico»

"El tiro le ha agujereado la sien, ha desplomado al Reino Unido y de rebote ha herido a una UE ya tambaleante y maltrecha"

Cameron ha demostrado poseer una rara mezcla simultánea de frivolidad, arrogancia e insensatez

Jornada de reflexión en España este 25 de junio de 2016 y, evidentemente, las columnas de opinión de la prensa de papel guardan un escrupuloso respeto a la hora de hablar de los partidos. Nada que pueda entenderse como una alteración de la ley electoral, una norma, dicho sea de paso, rancia y arcaica en estos tiempos que corren. Pero las normas son las normas y, aprovechando lo que ha pasado en el Reino Unido, hay muchas tribunas que devoran de lo lindo al premier británico David Cameron por haber jugado a aprendiz de brujo.

Comenzamos en ABC y lo hacemos con Ignacio Camacho. Hace ya algunas semanas tildaba a Cameron de irresponsable. Ahora tiene más motivos, si cabe, para dejar al primer ministro a la altura del betún:

Si juegas al populismo te ganan los populistas. Esta lección no se la explicaron a David Cameron durante sus estancias en Eton y Oxford, donde enseñan filosofía política para gentlemen y a sus conspicuos profesores ni si les debe de pasar por la mente que sus egresados vayan a dedicarse al aventurerismo mágico. Es probable que el alumno Cameron hiciese novillos el día en que hablaron en clase de la ética de la responsabilidad de Weber. A la vista de su conducta hay motivos para pensar que hizo el bachillerato en el colegio de Harry Potter.

Asegura que:

El primer ministro británico, hombre de apariencia educada y discurso elegante, ha demostrado poseer una rara mezcla simultánea de frivolidad, arrogancia e insensatez. Es difícil reunir tanta falta de madurez y de perspicacia para el ejercicio político, pero el que lo logra se convierte en un sofisticado especialista en crear problemas ficticios y fracasar al resolverlos. El descalabro de ayer demuestra que Cameron no sólo desconocía a sus compatriotas, sino que sobrevaloraba sus propias capacidades de convicción. Y que leyó mal las conclusiones del precedente escocés, donde fueron sus adversarios laboristas quienes lo tuvieron que sacar del lío. Esta vez el laborismo ha estado displicente porque en el fondo comparte el euroescepticismo de casi todos los ingleses y porque su líder Corbyn tampoco es la clase de partner de confianza que conviene agenciarse en un envite de esta trascendencia. Todo ese compendio de circunstancias desfavorables, a las que se suma el oportunismo demagógico de los conservadores eurófobos, auguraba una catástrofe y a las catástrofes no se les puede dar tantas oportunidades porque terminan aprovechándolas.

Educado en centros elitistas, Cameron no ha comprendido que la Unión Europea es un proyecto de élites. Tal vez no existiría si Schuman y Monet la hubiesen pasado a consulta en plena posguerra. El auge del populismo contemporáneo consiste precisamente en una rebelión emocional contra los agentes públicos convencionales, y encuentra en los referendos la expresión más depurada de su simplismo naif y de su paleta sentimentalidad de adolescencia democrática. El plebiscito europeo ha ofrecido a los británicos la ocasión de encontrar un culpable en el que descargar sus demonios. Se la ha regalado un gobernante inepto y sin fortaleza intelectual ni política para hacer prevalecer su liderazgo ante la agitación pasional del nacionalismo primario. Un irresponsable capaz de jugar a la ruleta rusa con los intereses estratégicos de su país para solventar -ya se ve cómo- los problemas que le causaba su falta de sustancia.

Y sentencia:

El tiro le ha agujereado la sien, ha desplomado al Reino Unido y de rebote ha herido a una UE ya tambaleante y maltrecha. Tres en uno. Es lo que les sucede a los aprendices de brujo: que fracasan ante los brujos de verdad. Los que traen los trucos aprendidos de casa.

Luis Ventoso, experto y acreditado conocedor de lo que sucede en el Reino Unido tiene claro que lo que ha sucedido con el Brexit no es otra cosa que una burda pataleta nacionalista y encima, para rematar el plato, aparece para aderezarlo esa especie de populista llamada Donald Trump:

Para que no faltase de nada en el volcán británico, ha aparecido ÉL, jugando al golf en Escocia. Con su pelazo rubio alienígena, visera de béisbol, mentón alzado y morritos cerrados en puchero autoafirmativo, habló así: «Estoy feliz con el Brexit. La gente está muy enfadada. Es lo mismo que pasa en Estados Unidos. Están enfadados con el problema de las fronteras».

