Como las hojas de otoño que naufragan en el viento del tiempo y nadie sabe a qué oscuros abismos van, así se ha ido ahora Kevin Ayers mecido por el sueño en su casa del sur de Francia.
Apenas queda nada de las notas que flotaban luminosas sobre los ecos de la luna de Deià, ni de lo que es recuerdo olvidado, apagados todos los sonidos y todas las cosas, tragados por la barbarie de esta época insulsa donde los sentimientos son apenas memoria ahogada, anécdota que cuentan los que no estaban.
Llegó al pequeño pueblo mallorquín de Graves a través del arcoíris de los setenta tras venderle su bajo Fender a Noel Reding, ante la atónita mirada de Hendrix. Soft Machine iba a nacer entonces bajo los olivos de la villa y el aliento de una generación perdida, la misma que debió permanecer eternamente congelada. Mas no fue así. El infierno de la vida lo abrasa todo.
Entre los resplandores del futuro centelleaba a lo lejos la calle de la Amargura de Madrid, esperando a su amigo Ollie Halsall, ondeaba el telón del último bis, se retorcían los émbolos de las jeringuillas, y la sangre desbordaba ya todas las tumbas…
Deià fue escenario de veladas inolvidables. Conciertos en los que llegaba John Cale arrastrando los latidos de la Velvet Underground, acordes que hilvanaba un remoto sitar, caleidoscópicos sones que serpenteaban en el diapasón de las madrugadas jugando entre regueros de vino, y virutas de humo denso.
Qué fácil recordar nombres y fechas, discos y títulos, y qué difícil seguir adelante sabiendo todo lo que había atrás.
Dencansa Kevin entre los acordes de la eternidad.