Se las pidieron con toda la jeta a Roberto Bermúdez de Castro, secretario de Estado para las Administraciones Territoriales, y responsable de la gestión diaria de la aplicación del 155 en Cataluña. Lo cuenta Salvador Sostres en su columna de ABC de este 10 de julio titulada ‘La ratafía moral’.
El hecho es revelador de cómo tantos políticos y cargos independentistas que por la mañana cobraban y colaboraban abnegadamente con el 155 y por la tarde -y hasta por la noche- excitaban las bajas pasiones de la masa iracunda para hacerles creer que «som república», «mientras ellos se aseguraban de seguir cobrando su sueldo perfectamente autonómico, y autonomista, prestándole los más diversos servicios al Estado».
¿De quiénes hablamos? Uno de ellos fue Víctor Cullell, secretario del Govern, al que El Nacional.cat elogió como el hombre que tiene el estado catalán en la cabeza», uno de los más firmes agitadores de la propaganda «O Puigdemont o elecciones» cuando el Estado bloqueó, por ilegal, su investidura telemática.
«Es muy del Barça y quiso asistir, con unos amigos, el pasado mes de abril, a la final copera contra el Sevilla en el Wanda Metropolitano. Al no encontrar buenas entradas se las pidió nada menos que a Roberto Bermúdez de Castro, con quien no sólo se había llevado muy bien hasta hacerse amigos, sino a quien le había brindado toda su colaboración personal y política para la eficaz y fluida aplicación del artículo 155 en Cataluña».
«Ahí estuvieron Agustí Colominas, uno de los más oportunistas propagandistas de Carles Puigdemont, siempre en busca de su cargo, tal como en 2006 fue el comercial del Estatut del que ahora reniega, porque entonces Artur Mas le tuvo a sueldo para que lo hiciera; o Elsa Artadi, a quien el propio Roberto agradeció los servicios prestados, por ser una de sus más «intensas y eficaces colaboradoras» para facilitar la intervención gubernamental de la Generalitat».
El secretario del Govern pidió un acomodo más discreto «porque si me ven los míos, me van a crujir». Y mientras la masa cegada llenaba las gradas de amarillo independentista, la «república catalana» asumía su ratafía moral en la penumbra del Wanda.