Trump tiene razón en parte. En efecto, «la gente» -¿les suena la expresión?- está muy enfadada en los países occidentales. Pero el demagogo neoyorquino identifica mal la matriz del disgusto, que se debe lisa y llanamente a que la economía no acaba de recuperarse. Occidente, que ya cojeaba con la implacable competencia de los laboriosos asiáticos, no ha recuperado el tono tras el infarto financiero de 2008. Muchas personas se han quedado en la cuneta y otras se quejan -con razón- de un modelo donde un empleo fijo solo supone bailar en un alambre un poquito más ancho. El problema se exacerba en Europa, con unos maravillosos y admirables sistemas de protección social, que se han tornado insostenibles al renquear la economía.

Explica que:

Ante un reto de tal magnitud caben dos soluciones, la racional o la sentimental. La racional es dura, difícil y aburrida para los platós televisivos. Consiste en trabajar más que tus rivales; contar con una educación mejor, que te haga más creativo y capaz; y adaptar el sistema de protección social a la coyuntura económica, para no abocarlo a su quiebra y destrucción. La respuesta sentimental se concreta en buscar enemigos exteriores y someterse al caudillaje de un líder providencial, que ofrece con verborrea emocionante una solución integral a todos los males. Los seguidores de Trump y los brexiters tienen claro su enemigo exterior: los inmigrantes (para los separatistas catalanes es «Madrit»; para los escoceses, Londres). El líder providencial adopta diversas máscaras, pero hay un aire de familia entre Trump, Iglesias, Boris, Beppe Grillo o Farage. Todos impostan que representan al pueblo llano. Todos se sirven con maestría actoral de la televisión. Todos cultivan la originalidad y un perfil antisistema, con una condena explícita de la gris democracia convencional (que tan felices frutos ha dado).

El Brexit ha sido un chute de nacionalismo. La utopía de que acantonarse en el terruño conjurará la decadencia. Boris, un profeta divertido, maniobrero e inteligente, ha arrollado espoleando el instinto básico del sentimentalismo patriotero. La penosa campaña de Cameron y Corbyn hizo el resto, porque es imposible vender algo a «la gente» diciéndole «esto es un asco, pero no te queda otra».

Y asegura que:

La sangre no llegará al río. El primer ministro Boris, que hace solo dos años defendía los acuerdos con la UE, negociará una salida con Bruselas que le permita conservar una relación similar a la actual, pero con la fachada de que ha roto con el luciferino Mordor bruselense. Los alemanes tampoco van a pegarse un tiro en el pie lastrando sus ventas al Reino Unido a golpe de aranceles. El absurdo experimento de Cameron solo ha logrado dos cosas: abrir a Boris la puerta del Número 10 e infligir a su país un dolor económico que no será largo, pero sí agudo este año.

Ramón Pérez-Maura tampoco duda de que el Brexit abre las puertas de par en par a los nacionalistas y a un sentimiento en determinados países de querer irse de la Unión Europea, inducidos, claro está, por políticos populacheros de cortas miras:

El resultado del referendo británico sobre la UE demuestra el inmenso error que están cometiendo los partidos tradicionales ante el asalto que padece el sistema por parte de populistas de uno y otro signo. En el Reino Unido hemos visto una campaña basada en las mentiras más zafias imponerse sobre otra campaña basada en explicar técnicamente los riesgos de esa apuesta populista. Se ha intentado responder a los sentimientos con cifras. Han ganado los sentimientos.

Este populismo británico no fue engendrado por Boris Johnson o Michael Gove. Lo fue por un tipo marginal llamado Nigel Farage, que desde un partido cuya militancia cabía en un taxi ha conseguido polarizar el Reino Unido sobre la cuestión europea. A la vista del éxito de su campaña de radicalización hubo otros -sobre todo conservadores, pero también laboristas- que se sumaron a sus tesis en lugar de combatirlas. Algunos, como Boris Johnson, hace solo unos meses. El populismo ha logrado así la mayor victoria europea desde hace décadas. La mejor prueba de ello fue Donald Trump celebrándolo ayer en Escocia.

