Su cometido sirve para negociar con Batasuna o comprar ropa gótica para celebrar Halloween
Si a cualquier profano en periodismo político le preguntas por un célebre fontanero, igual te menciona a Mario Bross, el del videojuego. Pero si le preguntas lo mismo a un mediano plumilla con algunas armas veladas en la sede de Ferraz, en seguida musitará este nombre: José Enrique Serrano (Madrid, 1949).
Una persona desconocida del gran público, alérgico a salir en los papeles, pero tan familiarizado con La Moncloa que hasta debe de tener psicofonía propia entre las paredes presidenciales.
A este madrileño de 61 años, abogado de profesión y jefe de gabinete de vocación, le han confiado su agenda más intransferible tantos líderes socialistas sucesivos, de tan diversa facción y generación, que podríamos apostar a que el hijo de Carmen Chacón, si algún día llega a presidente socialista, lo volvería a nombrar para el cargo de fontanero mayor.
José Enrique Serrano Martínez tiene las manos manchadas de la grasa de mil tuberías, algunas de ellas oxidadas de transportar el agua turbia del GAL , Filesa, las escuchas del CESID y otras bajantes por el estilo que conectaban entre sí las cloacas del Estado felipista.
El primero en advertir sus dotes fue Narcís Serra en 1987. Siendo entonces Serra ministro de Defensa, fichó para el puesto de director general de personal del ministerio a este licenciado en Derecho por la Universidad Complutense de Madrid y profesor de Derecho del Trabajo.
Debió de dejar tan satisfecho al ministro que, cuando éste accedió a la Vicepresidencia del Gobierno felipista en 1991, se llevó con él al fontanero Serrano para colocarlo al frente de la Secretaría General de Vicepresidencia. Entre otros cometidos, durante esa etapa integró el Consejo de Administración de la Sociedad Estatal Expo 92.
Luego Serra cayó en desgracia, pero su hombre de confianza resultó estar compuesto de madera de corcho, insumergible así tronase la galerna de la corrupción o aullase el huracán del crimen de Estado: de todo habr ía en aquel tardofel ipismo del que empezaban a airearse sus más tremebundas desviaciones.
Felipe lo nombró director del gabinete del presidente entre 1995 y 1996, en el momento más crítico de su crepuscular ejecutoria, con el agua fecal emergiendo de los baños monclovitas e inundando la moqueta. Para situaciones así, se requiere al más experto y menos escrupuloso de los fontaneros.
En abril de 1995, Serrano hubo de prestar declaración ante el Tribunal Supremo por su participación en el denominado Informe Crillón: un documento encomendado por el entonces jefe de Serrano, el vicepresidente Narcís Serra, a una agencia de detectives norteamericanos llamada Kroll con un objetivo muy concreto: escrutar las actividades del ex presidente de Banesto con el objetivo de pillarle en un renuncio y segar de golpe su prometedora carrera política.
El ex director de la Guardia Civil, Luis Roldán, aseguró entonces en sede judicial que Serrano fue el encargado de realizar los pagos mensuales a la agencia Kroll. Las contradicciones advertidas por la Fiscalía entre los testimonios de Roldán y Serrano motivaron la celebración de un careo entre ambos, pero finalmente la Sala Segunda del Tribunal Supremo decidió archivar las diligencias abiertas por la elaboración del informe alegando «ausencia de conductas delictivas». Serrano salía ileso, como siempre.
Felipe González también designaría a Serrano como representante gubernamental en la interlocución con el entorno de Mario Conde. Pero aún tendría que arrostrar imputaciones mucho más graves. En pleno caso GAL , el coronel Juan Alberto Perote, inculpado en la guerra sucia contra ETA, señaló a Serrano como el hombre del maletín que, uti lizando al empresario Francisco Paesa de intermediario en nombre del mismísimo Gobierno socialista, le ofreció dinero a cambio de su silencio.
En 1996, con la victoria del PP, el fontanero mayor abandonó La Moncloa, no sin antes apurar los minutos de la basura para familiarizar a José María Aznar con los pasillos áulicos de su nueva casa.
Cumplido este postrer servicio, encontró refugio privilegiado como jefe de gabinete de Joaquín Almunia, recién nombrado secretario general del PSOE. Estando al servicio de Almunia, en 1999, el ex directivo de Filesa Alberto Flores declaró que Serrano amenazó a sus hijos cuando acudieron a la sede del PSOE diciéndoles que «mucho ojo con lo que hacían o perjudicarían su situación penitenciaria».
Con tales antecedentes y tan tenebroso perfil, a nadie puede sorprender que el fontanero José Enrique y el factótum Rubalcaba se mezclaran tan bien como el café con la leche ya en los Gobiernos de Felipe.
El real decreto correspondiente establece así las funciones de un director de gabinete: «Proporcionar al presidente del Gobierno la información política y técnica que resulte necesaria para el ejercicio de sus funciones. Asesorar al presidente del Gobierno en aquellos asuntos y materias que éste disponga.
Conocer los programas, planes y actividades de los distintos departamentos ministeriales, con el fin de facilitar al presidente del Gobierno la coordinación de la acción del Gobierno. Realizar aquellas otras actividades o funciones que le encomiende el presidente del Gobierno».
Como ven, las competencias son tan laxas que ampararían lo mismo la negociación con Batasuna que la adquisición de ropa gót ica para celebrar Halloween en casa. Para que luego digan que no es apasionante la vida de un simple fontanero.