En su comunicado del pasado viernes, Jordi Pujol ha confesado ser un mentiroso dotado de una sangre fría y desfachatez realmente notables. Aún resuena la contundencia e indignación con las que en el programa de Susanna Griso, el ex Molt Honorable volvía a negar, por enésima vez, lo que ahora ha reconocido, obligado por las últimas evidencias publicadas y la inminente revelación de las pesquisas policiales: que durante los últimos treinta y cuatro años, él y su familia han tenido cuentas bancarias en Suiza. La primera mentira, confesada. La segunda, en cuanto a la cuantía y el origen de los fondos, no tardará en caer.
Pero lo verdaderamente importante de esta declaración no es que convierta a Jordi Pujol en un delincuente, autor confeso de un delito de evasión fiscal. Ni que de ella resulte que durante años se ha estado carcajeando de sus conciudadanos, negando con el más desvergonzado desparpajo las acusaciones vertidas en su contra; y llegando incluso a incitar al linchamiento social y mediático de los que se atrevían a formularlas (cuánto no se habrá reído el Gran Líder cada vez que, elección tras elección, las propias víctimas de sus fechorías le renovaban enfervorizadamente su confianza y, con ella, la patente de corso para seguir delinquiendo tranquilamente). Es más, ni siquiera es lo más importante la evidente identidad del pagano de la que se adivina inmensa riqueza de los Pujol: los españoles en su conjunto pero, sobre todo, una sociedad catalana enferma y humillada ante una casta corrupta, en una inexplicable servidumbre voluntaria más propia de un país tercermundista que de una sociedad que se dice moderna y europea.
Lo verdaderamente importante de esta confesión es que viene a confirmar cual es la verdadera naturaleza del independentismo que ahora dicen profesar Pujol y el resto de los dirigentes de Convergencia.
En realidad, para descubrirla hubiera bastado, tan sólo, con hacerse una pregunta: ¿cuándo? O, más concretamente, ¿en qué momento pasó la clase dirigente catalana del nacionalismo amable y pactista al soberanismo urgente y amenazador?
¿Quizás en 2003, cuando el risueño Delfín del Gran Timonel gana las elecciones, pero pierde el poder a manos de una coalición de intereses entre el PSC, Esquerra e Iniciativa? Es sabido que no: pese a que los suyos son desalojados de la Generalitat, no pasa nada. El Gran Hombre de Estado lo sigue siendo. Pujol no escenifica ningún discurso separatista.
Luego, es evidente que la naturaleza del recién estrenado independentismo de Convergencia nada tiene que ver con el poder. Se desploma así la tesis, que muchos siguen defendiendo, de que si Convergencia se ha subido ahora al carro soberanista se debe a haber entendido que ésta es la única estrategia que les permitirá conservar la Generalitat, frente a la amenaza de Esquerra. ¿Cómo va a ser ésta la razón, si desde su estrenada condición de heroicos libertadores de una Cataluña cautiva, es público y notorio que los convergentes no hacen más que perder votos en favor de Esquerra?
No. El año clave es 2012. Y no por el supuesto tsunami independentista desatado en la Diada de ese año (la fiabilidad del ruido callejero como termómetro político es escasa; y si no, recordemos lo que le contestaron a Alfonso XII cuando agradeció los vítores que unas mujeres le dirigieron a su paso: «Mucho más alto gritamos cuando echamos a la puta de tu madre»), sino por las informaciones publicadas en El Mundo sobre el desvío de comisiones ilegales a los bolsillos de dirigentes de Convergencia y la existencia de cuentas bancarias del clan Pujol en paraísos fiscales. El engranaje judicial acelera su curso.
El cerco periodístico se va estrechando. Pues bien, es justo en este momento cuando Pujol, Mas y demás conmilitones se caen del caballo, camino de Monserrat, y descubren cuan cegados estaban antes, cuando defendían la permanencia de Cataluña en España. Es ahora, y sólo ahora, cuando el Libertador Pujol y sus fieles escuderos se despiertan, y lanzan su rugido de independencia al dormido pueblo catalán.
Y si éste es el cuándo del nacimiento del independentismo en el Gotha político catalán, el porque -y con él, su naturaleza- es fácil deducirlo: tener una baza con la que negociar su impunidad con el Gobierno de España. En resumen, la explicación de la repentina furia independentista de Pujol, familia y compadres varios de militancia en Convergencia (policial o ya judicialmente incriminados en la corrupción) no está en su ansia por conservar el poder frente a la amenaza de Esquerra. Está en su desesperación por evitar la cárcel. La amenaza soberanista es su arma para lograrlo.
Los dirigentes convergentes blanden la bomba del independentismo como cromo que dar a Madrid a cambio de la vuelta a su perdida Pax catalana: si Rajoy les garantiza no pisar Can Brians y restablece el status quo anterior (Cataluña con el letrero de «No molesten» para poder seguir golfeando a su gusto), los líderes tribales apagarán el fuego independentista, extendido por ellos mismos. La confesión de Pujol prueba que el cerco es cada vez más estrecho. Por eso, la virulencia del mensaje independentista es cada vez mayor: se trata de alimentar al monstruo, para que el miedo de Rajoy crezca y, con él, las ganas de llegar a un acuerdo: impunidad a cambio de «paz». Éste es el juego. No hay más. El independentismo catalán de los dirigentes convergentes no es una cuestión de Alta Política. Es un asunto de política penitenciaria.