Señala que:

En esta campaña, el primer ministro Cameron y su equipo no han ofrecido un solo argumento en favor de Europa. Hicieron una campaña negativa contra el Brexit, una campaña del miedo. Amenazaron con las penas del infierno en forma de recesión económica y tarifas aduaneras, pero no se ha escuchado un solo discurso de Cameron y sus adláteres explicando las virtudes de Europa. Aunque sólo fuera decir que gracias a la UE ya llevamos dos generaciones de europeos que han vivido sin conocer la guerra en su país, cuando a lo largo de la Historia es imposible encontrar una sola generación que no haya sufrido esa tragedia de la que la Europa unida nos ha librado.

El auge de este populismo, tan diferente, pero tan similar en todo Occidente, se extiende sin parar. Y con frecuencia con el apoyo de miembros de los partidos que han sido de Gobierno hasta ahora y que ante una amenaza a sus canonjías empiezan a moverse en el entorno de los populismos emergentes. Eso lo acabamos de ver en el Reino Unido con el alineamiento de tantos conservadores con el Leave que promovió Farage a través del Partido de la Independencia del Reino Unido. Y también de bastantes laboristas, que padecen un partido con un liderazgo inverosímil de un émulo del hombre de Cromañón.

Y se pregunta:

La cuestión ahora es cómo va a afectar este auge populista al resto de Occidente. El primer lugar donde puede manifestarse es aquí, en España, mañana. La victoria del Brexit claramente favorece a Podemos porque demuestra que incluso en países tan serios como el Reino Unido es posible que se imponga una rebelión contra el sistema. Y, si lo piensan, nuestra campaña electoral ha tenido algunas similitudes con la del referendo británico: lento pero constante auge de los populistas y el Partido Popular respondiendo a sus argumentos ideológicos con discursos casi técnicos, básicamente económicos y de nulo calado ideológico. A todo ello podemos añadir que quienes han representado el progreso político, económico y social en los últimos cuarenta años de España, PSOE y PP, ya no están unidos frente a la amenaza populista. En el PSOE hay una corriente más que relevante que está dispuesta al pacto con Podemos desde cualquier resultado que obtengan mañana. Y de estos polvos del sistema pueden venir los lodos que nos ahogarán a todos. España, segunda estación de un viacrucis que recorre Occidente y frente al que estamos indefensos. La decadencia que genera el auge de un sistema es la más difícil de combatir. Es la que trae su caída.

En El Mundo, Pedro Cuartango afirma con rotundidad que el Brexit nunca hubiese triunfado con alguien como Sherlock Holmes:

Nada más placentero en una noche de invierno que recogerse en casa para imaginar un Londres cubierto por la espesa niebla que cubre el Támesis y deleitarse con una de las aventuras de Sherlock Holmes.

Siempre que visito la capital del Imperio Británico me paso por el edificio de tres pisos de ladrillo, situado en el 221B de Baker Street. Allí vivió el detective, acompañado de su fiel amigo Watson.

Tal es la pasión que siempre he sentido por Holmes que, como ya he contado, fui en peregrinación a las cataratas de Reichenbach en Suiza para presenciar el lugar por el que se había despeñado en su cuerpo a cuerpo contra Moriarty.

Rememora que:

Me he estremecido de niño con el aullido del sabueso de los Baskerville en el parámo solitario, he seguido los pasos del detective para descifrar el enigma del carbunclo azul o me he quedado atrapado por el misterio de la liga de los pelirrojos.

Seguir las peripecias de Holmes, que jamás se separaba de su pipa y del horario de trenes de las estaciones de Londres, suponía desplazarse por toda la geografía inglesa, conocer su cultura y familiarizarse con la certera tipología de sus personajes.

He aprendido a amar a Inglaterra leyendo a Sherlock Holmes y viendo el repertorio de sus películas, especialmente la de Billy Wilder en la que el misógino inquilino de Baker Street se enamora de una espía alemana y la corteja cerca del lago Ness, en el que los lugareños ven a un monstruo que en realidad es un submarino de Su Majestad. Holmes ha sido Basil Rathbone, Peter Cushing, Christopher Plummer, Ian Richarson y otros muchos actores, que le han dado vida durante casi un siglo.

Si tuviera que elegir un personaje que encarnara la grandeza y el espíritu de Inglaterra no sería Winston Churchill, descendiente de Marlborough, el famoso Mambrú, y héroe de la lucha contra Hitler. Ni tampoco mi admirado Oliver Cromwell, ni siquiera la longeva reina Victoria. Elegiría a Holmes, la encarnación de la abnegación, el fair play y el patriotismo británico.

