Se fue a la francesa, sin despedirse de los oyentes. «Todavía hoy tengo esa espinita clavada». José María García, el nombre propio de la radio durante casi treinta años, dejó un día el micrófono y nunca más volvió. Sucedió en Onda Ceroe, 2002.
«Me equivoqué al dejar la COPE donde me ofrecían un contrato vitalicia. Intenté crear un un imperio mediático que pudiese luchar en igualdad de condiciones con Prisa. Pero el poder solo quería amanuenses que trabajaran al dictado», recuerda García.
Lo hace en la primera e imprescindible biografía que relata toda su vida y su trayectoria: ‘Buenas noches y saludos cordiales’ (Corner), escrita por el periodista Vicente Ferrer Molina (Valencia, 1967), un histórico del diario El Mundo y hoy subdirector de El Español de Pedrojota Ramírez.
Vicente Ferrer Molina hace un relato riguroso de la vida del periodista sin florituras ni suposiciones.
Eligió titular su libro ‘Buenas noches y saludos cordiales’ porque al igual que la fórmula ‘Good night and good luck’ utilizada por Edward R. Murrow en la CBS, aquella frase con la que García arrancaba sus programas permite identificar con solo cinco palabras «un periodo de nuestra historia reciente».
«Ese ‘Buenas noches…’ son del periodismo deportivo moderno, la del informador intrépido e insobornable y la última edad de oro de la radio».
Bobby Deglané le pronosticó que con su voz atiplada no tenía futuro en la radio. En Pueblo se encontró con el mayor plantel de reporteros que ha habido en la historia del periodismo español.
La figura de García emerge justo cuando la radio presiente su declive. La época gloriosa, la de los concursos, las radionovelas y el Carrusel Deportivo, la de Bobby Deglané y José Luis Pecker, aquella en la que la familia se reúne en torno al transistor se agotaba. La televisión se preparaba para imponer su dominio.
A García, si le aplazaban una nota, se lo llevaban los demonios. Se fumaba, se bebía y la competencia era feroz. Había peleas, amenazas y palabras gruesas. Mataban por una página.
«Aprendió periodismo en una redacción donde los teletipos estaban en un cuartito cuyo acceso estaba vedado para obligar a los periodistas a buscarse la vida sin brújula. Pueblo era una escuela de periodismo pero también de vida»
La arrogancia no le sobrevino con la gloria. Le asomaba con ya con veinte años, cuando no era nadie. «Por su forma de hablar, de caminar, de expresarse, parecía estar diciendo ‘solo ante el peligro'», cuenta Tico Medina.
«Su ego era más grande que él», dirá Carmen Rigalt. «tenía un punto borde, de mala leche, que te obligaba a ponerte a la defensiva», escribe Ferre Molina.
«García afrontaba sus trabajos, ya desde los inicios, con un gran sentido del espectáculo. Pretendía convertir cada noticia que pasara por sus manos en un acontecimiento».
Y Pueblo fue el sitio adecuado para hacer ese periodismo que le gustaba a García porque combinaba rigor con espectacularidad.
Era mucho más que informador, es un justiciero, el hombre dispuesto a denunciar privilegios y atropellos, el encargado de hacer limpieza donde haya incompetentes y aprovechados.
La figura de José María García representaba mucho para los que trabajaban con él. «Es difícil de explicar. Era como un líder religioso. Hacíamos cosas por él que hubiéramos hecho por nadie», rememora Pipi Estrada.
Como dijo Garci, «a partir de las doce de la noche García estaba en todas partes. Es la banda sonora de lo que era la España de 1977. La Transición es el marido y la mujer en la cama y García sonando en un transistor sobre la mesita de noche»
Ferrer Molina recoge el testimonio de García y de decenas de periodistas que trabajaron con él y de la personas que mejor le conocieron pero no se limita a hacer de taquígrafo.
Cuestiona sus versiones, las contrasta con otros periodistas y no duda en corregirle si le falla la memoria. No es un libro a favor de García sino en favor de la historia del periodismo español.