Quiero pensar que un hombre tan inteligente como él, que ayudó a desenmascarar alguna conspiración contra una monarquía europea, hubiera votado a favor de la permanencia de Gran Bretaña en la Unión Europea.

Holmes afirmaba que es un error capital establecer teorías antes de conocer los datos. «Insensiblemente, uno comienza a deformar los hechos para hacerlos encajar en las teorías en lugar de encajar las teorías en los hechos», escribió.

Esto es lo que ha sucedido en el Reino Unido, donde la mayoría de los ciudadanos ha votado sin conocer los hechos y en base a un estereotipo de Europa muy alejado de la realidad. El gran Holmes no habría cometido tal error de juicio.

Y concluye:

El hombre de la pipa, el sobretodo y la gorra era un analista que indagaba a partir de evidencias científicas como las huellas dactilares, los tipos de tabaco o la medicina forense. No se dejaba engañar por su intuición ni por las apariencias sino que seguía una lógica para reconstruir lo sucedido.

Los británicos han acudido a las urnas para expresar su frustración, para castigar a su clase dirigente y para mostrar su enfado con la burocracia de Bruselas. Pero no han calculado que su decisión implica clavarse un puñal en el vientre.

Estoy muy decepcionado con lo que han votado, pero seguiré amando el fútbol británico, su cerveza pale ale, el roast beef de The Cross Keys, los pubs de Kensington, los sonetos de Shakespeare, las necrológicas de The Times y los viejos espías del Circus de Smiley. Los ingleses pueden irse, pero nunca podrán arrebatarnos los sueños que tanto nos han hecho amar a ese país.

Rafael Moyano considera que el triunfo del Brexit se debe a una cuestión entre sociológica y cultural. Lo explica de una manera muy curiosa:

Una amiga inglesa, de Canterbury concretamente, me lo dejó claro desde el primer momento: «This is my personal space», «éste es mi espacio personal!». Marcó un círculo imaginario a su alrededor y extendió una mano que salía de él para facilitar el saludo y no ser descortés. Ni un beso en la mejilla, ni dos, ni un abrazo, nada que invadiera su zona de confort. Por lo demás, la amiga inglesa se mostró siempre divertida, amable, colaboradora, actitud que en códigos latinos hubiera llevado a una mayor cercanía. Pero, finalmente, saltaba la barrera infranqueable, my personal space.

Afirma que:

Desconocía entonces que esta delimitación del espacio no era una invención de mi amiga, sino que forma parte de toda una disciplina, la proxémica, desarrollada por el antropólogo norteamericano Edward T. Hall. En su teoría, Hall interrelaciona la distancia física con la distancia social y, en base a ello, establece cuatro categorías para delimitar el espacio personal, con sus medidas y todo. La distancia mínima (entre 15 y 45 centímetros) para familia, amigos y parejas (éstas últimas se lo pueden saltar); Distancia personal (de 46 a 120 cm.), para compañeros de trabajo y conocidos; Distancia social (de 120 a 360 cm), para los extraños; y Distancia pública (más de 360 cm), para contactar con grupos de personas.

Mi amiga tenía milimétricamente reservada su área de seguridad y dejaba penetrar en ella según categorías. Toda una metáfora de lo que es su país y de la relación que ha mantenido con la Unión Europea. La distancia del Reino Unido con el resto de Europa va, y ha ido, mucho más allá de la treintena de kilómetros que le separan del continente. Son muchos los británicos que han hecho de ser british una reivindicación constante para preservar sus límites, como si el contacto pudiera contaminarles. No es lo de conducir por la izquierda, tomar el té, o vestir sombreros estrafalarios, va más allá. La libra, que no me la toquen, pero las fronteras tampoco. Admiro la cultura británica, como la francesa o la italiana, pero no a quienes piensen que por formar parte de ella debes mirar con orgullo a los del otro lado del Canal. Ellos mismos son un reino unido, un estado multinacional con problemas de encaje. Los más jóvenes y urbanos lo han ido entendiendo pero otros creen que la UE invadió su espacio, the national space. Cameron no lo supo calibrar.

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Autor

Juan Velarde

Delegado de la filial de Periodista Digital en el Archipiélago, Canarias8. Actualmente es redactor en Madrid en Periodista Digital.

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